ventuno

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Cuando Amélie regresa a casa, se siente lo suficientemente cansada como para siquiera llegar a pensar en llorar un poco más. La tristeza que la abarca en esos momentos es exhaustiva y ciertamente no carga con las fuerzas necesarias para hacer más nada que no sea recostarse en su cama y pasar el resto de la noche allí, durmiendo o simplemente evitando pensar.

Suelta un profundo suspiro y sabe que, si hace el suficiente silencio, todavía puede escuchar la voz del señor Rinaldi pidiéndole un beso, como si le gustaría sentirse querida alguna vez.

Y quizás eso es lo que ella más desea en todo el mundo, ser amada, tener a alguien que la anhele, llevar consigo esa capacidad de amor propio que llegara incluso a desbordarse de sus entrañas y un poco más. Quiere sentirse tan amada por el fotógrafo que puede incluso llorar una vez más. Y lo hace, se derrumba en medio del pasillo mientras siente cómo su llanto se parece a un río incontrolable de emociones llevadas por aquella corriente de tristeza profunda.

Es realmente deprimente. Amélie lo es, lo sabe. Y es más la vergüenza de echarse a llorar como una completa tonta que el doloroso sentimiento que abunda en su pecho en sí, porque eso lo siente todo el tiempo, a todas horas, mientras que los bochornos prefiere evitarlos porque aún no está del todo acostumbrada a lidiar con ellas.

Un suspiro tembloroso escapa de sus labios cuando endereza el cuerpo y se seca las lágrimas con las palmas de las manos en un rápido gesto y vuelve a respirar con la intención de calmarse. Lo consigue, o algo así, le lleva varios segundos el contener el llanto pero eventualmente lo logra, lo cual es bueno, o al menos eso es lo que dice. Ha sido un día pesado para ella, no hay la menor duda de ello, y aunque el fotógrafo ha contribuido para que existieran partes que fueran relativamente buenas, Amélie no cree que haya sido suficiente.

Arrastra los pies hacia su habitación, encendiendo la luz al pasar por la pared, se quita la ropa quedando solamente en la interior y evita a toda costa el mirarse en el espejo. En alguna otra ocasión se habría parado delante de él, se habría acariciados las partes abultadas en la piel, esas que tienen todo este exceso de masa que no soporta, y se miraría con pena y desgracia, y luego se miraría el rostro empapado de lágrimas tan solo para romperse un poco más. Sin embargo, hoy no tiene ganas de ello cuando sabe que se ha roto lo suficiente.

Se mete al baño, abre el grifo para llenar la bañera, y se sienta en la tapa del inodoro a esperar. Junta los párpados por unos segundos para no pensar, y un suspiro pesado escapa de sus labios cuando el timbre del departamento resuena en todo el lugar. Se pone de pie, cierra la llave para que el agua no se desborde y se consigue una camiseta ancha para cubrir su desnudez parcial, sin prestarle demasiada atención al hecho de que no está usando pantalones y que la mayor parte de los muslos le queda al descubierto, porque se dice que, si quien sea que esté detrás de la puerta llega a sentir repulsión, nunca sería tanta como la que ella siente por sí misma.

Camina hacia la entrada con pesar, abre la puerta casi con desgano y las cejas se le alzan al darse cuenta de que se trata del señor Rinaldi, quien sostiene un ramo de tulipanes amarillos en una mano y una bolsa de lo que parece ser comida en la otra, junto con la correa que mantiene a una Petunia sentada a su lado. Amélie baja la mirada hacia la mascota, que luce contenta de verla mientras mueve la cola con alegría energética, y es preciosa, y llega incluso a sacarle una diminuta sonrisa que el fotógrafo nota.

De esa misma forma, también se da cuenta de la manera en la que está vestida, y no puede evitar recorrer con la mirada lo que aquella camiseta ancha en exceso le ofrece al descubierto. Se fija en sus muslos, delicadamente rellenos, de un color marrón claro tan brillante que podría incluso brillar contra el beso del sol, y de pronto tiene esta absurda comezón en la punta de los dedos que le hace saber lo mucho que quiere tocarla. Se muerde el labio inferior y se contiene, porque aquella visita es solo para asegurarse de que se encuentra bien y, tal vez, pasar el tiempo juntos una vez más en una cena que no está de más.

Las flores son solo un regalo, algo para encantarla aunque sea un poco, hacerla sentir mejor, querida incluso.

—Señor Rinaldi— Murmura, sacudiendo la cabeza casi de inmediato cuando recuerda su petición anterior acerca de cómo le gustaría que lo llamara por su nombre. —Es decir, Luke. ¿Qué haces aquí?

A pesar de que la pregunta no es demasiado convencional, Amélie se hace a un lado para permitirle que entre al interior de su piso.

—Me partió el alma verte llorar hoy, y no me he podido permitir dejarte sola mucho tiempo— Confiesa, como si fuera lo más simple del mundo, como si el gesto no tuviera demasiada importancia. —Así que se me ocurrió venir, traer algo de cenar, charlar contigo hasta que se haga muy tarde y el sueño te gane, y así sabré que el día de hoy no ha sido tan triste como lo ha parecido.

Amélie cierra los ojos por un instante, y piensa en que él en serio es maravilloso, tan bueno, increíblemente guapo y fascinante. No lo merece, pero lo adora como a nadie ahí en aquella rapidez y eso sólo la hace sentir mal, aunque no tiene idea de por qué, solo así se siente.

El señor Rinaldi parece darse cuenta, porque deja la bolsa de comida sobre la mesa redonda del centro y le pasa las flores, aprovechando para acercarse a ella y regalarle una suave caricia en la mejilla. Amélie sostiene los tulipanes e inclina ligeramente el rostro ante el tacto.

—Yo, no sé qué decir— Murmura con honestidad, porque no sabe qué es lo que está esperando de ella.

—No hay nada que decir, Vénus. El silencio en tu compañía es más que suficiente.

Hay un tarareo que flota en el aire cuando el fotógrafo le acaricia el mentón a la morena con la punta de los dedos, y aunque Amélie tiene los ojos puestos en alguna parte del pecho del rubio, todavía puede sentir su mirada, aquellos ojos azules sobre su rostro, su cuerpo, esa belleza que posee. Por un momento se siente algo incomoda, pero permite que aquella mirada suave permaneciera sobre ella sin malas intenciones ni disturbios.

—¿Por qué no llevas pantalones?— Se atreve a preguntar, con este temor latente en su pecho ante el hecho de que Amélie se apartara de él y cayera en aquel pozo lleno de luchas internas.

La vergüenza la abarca, pero no se aparta. En cambio, llega a tener esta extraña necesidad de ocultarse en su pecho, refugiarse entre sus brazos.

Sacude la cabeza y se pasa la lengua por los labios.

—Iba a tomar un baño hasta que llegaste.

Una sonrisa se desliza en los labios del fotógrafo, que se siente suertudo de haber llegado justo a tiempo.

—Bueno, entonces ¿qué te parece si cenamos y luego tomas aquel baño?— Inquiere con suavidad, con este tono de voz tan bajo que la voz llega a arrastrársele incluso. —Prometo tener temas de conversación para cuando estés del otro lado de la puerta.

Un cosquilleo le recorre la espina dorsal y termina moviendo la cabeza en un asentimiento.

Tal vez, la noche no terminará tan mal como había pensado.

Body art [#2] | ✓Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz