Deici

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Amélie termina su baño, con la vergüenza y la decepción a flor de piel de una manera casi castigadora. Todavía se encuentra sensible en cualquier parte del cuerpo que sus propias manos, pintadas como las del fotógrafo, han recorrido. Deja escapar un suave suspiro cuando pasa la toalla por su cuerpo para secarse la humedad, y evita cerrar los ojos al ser plenamente consciente de que si lo hace pensará en él, y debe dejar aquello antes de que termine peor de lo que ya parece ser.

Sale del baño envuelta en la toalla, busca su ropa interior en la habitación y decide que es momento de cenar. Esta vez no tiene ganas de quedarse sola en su pequeño departamento como suele hacer todas las noches, y de cierta forma anhela tener alguna especie de compañía, de cualquier tipo, aún cuando sea externa a ella.

No tiene muchos amigos, en realidad no conserva ninguno, y es posible que se eche la culpa a sí misma por ello en lugar de comprender que la inseguridad está tomando demasiado poder en su vida.

Se resigna indudablemente y se viste con el pensamiento de que puede salir e ir al mismo restaurante de siempre. Se alista en silencio, en uno tortuoso que le pesa en los hombros y la agota en exceso. Toma su bolso con todo lo que necesita dentro y agarra sus llaves antes de salir del piso.

Camina por las calles italianas, siente que la gente la mira de arriba a abajo y quiere no pensar en ello, de verdad que sí, pero lo hace y con cada paso que da se siente cada vez más pequeña, diferente, inútil. Le lleva mucho esfuerzo el no echarse a llorar ahí mismo, y es una verdadera suerte cuando llega al local de comida más rápido de lo que se espera.

Se apresura a conseguir una mesa desocupada, y solamente cuando ve a Marco se percibe a sí misma un poco más aliviada. Le dedica una suave sonrisa al muchacho en cuanto sus ojos se posan sobre ella y Amélie agradece el gesto que le hace para indicarle que ya va a atenderla.

Respira, sus ojos se pasean por la cantidad de personas que hay en esa noche y se pone tensa. Hay más clientes que de costumbre, algunos se encuentran de pie probablemente esperando una orden para llevar, y otros ocupan mesas con sus parejas o familiares o amigos, como ella, solo que a diferencia, ella no tiene a nadie que la acompañe.

Baja las manos a su regazo, mira a todas las partes del suelo y trata de ignorar el sentimiento de tristeza y soledad insistente que le está empezando a abordar el pecho.

Y piensa, qué difícil es cuando nadie la quiere.

Alza la mirada brevemente y siente el alivio recorrerla cuando Marco la está mirando y le hace un nuevo gesto con la mano para que aguarde. Amélie tiene paciencia, porque lo ve atendiendo a otras personas y no le molesta esperar, aun cuando siente esta ansiedad por ocupar su boca y sus manos, por llenar su estómago hasta que la sensación nauseabunda que tiene en alguna parte se desvaneciera o tuviera que vomitarla a la fuerza.

Amélie tiene un serio problema, y no se encuentra segura de poder admitirlo.

—Ti dispiace se mi siedo?— Cuestiona alguien a su lado, sacándola de aquellos oscuros pensamientos que le han poseído la mente.

Los ojos se le abren y su cuerpo se tensa nervioso cuando reconoce aquella voz, por supuesto que lo hace. Se relame los labios y entonces alza la mirada tan solo para encontrarse con él, con Luke Rinaldi, aquel fotógrafo que ha estado en sus fantasías secretas hace menos de media hora.

Amélie puede sentir cómo el bochorno le sube directo al rostro y le cuesta tantísimo el conseguir que sus palabras no salgan en un balbuceo.

Falla miserablemente.

—Huh, n-no. No, puede sentarse— Murmura en una respuesta y se muerde el interior de los labios para evitar decir algo más, algo como que luce guapísimo con el cabello peinado hacia atrás, o que la ropa negra que lleva lo hace lucir más alto, más divino, más celestial, y que provoca que sus ojos azules resaltan increíblemente en aquella noche, y que su perro es lo más bello que ha visto después de él.

Y no, Amélie definitivamente no puede saltar con ninguna de esas confesiones, y aunque quisiera, no tendría nunca las agallas para algo como eso.

Sin embargo, él sí parece tenerlas.

—Te ves bellísima, Vénus— Comenta al mismo tiempo en el que ocupa la silla que está enfrente. Suelta un suspiro esperanzador mientras acaricia la cabeza de su cachorro, que mueve la cola con más ánimo que cualquiera. —La luz de la luna te está reflejando la mejilla y no puedo evitar pensar que eres una diosa. Si lo eres en secreto puedes contarme, prometo no decirle a nadie.

Amélie aguanta la respiración por un segundo y se obliga a sí misma a menear la cabeza en una negación.

—No soy una diosa, señor Rinaldi.

El fotógrafo le sonríe lentamente, casi con malicia, pero Amélie está un poco segura de que detrás de aquella curva no hay nada malo.

¿Qué secretos oscuros podría guardar un fotógrafo al que todos le conocían la vida?; Muchos, ciertamente, pero por alguna razón piensa que es imposible que tenga alguno.

—Es un lindo perro, ¿cómo se llama?— Se atreve a cuestionar, porque el silencio le pita en los oídos y aquella mirada azulada sobre ella la hace sentir tensa, incómoda incluso.

Y lo cierto es que solo quiere saber por qué está sentado con ella, con una persona como ella.

—Su nombre es Petunia— Sonríe ampliamente, como si le alegrara la pregunta. —¿Te gustaría acariciarla?

La forma en la que el fotógrafo la mira y le brillaron los orbes la deja muda, nadie nunca la ha visto de esa manera, como si estuviese encantado, hipnotizado por ella, como si la adorara y no tuviera ningún otro motivo para que sus ojos estuvieran todavía colocados en sus cuencas.

Amélie asiente sin dejar de observarlo, aturdida por lo peculiar que parece ser todo. Petunia se acerca a ella, con la lengua afuera y varios jadeos de por medio. Amélie se inclina hacia el lado y le acaricia la cabeza y por debajo de la mandíbula con ambas manos.

Petunia parece disfrutarlo, porque se acerca más a ella y no deja de mover la cola de un lado hacia el otro con entusiasmo.

Y Amélie quiere concentrarse en ella, de verdad que sí, pero la pregunta que ronda por su cabeza le molesta y le pica y la perturba.

—Disculpe si soy insolente, señor. Pero ¿qué está haciendo aquí... conmigo?— Inquiere con suavidad, sin dejar de mirar al animal porque no se cree capaz de sostenerle la vista por nada del mundo.

El fotógrafo se acaricia el mentón y se relame los labios antes de responder.

—No he podido dejar de pensar en ti.

Y Amélie no sabe cómo, ni por qué, pero su vista se nubla y la manera en la que alza la cabeza para verlo es tan rápida que todo se vuelve negro de repente, y aquellas palabras solamente retumban en su cabeza con más fuerza de la que puede soportar.

Body art [#2] | ✓Where stories live. Discover now