60- Olivia

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La puerta de la mansión era de doble hoja, con arquivoltas tan largas como la corona de brazos que tenía el mane pegada al cráneo. La puerta estaba abierta porque solo le bastó empujarla para hacerla ceder. Aunque todo en el exterior fuera blanco, el interior de la mansión conservaba colores como el oscuro marrón de la madera, el lúgubre borgoña de los tapices, la gris capa de polvo y el plateado de las telarañas.

Era espaciosa, a Olivia le recordaba las casas de verano que tenían sus amigas o sus primos lejanos, como Cratos.

Tan lejano era que le hizo esa imperdonable traición. Olivia arrugó el labio de dolor cuando notó que se estaba desollando el nudillo de un pulgar izquierdo con las uñas.

Lo único que había en aquella mansión eran anaqueles de metal con frascos que contenían pintura dentro.

—Aburrido —opinó Kaldor.

Los colores eran diversos, algunos brillantes, otros pálidos, primaverales o pardos, pero estaban protegidos en las extrañas de los recipientes de vidrio. La escalera que conducía a los pisos de arriba estaba bloqueada por bidones con litros de pintura y muebles con latas, barriles y más frascos.

Toda la mansión estaba construida de madera oscura, tal vez roble, se sentía en el interior de una bellota.

Al final del pasillo había una cámara que antes pudo ser un comedor, una sala de baile o una gran biblioteca. Más allá de una chimenea elegante y amplia, la sala estaba desnuda. Únicamente la cubrían manteles manchados que forraban el suelo o trapos amontonados en los rincones. En el medio de todo el caos, se paraba un cuadro enorme. El lienzo era de cinco metros de alto y seis de largo.

Eso era lo que el mane quería que vieran.

Olivia sabía de arte, el castillo real era decorado por los mejores artistas de Reino y ella había posado por horas para retratar a su familia, sobre todo cuando mamá se volvió a casar. Quitaron el cuadro familiar de papá y pusieron uno de Jasper, después de todo, papá no compartía sangre real, era rey el que se casara con su madre.

Sin embargo, nada se le comparaba al detalle que el mane estaba volcando en el lienzo. Era bastante talentoso y creativo con los trazos.

La pintura estaba sin acabar.

La dama del cuadro era una chica de unos veinte años, sonriendo sutilmente, con las manos sobre el regazo, en sus dedos ocultaba un pañuelo en cuya esquina estaban bordadas unas siglas: «G.G» La mitad derecha de su cuerpo estaba sin retratar. Era rubia, humana, de piel pálida, ataviada con un vestido rosado y suntuoso, de seda tal vez, con faldas acampanadas, volados, moños, mangas de encaje y cuello escotado con ribetes. Era un vestido soñado.

Olivia jamás había visto una señora tan hermosa.

«G.G.»

Sus ojos eran verdes y tristes. Del verde que tienen los estanques mohosos o las hojas lozanas de un manzano cuando son atravesadas por la luz del radiante sol.

—Los colores son vida ¿Sabían? —preguntó el mane.

—Sí —respondió instantáneamente Kaldor.

Olivia lo observó desconfiada ¿A qué venía tanto interés por lo colores?

—Yo soy El Colorista —se presentó el mane—. Puedo tomar el color de las cosas, pero les debo conceder algo a cambio. Si quito he de dar. Así que renombro a las cosas, a cambio de que todo lo que cae en mi territorio me dé su color. Almaceno el tono en los frascos y lo uso para recrear el cuadro de mi amada. Cuando acabe con ella volverá a la vida, yo sé que sí.

Olivia dudaba que eso fuera posible, incluso con magia de por medio. Por más hermoso y real que se viera aquel retrato no lograría cobrar vida jamás, los cuadros no se mueven y las fotos tampoco.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora