70- Olivia.

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 Ambos se marcharon de la casa de Jora caminando lentamente, como dos personas que no desconocen a dónde los llevaran los pasos que tomen, como los individuos de los otros mundos. Otros mundos, ah, tal cual como papá se lo había contado.

 Olivia agarró un atizador que encontró tirado cerca de la entrada, Kaldor cargó la lata contra su pecho y una linterna en su bolsillo. Ambos se fueron con nada más que eso y la mente cargada de recuerdos horribles.

 Tardaron cinco horas en llegar a Ruinas Honrosas. El camino dejaba de hacerse blanco para convertirse en un bosque oscuro, cada roca, cada árbol estaba enterrado bajo un manto de arena negra y fría como la nieve. Olivia tenía una manta raída de la casa de Jora colgando sobre los hombros, con los extremos había hecho un nudo alrededor de su cuello y se abrigaba como si fuera una capa.

 Kaldor fue en silencio todo el camino, a veces acariciando la lata, a veces llorando sin emitir ruido. Olivia también estaba llorando, la muerte de Abbi era como una marea, el dolor siempre se iba para regresar y mojarla en lágrimas otra vez. Creía que nunca se libraría de él y así lo esperaba, superarla sería olvidarla. El dolor era lo único que le quedaba de Abbi y no quería soltarlo.

Podía oler la fragancia a leche de las flores terenosas. El efluvio de los métalos era diferente para cada criatura, algunos decían que su olor era nauseabundo, otros afirmaban que olía a casa, a un amante, a perfumes caros o a sus abuelos. Las flores terenosas llevaban el olor de la última cosa que te había hecho llorar. Así que ella respiraba el aroma de Abbi, estaba en toda la pradera.

—Mira, allá está —Kaldor señaló el horizonte.

A veinte o treinta minutos de caminata se ubicaban las ruinas de una ciudad.

Olivia tragó saliva, no se le ocurría qué podría haber ahí que fuera peligroso. Los edificios de piedra caliza se alzaban machacados por el tiempo, masticados en las flechas por la lluvia, el viento y los años.

Las enredaderas y las hiedras, que estaban hundidas en la roca, se habían secado hace décadas, estaban momificadas. El viento no corría en la ciudad y la nieve negra caía y se acumulaba en las esquinas de las calles adoquinadas, en los marcos de las puertas o las formas de las antiguas ventanas. Solo quedaban los esqueletos de la ciudad, pálidos y a la vez oscuros, como la mirada de la luna. El cielo estaba denso y oscuro, no había sol que predicara un nuevo mañana.

Ya casi había caído la noche cuando llegaron.

Ella se estiró en todo su largo y parpadeó. Lo cierto era que estaba cansada, no dormía desde que habían acampado en el claro, antes de encontrarse con Sillo, hace más de dos días. Los pies le pesaban, los hombros le dolían y tenía los dedos entumecidos de tanto cerrarlos alrededor del atizador. Kaldor, ese maldito bicho raro, estaba fresco como una verdura de huerto.

—Tomemos un descanso —solicitó Olivia, suspirando del agotamiento.

—¿No parece que este lugar está un poco... vacío? —preguntó Kaldor montándose a una columna acalanada derrumbada, girando su cabeza en todas direcciones y analizando la aparición de posibles amenazas.

—Se llama Ruinas Honrosas. Ruinas, animal —bisbiseó Olivia.

—No veo lo honroso.

—¿Qué más esperabas?

—Algo que nos atacara, como todo en Sombras.

Olivia cerró los ojos, se sentó apoyando la espalda en una pared y se cubrió con la manta, la arena negra estaba helada como la nieve y áspera al igual que el hielo. Podía ver su aliento como una nube plateada. Sentía cómo los dedos del pie se le contraían, observó a Kaldor, estaba descalzo y no parecía notar el frío o ser atacado por él.

La noche ya había llegado y era la más oscura que Olivia había visto jamás. Su papá le había advertido, ella traería la oscuridad a Reino. Se abrazó a ella misma, era un gesto que había adoptado los últimos días.

—Pues espera sentado, no creo que venga nada —Inhaló la fragancia de las flores y miró a Kaldor—. ¿Volvemos?

—No —decidió.

—Prende una fogata entonces —exigió.

—¿Acaso soy sirviente tuyo? —preguntó bajándose, de un salto, de la columna.

—Técnicamente soy tu reina.

—Y técnicamente tu vida me pertenece, cerda ignorante, soy tu dueño.

—¡Pues prende una fogata para que no muera de hipotermia, imbécil! ¡Porque no puedo mover mis putas piernas! —ya poco importaba su lenguaje.

Kaldor masculló una maldición y dijo que esperarían una hora más y luego se irían si nada los atacaba. Meneó la cabeza y se marchó dando grandes zancadas, buscando un poco de peligro para sentirse más seguro.

Olivia clavó el atizador en la tierra y la voz de papá azotó su mente «Bien hecho preciosa, estás mejorando tu puntería, tal como te enseñé ¿No te sientes orgullosa de tener mi orgullo?»

Apoyó su cabeza contra la pared helada, suspiró y escuchó el silencio del lugar. Sintió que los ojos se le enturbiaban otra vez, cerró los párpados, se los frotó estresada para no largarse a llorar por Abbi y se entretuvo en encontrar la luna, una tarea imposible con tantas nubes. Imposible, como encontrarse otra vez con Abbi.

Esperaba que algo sucediera o que las cosas cambiaran. Para su suerte así pasó, porque una silueta emergió de la niebla.

Estaba refugiada bajo una capa con capucha que le cubría hasta los talones. Lo único que se lograba ver era una máscara macabra de madera pintada de blanco, con manchones borgoña sobre los ojos, líneas verticales rayando la rendija que representaban los labios y dos ondulaciones que marcaban los pómulos. Era una grotesca imitación de una calavera roja, de la máscara de maquillaje que se ponía la reina o el rey para el Ritual.

Un escalofrío le surcó por la espalda. Era el Sicario, su acosador, el asesino de toda su familia. De Abbi.

Esa persona traía un machete en la mano, lo alzó en dirección a la oscuridad del cielo donde la hoja fue tragada por un segundo para luego descender con velocidad y ser lanzada a su pecho.

Olivia se desplomó sobre el suelo y su abultado vestido la ayudó a aminorar el golpe. La hoja del machete rebotó en la pared y cayó en mitad del camino entre ella y el sicario. Hubo un segundo de indeciso silencio en donde asesino y víctima se preguntaron: «¿Lo harás?»

Ella se propulsó con los brazos y se arrastró rápido hasta el arma, el sicario hizo lo mismo, pero él llegó antes. Olivia retrocedió mientras él blandía el machete como si fuera una bandera. La hoja plateada silbaba cerca de su garganta mientas reculaba.

 Repentinamente Kaldor derribó al sicario. Ambos rodaron por el suelo como una pareja revolviéndose entre las sábanas, gritando y gruñendo.

 Olivia fue por su atizador y la linterna mientras el sicario detenía el ruedo.

 El asesino acabó montado a horcajadas sobre Kaldor, aferró, con ambas manos, la empañadura del machete y trató de enterrárselo en la garganta, pero él le dio un puñetazo en la cara y logró tumbarlo a la izquierda. Un solo golpe de Kaldor bastó para acabar la pelea.

 El hombre aterrizó de rodillas a su lado, la máscara rodó hasta los pies de Olivia.

 El sicario la miró avergonzado. Expuesto. Tenía unos cuarenta y cinco años, cejas gruesas y morenas al igual que su cabello, piel curtida por los años, arrugas de amargura que le rodeaban todas sus expresiones como si fueran un torbellino que las hundiera. Sus ojos eran oscuros y su tez también.

 Olivia sintió que una mano le arrancaba la carótida, la garganta y parte de las mejillas, sentía un sabor amargo en la boca, como el plomo, igual de pesado, igual de perturbador.

—Papá...

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora