venti

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Amélie suelta un largo suspiro mientras su mejilla se encuentra descansando en el hombro del fotógrafo, y la taza de café que alguna vez estuvo entre sus manos ahora reposa en la mesita de centro, tan vacía como ella por dentro. El señor Rinaldi va acariciando su espalda en silencio, por encima de su camiseta, asegurándose de no tocar aquellos puntos que ponen a Amelia de los nervios, esos que aún no conoce y que tiene la esperanza de ir aprendiendo con toda la paciencia que carga.

Cree que con el tiempo va a saber más cosas sobre ella, sobre lo que hay en su cabeza a cada momento y por qué la hacen sentir de la manera en la que lo hacen, y es que al artista le resulta tan, pero tan difícil aquella situación, el ver como aquella chica de belleza sublime no conserva ni una sola pizca de aprecio propio lo hace sentir devastado porque no considera que es justo para ella, que merece mucho más que malos sentimientos y el dolor de estar en su propia piel.

Lo daría todo, desde su dinero hasta sus bienes materiales, desde su oxígeno hasta su corazón y su alma, todo con tal de que Amelie no tuviera que seguir en aquel tormento, ese que se le nota en la cara, que grita más alto que ella, que él comprende totalmente cuando sabe lo que es tener una voz ruidosa, ensordecedora en alguna parte de su cabeza, repitiendo todas esas falsedades, insistiendo en pensamientos erróneos tan frecuentes que en algún momento parecen convertirse en una realidad.

Y le hace sentir impotente él no poder callar aquella voz con un chasquido de dedos, que Amélie por ahora tenga que pasar por eso cuando la única arma que tiene es el cariño, y el amor, y espera que aquello sea lo que necesita porque de lo contrario tiene las manos vacías.

El señor Rinaldi no tiene mucho más que un corazón sensible y devoto que ofrecer, y aunque parece demasiado pronto y absurdo, quiere dárselo a la morena, a Amélie. Sin embargo, tiene presente que primero debe reparar el suyo, y que esa tarea probablemente sea demasiado complicada cuando ella se encuentra demasiado cegada, increíblemente ignorante a la realidad de las cosas, al hecho de que todo es demasiado simple y que ella es tan bella como un diente de león siendo acariciado por la brisa hasta hacerlo volar.

Hay un silencio inminente en aquel estudio, las manos del fotógrafo todavía le recorren la espalda con ternura, tranquilidad absoluta, y el silencio resulta ser reconfortante de cierto modo, aun cuando él siente que puede explotar en ese coraje que burbujea en sus entrañas cuando considera que no es justo, y sólo puede preguntarse cómo es que las mejores personas son las que más peso llevan en los hombros.

Se cuestiona cómo es que Amélie puede lucir tan destrozada.

Y lo cierto es que no la conoce, a pesar de estar desarrollando estos sentimientos y este afán desconcertante por su compañía, no sabe de ella con certeza, pero aun así tiene estas pequeñas pistas sobre su persona porque Amélie resulta ser la persona más transparente que ha visto nunca, con unos ojos oscuros que son capaces de revelar hasta el más violento huracán, y la brisa más suave y tierna en toda la existencia. Y puede verlo, es capaz de ver cómo en esos instantes ella está devastada, y se le nota en la cara, en el silencio.

Es injusto, para él, para ella. Y solo quiere mantenerla allí, en su pecho, con la mejilla en su hombro o hundida en su cuello, y quiere tanto presionar los labios en su frente, en la esquina de su rostro, enseñarle que puede amarla tanto, tantísimo que aquel sentimiento terminara por desbordarle del cuerpo y no tendría más remedio que darlo a los demás, a él.

Anhela mostrarle cada rincón de belleza que posee, que un poco de piel no es el fin del mundo, que su figura es de las más preciosas que ha podido presenciar aun cuando no la ha visto por completo.

—Mírame, Vénus— Pide en un murmullo suave, llamando la atención de la muchacha, que se aparta con aparente obediencia y lo ve con aquellos ojos quebrantados y los nervios brotando con cada respiración que da.

El señor Rinaldi la observa con detenimiento, y guarda en su memoria cada rasgo de su rostro, cada pequeñez que conserva en su cara, en su preciosa apariencia. Le acaricia la mejilla con la punta de los dedos, navegando por el océano de sus pómulos, rozando debajo de sus pómulos, apreciando como Amélie se llena los pulmones de aire con profundidad notoria en una reacción al tacto, su piel recibiendo la caricia con gusto y tanta timidez que le gusta, ella entera le gusta. Así como está, no más delgada, no más arreglada, le fascina sencilla y clásica y ella.

Y hace tiempo que no siente lo que se encuentra brotando de su pecho, que no percibe ese enamoramiento repentino por aquella mujer que no parece tener ni la más mínima idea de lo que es el amor propio. Y quiere mantenerla entre sus brazos, porque es demasiado pronto para quererla de esa forma, pero no puede negarlo, no puede escapar de ello cuando es algo que lo está recorriendo de pies a cabeza.

—Bésame— Le pide de manera desprevenida, con suavidad susurrada, con un pequeño nudo en la garganta cuando ella lo mira a los orbes. —Hazlo como si te quisieras sentir amada.

Y de alguna forma, Amélie se echa a llorar en ese mismo instante.

Body art [#2] | ✓Where stories live. Discover now