ventiotto

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Para cuándo la cena termina y Amélie tiene la seguridad de que las personas han dejado de mirarla mal por su aspecto, cosa que está completamente en su cabeza y que definitivamente no sucede, el fotógrafo le propone un pequeño paseo o turno, alegando que la noche es lo suficientemente encantadora como para no desperdiciarla por ahora. Así que, con todas las ganas de hacer sentir bien a su nueva amante, la toma de la mano y la lleva consigo por las calles italianas, esas que ella ya conoce pero que se sienten como nuevas a su lado.

El artista le cuenta varias anécdotas de su infancia, haciéndole preguntas constantes sobre la suya para escuchar su voz, buscando una conversación en la que se sintiera cómoda aunque sea un poco. Ya se ha dado cuenta de lo callada que resulta ser Amélie, lo introvertida que puede llegar a ser si alguien más no toma la iniciativa, y piensa que ella tiene tanto por ofrecer, y que quizás se cohíbe más de lo que debería por aquella terrible percepción que tiene de sí misma, que solo logra hundirla y marchitarla un poco más cada vez.

Le gustaría poder tener una soga para que ella pueda sostenerse sin quebrarse, para tirar de ella y sacarla de aquel hoyo en el que claramente se encuentra con tal de salvarla, mostrarle la parte agradable del exterior, ese que está lleno de alegría y oportunidades a pesar de los malos momentos, ese que es a su lado y no importa nada además de ellos.

Y quiere tantas cosas que ni siquiera sea por dónde empezar, y solo le queda respirar con suavidad hacia la luna, soltando la mano de la morena para poder abrazarla por los hombros y acercarla a su costado.

En algún instante de su paseo se encuentran con un hombre que va tocando la guitarra, de esos que muestran su talento. Cambio de un poco de dinero para sabrá el cielo qué propósito. Se detienen sin poder evitarlo, y la melodía de balada es lo suficientemente agradable y contagiosa como para que el artista tenga el impulso de sostenerla por la cintura, guardarla en su pecho y balancearse suavemente al ritmo de aquella dulce canción.

Hay una sonrisa en el rostro del guitarrista que Luke nota sin recelo, mientras sus cuerpo van y vienen, pecho contra pecho, y las manos sostenidas mientras una ligera curva de labios adorna sus comisuras, y hay amor por esos lados, se desprende ellos como vibraciones que se mezclan con el viento, que recorren sus venas, y entrañas y arterias, que se escurren por sus órganos, sus moléculas; ellos.

El fotógrafo la besa cuando la canción se termina, y deja un par de billetes que sirven como agradecimiento. Felicita al hombre por su talento y se lleva a Amélie consigo.

Se les va la noche en el resto del paseo, la luna es su mejor acompañante y en algún instante se detienen en una floristería ambulante, en donde le compra a su amante un tulipán amarillo que la deja sin aliento y la deja desprevenida. Y hay algo en esta creación de recuerdos que hace que el corazón se le agite en el pecho y tenga estas ganas de que estos momentos sean tan eternos como la palabra lo puede re.

Sin embargo, llegan inevitablemente al departamento del señor Rinaldi, quien todavía tiene todas estas fotografías tiradas en el suelo como recuerdos. Amélie sonríe con suavidad mientras aprecia cómo el artista se coloca sobre sus cuclillas para recibir a Petunia, que le llena el rostro de lamidas que sirven como besos de bienvenida. Resulta ser una verdadera maravilla el apreciar una escena como esa, y se le hace un poco inevitable el hundir los dedos en aquellos rizos dorados.

El rubio ronronea al sentir las yemas contra su cráneo, en caricia dulce y lentas que le llenan el corazón sin remedio.

Se incorpora con rapidez y le abraza la cintura al mismo tiempo en el que le llena la boca de besos.

—Nos queda el resto de la noche, un rollo completo de fotografías y una botella de vino en la nevera— Murmura por encima de su piel, con una sonrisa. —Prometo hacerte el amor estando un poco ebrio.

Body art [#2] | ✓Where stories live. Discover now