quattrodici

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Cuando la sesión de fotos termina, el fotógrafo sale del estudio bajo el pretexto de que necesita pasar aquellas imágenes a una computadora lo más antes posible. Amélie se queda en el estudio y aprovecha la soledad que le ha sido brindada para cambiarse de ropa y regresar a su vestimenta básica, holgada y sin la más mínima pizca de gracia. Se llega a sentir un poco mejor ahora que no tiene aquellas partes de su cuerpo que tanto le desagradan a la vista, y espera pacientemente a que el artista regrese.

No pasa mucho tiempo cuando eso sucede, y el señor Rinaldi le sonríe suavemente mientras camina hacia ella. Extiende la mano en su dirección y Amélie la toma con un ligero ceño fruncido que se ablanda tan pronto el hombre le deja un beso en el dorso y se la lleva fuera de la habitación.
 
—Mañana te mostraré las fotografías que hemos tomado hoy, y haremos nuevas con otro concepto— Le dice, caminando con ella en dirección a las escaleras, sin soltar aquella mano que ha besado con anterioridad. —Lo cierto es que no acostumbro a enseñarle a las modelos mi trabajo así de rápido, pero contigo haré la excepción porque deseo que veas lo preciosa que has quedado.

Amélie asiente, aunque sinceramente no está segura de si realmente dice la verdad con respecto a eso, porque lo cierto es que todas han sido tomadas por sorpresa, y tiene la sensación de que han sido lo suficientemente malas como para ni siquiera ser consideradas buenas. No le cree en absoluto, ni un poco en realidad, y todavía piensa que no es la mejor candidata para tener este trabajo ni mucho menos.

—Eh— El fotógrafo llama su atención, apretando un poco la palma que aún sostiene.

Amélie parpadea rápidamente, saliendo del río caudaloso en el que se están convirtiendo sus pensamientos, y frunce ligeramente el entrecejo cuando se da cuenta de que han salido del edificio. El rubio suelta una pequeña risa silenciosa cuando la brisa golpea sus rostros y vuela sus cabellos en una suave caricia.

De alguna manera, la muchacha disfruta de aquel gesto, porque el sol también ilumina su rostro de tal forma que parece incluso que está brillando, como un querubín recién bajado del cielo que sólo ha llegado a la tierra para iluminarla con su presencia.

El corazón le da un vuelco en el pecho  e inconscientemente se aferra un poco a la mano que agarra la suya, como si supiera que en cualquier momento puede soltarla y no quisiera que lo hiciera.

—¿Te gustaría ir a almorzar?— Pregunta el señor Rinaldi, tomando la palabra nuevamente.

Amélie se relame las comisuras. Sus labios se mueven por sí solos y las palabras sales de su boca mucho antes de que pueda considerarlas.

—Sí, me gustaría.

La sonrisa del rubio incrementa tanto que se le llegan a crear estas pequeñas arrugas en las esquinas de las mejillas, trazando su madurez y su alegría al recibir una respuesta afirmativa.

—Fantástico. Conozco un buen lugar por aquí cerca, pero sólo ofrecen servicios a domicilio y recogidas— Sugiere y aprieta los labios suavemente. —¿Crees que te moleste si vamos a mi casa y comemos allí? Podemos pasar la tarde con Petunia incluso, aunque si lo prefieres, podemos ir a algún restaurante sin problemas.

Amélie se muerde suavemente el interior de las mejillas, porque el pensamiento de tener que estar alrededor de personas le desagrada de cierto modo, sobre todo si aquello incluye que la vean comer y tengan la oportunidad de hacerle saber con una simple mirada lo mucho que debería de controlar su boca. Es una creencia constante que siempre hace acto de presencia cuando sale a los lugares de comida, y definitivamente no le apetece tener que pasar por ello justo ahora.

Menos delante de aquel impresionante hombre.

—Uhm, su casa suena como una buena opción, señor— Responde, y el fotógrafo no hace más que sonreír.

Sin decir una sola palabra y después de haberle dedicado una nueva sonrisa, guía el camino hacia su hogar. No resulta quedar demasiado lejos y Amélie de hecho empieza a disfrutar el breve viaje mientras le dedica al artista miradas discretas tan sólo para memorizar como el sol continúa besando sus pómulos, las esquinas de sus ojos, el contorno de sus labios y la curva de su mandíbula que termina en una afilada belleza que la hace alucinar.

Sin embargo, lo que todavía le sorprende y en grandes proporciones, es el hecho de que el señor Rinaldi aún conserva el agarre de manos que alguna vez han establecido dentro del edificio en el que trabajan.

No sabe que decir al respecto, no cree que tenga que mencionarlo siquiera, así que sencillamente se queda callada y se concentra en no tropezar con sus propios pies o ser más tonta de lo que ya se considera, sin ninguna razón aparente.

Consiguen llegar a la casa del fotógrafo, que resulta ser esta infraestructura bastante moderna de lo que parecen ser seis pisos. Amélie aprieta los labios pensando en lo bonito que luce por fuera, y quizás alucina un poco cuando visualiza el interior de la modesta recepción que da directo hacia los ascensores.

El señor Rinaldi aprieta el botón, las puertas de acero se abren y se introducen en él. Presiona el último número y la muchacha a cuenta en su cabeza los segundos que pasan dentro del elevador. Llega hasta doce cuando las cuerdas se detienen y las puertas se abren y ambos salen de allí para dirigirse hacia la puerta de la izquierda.

El rubio consigue sus llaves en sus bolsillos, abre sin más preámbulos y le dedica cierta mirada avergonzada que provoca que a la morena se le curven ligeramente las esquinas de los labios.

—Disculpa el desastre, Vénus— Se excusa tan pronto entran. —He estado ocupado últimamente y mi hogar representa lo mismo que mi mente; un caos en estos tiempos.

Amélie echa entonces un vistazo y por un segundo piensa que no es realmente un desastre, llega incluso a compararlo con su propio piso, que de hecho si resulta ser un completo desorden cuando sus crisis han estado más presentes, más frecuentes. Respira, y se fija en el montón de fotografías instantáneas que hay regadas en el piso, y termina alzando las cejas cuando ve el montón de flores y cristales en el suelo, junto a un charco de agua y una mascota que espera pacientemente sentada en el suelo por su dueño.

El señor Rinaldi no parece haberse dado cuenta todavía, pero en el instante en el que despega los ojos de Amélie y se da cuenta de su florero roto, un profundo jadeo escapa de sus labios ante la impresión.

—Petunia— Llame, la incomodidad reluciente en su tono, en la forma en la que aprieta los dientes al pronunciar su nombre.

Se acerca rápidamente al animal y cuando Amélie cree que va a regañarla por lo que ha hecho, se sorprende ligeramente cuando lo ve revisarle las patas con una expresión de preocupación sincera en el rostro. Y le impresiona, el hecho de que para él resultara ser tan fácil el ignorar las fotografías que están en el piso y que corren el riesgo de haberse estropeado, que no dijera absolutamente nada acerca del florero destrozado que ya no tiene reparación ni arreglo.

En cambio, abraza a Petunia contra su pecho mientras le acaricia el lomo, y a Amélie se le derrite un poco el corazón al darse cuenta de lo mucho que él la quiere.

—De verdad que lamento todo el ambiente, Vénus. Petunia todavía está aprendiendo a quedarse sola— Le dice a modo de excusa, sacándola del breve pensamiento de cómo le gustaría ser así de querida.

—De verdad que no es un problema— Murmura, medio ausente una vez más, porque observa como el cabello rubio y brillante le cae en mechones finos y rizados por el rostro cuando ha agachado la cabeza para apoyarla en el cuerpo de Petunia, sin dejar de acariciarla, dejándole alguno que otro beso cariñoso de paso.

Y no es la gran cosa, no es un acto solemne ni nada por el estilo. Sin embargo, y quizás, sólo quizás, Amélie cree haber caído en amor por el fotógrafo en ese mismo instante.

Body art [#2] | ✓Where stories live. Discover now