41- Olivia.

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 Cer miraba a todos como si fueran una molestia o como si quisiera darte una paliza, había más veneno en sus ojos que en toda la piel de Kaldor. En una pelea cuerpo a cuerpo estaba segura que ella perdería, Olivia jamás había luchado, al ser la princesa de un reino pacífico ni siquiera sabía sostener un cuchillo para untar manteca.

Pero lo más peligroso de Cer era su lengua, derribaba más objetos que un ariete.

La dríada ni siquiera notó que Olivia seguía con ella. Estaba verdaderamente concentrada en la preparación de la cena, buscaba en el bolso con frenesí, seguramente quería comprobar si la mujer de alas les había empacado especias. Notó que no le pidió ayuda, tal vez había asumido que ella era una princesa inútil y que no sabía cocinar. Estaba un poco en lo cierto, no sabía, pero no se consideraba inútil. Era capaz de muchas otras cosas, cosas que Cer ni siquiera podría imaginar en sus pesadillas.

—¿Te echo una mano?

—Estoy buscando un abrelatas —respondió sin mirarla.

—Podemos abrirla con un cuchillo —sugirió Olivia buscando en el otro bolso—. Sé usar cuchillos.

—Olvídalo.

Cer sujetó la lata con las manos y comenzó a deformar sus dedos, de repente en lugar de uñas le crecían raíces gruesas que, a fuerza de presión, lograron hacer un agujero en el metal y extenderlo lo suficiente como para verter el contenido en la cacerola.

Olivia parpadeó anonadada, nunca había visto a una criatura mágica en acción por algo tan banal como abrir una lata, no pudo evitar sonreír de lado. Cer le devolvió el gesto esfumando un poco el odio de sus ojos, la rabia que pesaba en los hombros de la chica se aligeró.

—Maravilloso —musitó Olivia.

Notó que por los lugares donde había caminado Cer las hojas muertas y ocres estaban un poco más verdes, como si ella las hubiese revivido con su presencia.

Se había relacionado poco con criaturas del bosque, generalmente la mayoría de los sátiros, las dríadas, los duendes, las ninfas, hadas y otros seres mágicos preferían vivir cerca del bosque por lo que no se acercaban mucho a la civilización de Reino. Estaban lejos de la gran ciudad. Lo más decentes eran campesinos, forasteros o vagabundos. Ese grupo marginal era el más necesitado de todo Reino.

Olivia solía relacionarse con magos, brujas o humanos, había pocas criaturas mágicas en las escuelas de élite a la que asistía. Porque aquellas criaturas tenían el bosque en sus venas y no podían quitárselo. Eran holgazanes natos, no conocían el progreso ni el trabajo duro.

Su madre decía que su pobreza se debía a que no les gustaba esforzarse y trabajar en ciudades. Si ellos quisieran ya hubieran salido de ese estado miserable, pero se sentían encerrados con tantos edificios alrededor, por eso no buscaban empleo en las ciudades. Preferían tener el estómago vacío, pero sentirse libres.

A Olivia eso le sorprendía porque Cer parecía odiar el bosque y sin embargo siempre terminaba perdida entre los árboles de Reino o de Sombras. Probablemente su madre le había mentido y las criaturas como Cerezo o Río en realidad no eran permitidos en la ciudad. Jamás lo sabría y, la verdad, ya no importaba. Estaban lejos de su hogar. Ambas.

Cer vertió el contenido de la lata al caldero, hizo una pequeña reverencia e imitó el acento de los barrios ricos de Reino, era una tonada más arrastrada y relajada que la que solía tener ella:

—Oh, querida, los mejores platillos de todo Reino, los tienes aquí, con descuento incluido y todo —formuló con un repentino golpe de simpatía—. A su servicio, la chef Cerezo.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora