seidici

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Mientras Amélie continúa con el almuerzo, en silencio y con las mejillas enrojecidas, el señor Rinaldi en algún instante se excusa para ir a buscar su cámara instantánea, murmurando algo que ella no consigue escuchar porque está demasiado ocupada preguntándose para que la necesita. Sin embargo, se entera de que evidentemente es para inmortalizarla cuando regresa con el aparato colgando del cuello.

Por un segundo tiene ganas de pedirle que no lo haga, porque tiene la creencia de que su apariencia ahora mismo no es la mejor de todas y que realmente no vale la pena el desperdiciar aquellas tarjetas instantáneas en ella cuando definitivamente podría utilizarlas en algo muchísimo mejor. Pero se mantiene callada, y actúa como si los malos pensamientos no le estuvieran carcomiendo el alma con cada captura que el fotógrafo toma de ella, guardando esos recuerdos y sus acciones en aquellas pequeñas tarjetas que se revelan a los pocos minutos.

El señor Rinaldi parece estar gozando con todo el asunto de plasmarla hasta la eternidad, porque tiene esta enorme sonrisa en sus labios cada vez que ve una de las imágenes que ha dejado encima de la mesa, apreciando la belleza natural que Amélie posee con encanto, tan simple, preciosa. Y es que a sus ojos, aquella mujer carga consigo un atractivo divino y está sinceramente encantado con la manera en la que su pelo rizado deja los mechones al aire, tan castaños como la miel, tan libres como el viento, resaltando el oscuro de sus ojos que la delatan en todas y cada una de sus emociones cuando ellos realmente son la ventana de su alma.

La fotografía una vez más, justo cuando se aparta un mechón de cabello del rostro y se lo oculta detrás de la oreja, y aprovecha la presencia de Petunia, que curiosamente mira a Amélie, probablemente con la misma adoración que el rubio está sintiendo por ella a cada segundo.

Sonríe para sí mismo cuando comprende que su mejor amiga aprueba a la mujer que se le está metiendo por los ojos hasta llegar a sus entrañas y apoderarse de su corazón sin remedio ni deshechos, en la inconsciencia cuando ella no parece tener la más mínima de las ideas.

Deja la cámara a un lado en algún instante, y terminan de almorzar. Las fotos de Amélie y Petunia quedan regadas por el suelo junto a las demás, porque el señor Rinaldi goza del tener su trabajo por todas partes, a cada espacio que va porque piensa ir le sirve de recordatorio sobre la belleza que logra capturar en cada una de esas tarjetas.

Espera que a Amélie no le moleste aun cuando ella no parece tener intenciones de hacer ningún comentario, y ambos se levantan de la mesa para llevar los platos de vuelta a la cocina. El señor Rinaldi se deshace de los restos en su porcelana, mientras que Amélie simplemente coloca el suyo en el fregadero porque no hay rastro alguno ni del recuerdo de la pasta cuando se lo ha comido todo.

Tiene intenciones de enjuagar el cristal para que la salsa blanca no se le pegue, pero la voz del fotógrafo llega a sus oídos rápidamente y la detiene.

—Deja eso ahí que yo lo hago más tarde— Le dice, toma su mano y se la lleva a los labios, plantando un beso en el dorso de la misma manera en la que ya lo ha hecho antes en ese mismo día. —Ven conmigo, Vénus preciosa.

A Amélie se le revuelven las tripas al escuchar el tono que emplea para decir aquellas últimas palabras, con este volumen tan bajo, rasposo, tan exquisito que ahora la morena trae consigo esta excitación provocada por la sola presencia del artista, que la hace caer rendida en una especie de fantasía en donde él la lleva hacia el mueble color café que está en la sala, llevando consigo las copas de vino que han dejado en la mesa, rellenándolas con la misma sencillez con la que Amélie se sonroja aun en la tenuidad de su piel.

El señor Rinaldi le hace un gesto con la cabeza y aquel par de orbes azules la miran con atención.

—Ven— Le dice en aúna indicación murmurada.

Amélie se desliza en el sofá para quedar un poco más cerca de él, pero se lleva la sorpresa de la mano del rubio, que se cuela en su cintura y la empuja hacia él lo suficiente como para colocarla en su regazo de una buena vez.

La muchacha entra en una especie de pánico en donde su corazón late con tanta fuerza que cree que se le va a salir en un instante, y la cabeza se le llena de estos pensamientos en los que se llama a sí misma completamente obesa y que el señor a Rinaldi se daría cuenta de ello y la haría pasar por esta terrible vergüenza que quizás serviría como motivación para por fin acabar con lo que lleva de vida.

Sin embargo, y cuando hace el amago de querer ponerse de pie, el fotógrafo mantiene el agarre de su cintura firme contra ella, manteniéndola en su lugar, cerca de su pecho, permitiéndole acomodar la barbilla en su hombro y restregar la mejilla contra su piel.

—Resta con me— Susurra, ligeramente apoyado en ella, acariciándole con suavidad la esquina de la casera por encima de la ropa. (Quédate conmigo)

A Amélie se le ponen los vellos de punta al oírlo y los párpados se le caen cuando su cuerpo reacciona ante aquella nueva caricia.

Y se queda, bloquea su mente por completo para evitar todas esas voces que jamás tienen nada bueno para decir y se queda con él , y entre breves silencios y varios murmullos se toma aquella copa de vino en su compañía, como si fuera algo de todos los días esta situación de él mirándola con la más pura de las adoraciones y ella, sentada en sus piernas con un pequeño deje de confianza y relajación.

Amélie piensa que aquel momento podría acabarse pronto y que quizás nunca vuelva a suceder, así que, en una especie de acto de valentía que no sabe de donde en el mundo es que saca y que probablemente se debe al licor que ha estado consumiendo, lo mira a los ojos increíblemente azules y lo besa.

Lo besa con fuerza, sosteniendo su nuca, como si en el atún momento el señor Rinaldi se fuera a desaparecer de entre sus manos como un espejismo, y quizás es por eso mismo que se aferra un poco más a él, sintiendo como el corazón se le desborda en el pecho cuando él le devuelve el beso de la misma manera, moviendo sus labios contra los suyos de la misma forma, con un poco más de pasión de por medio.

Un tarareo retumba en su garganta y cuando los pulmones le arden en un aviso, se aparta un poco de ella, llevándose conmigo él labios inferior de la muchacha cuando se lo muerde con suavidad.

—Señor— Jadea inevitablemente, sin aliento, con los ojos cerrados ante el anhelo que conserva su espíritu por él aun cuando todo es demasiado precipitado.

—No me llames señor, Vénus— Le susurra, casi con la voz arrastrada, rozándole la boca con cada palabra, con los sentidos enfocados en su milagrosa presencia, —Llámame Luke, nada más.

Y esa petición es suficiente para volverla a besar, atrapando su boca con la misma fiereza de antes, abriéndose paso con la lengua entre sus labios tan solo para explorar el contorno de su cavidad interna y recorrerlo con parsimonia eterna. Se deleita con el sabor del vino en sus labios y quizás se adentra tanto en el momento que no se da cuenta cuando su propia mano se empieza a deslizar por debajo de la camiseta de la morena, haciendo contacto con la piel de su cadera, pero Amélie si lo siente, y abre los ojos de repente al mismo tiempo en el que se aparta de él y se pone de pie tan rápido que casi se cae.

El fotógrafo se alarma y Petunia aparentemente también, y cuando sus ojos azules se fijan en el brillo quebrantado que habita en los de Amélie, sabe entonces que ha sobrepasado lo que parece ser un límite.

—Vénus— Murmura, con la intención de disculparse por sus acciones indebidas.

Amélie abre la boca para hablar, pero de alguna forma sabe que si dice algo, cualquier cosa, puede echarse a llorar. Y solo puede pensar en la inminente vergüenza que siente ahora, porque él realmente la ha tocado, ha sentido toda su masa en exceso, ha percibido la asquerosidad de anatomía que ella piensa que carga y que es espantosa.

—Y-Yo, yo tengo que irme— Balbucea como puede.

Es bastante rápida al recoger sus pertenencias, y es terriblemente doloroso como le da una última mirada destrozada antes de salir por la puerta con velocidad increíble, casi como si pareciera asustada. El fotógrafo se deja caer en el mueble aun cuando no tiene idea de cuando se ha levantado exactamente, y suelta un largo y pesado suspiro antes de bajar la mirada hacia el suelo y encontrarse con una de las fotos que le ha tomado a Amélie.

El corazón se le quiere caer del pecho cuando la mira.

Qué belleza tan rota.

Body art [#2] | ✓Where stories live. Discover now