28- Kaldor

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 Le hubiera volado la cabeza a Calvin si, por desgracia, él no mostraba su inocencia poniéndose de espaldas y comenzaba a cortar el aire con la daga.

 Había desenfundando la pistola en cuento divisó el filo.

 Guardó el arma otra vez entre su pantalón y su cintura baja, desesperanzado, a esas alturas no podría matar a nadie jamás.

 Calvin no mostró intención de traicionarlos, en su lugar, enterró con esfuerzo la hoja del cuchillo de carnicería, en mitad del aire, por encima de su cabeza. La atmosfera alrededor de Calvin reiló como si se hubiera convertido en agua o un espejismo. A Kaldor le recordaba las ondulaciones que hacían las panzas adiposas cuando recibían un golpe en el esternón. Robin solía decir que al final de la carretera, en los días de verano, se veía el mismo espejismo.

El aire dejó de temblar. Un destello plateado nació en mitad del bosque e iluminó el mango del cuchillo y sus dedos cafés. Al principio fue solo una lucecita, pero adquirió más y más fuerza hasta alumbrar todo el cuerpo de chico y convertirlo en una silueta. Calvin rodeó la empañadura con ambas manos y como si cortara un tapiz descendió con el cuchillo hasta el suelo, abriendo un tajo de destellante luz.

Así se debe tronchar a un animal, pensó Kaldor con fascinación, tomando nota.

Kaldor entrecerró los ojos. No había visto tanta luz desde que estaba encerrado en esa celda aislada donde su única compañía era un inalcanzable foco que lo cegaba cada vez que él trataba de mirarlo, a veces sentía que nunca salió de ese cuarto, y que estaba en una celda más grande, rodeado de focos que cada vez que trataba de acercarse lo lastimaban.

La puerta de luz permaneció abierta y Calvin retrocedió de espaldas hasta ellos, señalando ese... lo que fuera. Estaba tan feliz y radiante como un adicto que encuentra otro arrugado billete para comprarle drogas a los vendedores del pabellón.

—Pasen —indicó con un brazo extendido hacia la hendidura de luz en mitad del bosque.

Medía tres metros de alto y treinta centímetros de ancho.

—¿Por... eso? —preguntó Olivia.

Se veía verdaderamente asustada, pero todo asustaba a Olivia. Calvin asintió con amabilidad y no bajó el brazo indicador en ningún momento. Ella le dedicó una sonrisa entusiasta y confianzuda, que no se ajustaba con su anterior titubeo, su felicidad había salido de la nada. Era como vómito. Vomitaba una alegría fantasma. Desde que la conoció había visto en más de una acción esos sentimientos simulados aflorando en su rostro, como la sonrisa incisiva que tenía en la posada, cuando él la tomó del mentón y verificó si la había lastimado con una bala.

A Kaldor le helaba la sangre.

Ella alzó los pliegues de su pesado vestido, caminó hacia el tajo de luz y lo atravesó como si se metiera por la abertura de la carpa de un circo. Desapareció al igual que una persona es devorada por aguas de un manantial o se oculta en las entrañas de una cueva.

Cer y Río iban a seguirla, pero Kaldor los agarró por los hombros y los jaló en su dirección.

Era el único que no confiaba del todo en Calvin y en la magia, al criarse entre muros de cemento, nunca había visto ese tipo de cosas: guías y portales de luz. Para Kaldor eran leyendas. La amabilidad no existía y los truquitos como esos tampoco.

Le resultaba chistoso que él, leyenda para el mundo de afuera, creyera que el mundo de afuera también era un mito. Vivía en un círculo de perpetuo escepticismo.

Sin embargo, había algo más que originaba su repentina sospecha, no solo se debía a que se había criado en un mundo hostil, rodeado de personas que le temían a sus manchas. Su recelo ascendía desde lo más profundo por culpa de Malo. Reflejo pudo haber mentido, pero también pudo haber dicho la verdad y si había algo que enloquecía a Kaldor era no saber. No confíes en nadie y en nadie iba a confiar. Al menos tenía suerte de no haberse encariñado del sátiro loco y la dríada sensual.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora