59- Olivia.

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Esas criaturas se alimentaban de carne cruda, no tenían la gentileza de matar antes, su hambre era impaciente y su apetito voraz. Sí, tan voraz incluso para comerse al repugnante de Kaldor.

Recordaba que en Reino existía una comunidad de cinco manes, era reducida y cualquier otra reina hubiera hecho la vista gorda y los habría ignorado. Pero su madre era tan bondadosa que escuchaba consejos de todos, incluso de Olivia. Su hija le sugirió que no distinguiera entre criaturas o cantidades, para ella todos eran hermosos e importantes.

No había nadie en la tierra que valorara tanto la vida y las criaturas como la princesa, había sido criada para amar.

«Es mejor que se escondan en el boque, querida, a ellos les gusta. Existen escuelas allá con las dríadas, tampoco son completos salvajes. Se educan entre ellos... como pueden. Viven de forma diferente en el bosque. De él subsisten. Que cacen lo que quieran comer y se lo coman a su manera» y ante las insistencias de su hija mamá había replicado «Pero son monstruos, Olivia y son pocos»

«Serán monstruos si nosotros los tratamos así» había respondido su hija.

Mamá les había permitido a los manes vivir con la comunidad, en la capital, sin que fueran marginados, bajo la condición de que se limitaran a comer animales no parlantes. Si cumplían podían gozar de la educación de las escuelas, la formación de las universidades y la salud de los hospitales que ofrecía la monarquía e, incluso, acceder a un puesto de trabajo.

A uno de los manes de Reino la propia familia real se había encargado de buscarle un empleo como vendedor de pescado en un supermercado. Había sido idea de Olivia y su proyecto solidario que incluía proteger a los más discriminados como hombres lobo, manes, gárgolas, ventis y fantasmas.

Sin embargo, dudaba que ese mane salvaje conociera las reglas de alimentarse únicamente de animales no parlantes. Era peligroso, sobre todo porque algunos manes tenían afinidad con la magia.

Olivia bajó del ropero y luego del tren, siguiendo a Kaldor, si algo no iba a hacer era abandonarlo en ese paraje blanco. Jamás podría dejar de ver al prisionero como un monstruo, pero era el monstruo que más apreciaba. Era cierto que la sacaba de sus casillas y que resultara molesto, pero algo incomprensible e indiscutible la obligaba a seguirlo. Era el destino tal vez, la fuente, que le susurraba en su oído y le cocía hilos en las extremidades.

El mane descendió con lentitud la colina donde estaba encajada la vía del tren y aterrizó en un camino que se internaba en la espesura blanca. Estaba nevando, todo era de marfil, el suelo, el metal de las vías, el hielo, los árboles, su corteza, las hormigas que correteaban y las estrellas. No había arbustos, setos o hierbas, los arboles eran centinelas sin follajes, parados melancólicamente ante la noche glacial.

Debería ser la madrugada, no tenían idea de donde se encontraban y ese, sin duda, no era un buen escenario. Si debía morir allí prefería que fuera sin mucho dolor; solo un poco de dolor, para sentir algo antes de irse, para llevarse un trocito del mundo, sin importar cuán retorcido pudiera ser.

Frotándose las manos, siguió a Kaldor colina abajo. El aliento de ella se suspendía en vahos densos. La temperatura había bajado considerablemente, se preguntó cuánto habían viajado.

Olivia tenía tanto frío ¡Y el prisionero estaba descalzo! Parecía que ni siquiera lo notaba. Abrazó a Kaldor en busca de abrigo, le rodeó la cintura y se acurrucó en su pecho. Él en lugar de empujarla la contorneó con su brazo caliente y gélido. La piel de Kaldor caldeaba, pero sus manchas congelaban.

Ambos se detuvieron al principio del camino y miraron a la criatura caminar con parsimonia. Kaldor se aclaró la garganta.

—Disculpe se...ñor —Soltó la palabra irritado como si detestara llamar a alguien por ese apelativo—. ¿Quiere que lo sigamos?

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora