66- Olivia.

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Kaldor no había mentido, su madre estaba en la biblioteca. Exactamente inclinada ante un plato redondo, dorado y bruñido, era una figura de la diosa, imitaba a la fuente. Ahí también había un altar, pero era un nicho reducido con el platón de oro en el centro. No medía más de un metro y estaba ubicando entre los colosales anaqueles. El nicho con la figura la había llenado de seguridad, cada vez que había ido a buscar un libro se había arrodillado y dedicado una breve oración de gratitud. Pero ahora le daba asco. Despreciaba esa cosa monstruosa, que no era diosa ni era mujer, que regurgitaba papeletas como un ave alimentando a sus polluelos, engordándolos para luego deshacerse de ellos y engendrar otros. Vomitaba papeles del destino y se alimentaba de almas ingenuas, temerosas.

Mamá se arrodillaba ante la imagen y bisbiseaba oraciones como toda una sacerdotisa. Era demasiado tarde para creer, las eras de respetar habían llegado a su fin.

Pudo ver su cuerpo esbelto, engalanado con una túnica de seda amarilla, el color que se usaba en los funerales. Llevaba el cabello pelirrojo recogido en un moño.

Olivia arqueó una ceja, anonadada, su madre nunca había creído que la diosa fuera poderosa pero ahora le estaba rezando con expresión atribulada, los párpados hinchados, los labios secos y la piel pálida.

Los guardias la rodeaban abriendo un círculo amplio como un abanico. Al verlos llegar algunos soltaron una exclamación de incredulidad, otros tensaron la espalda y muchos cuadraron los hombros y alzaron armas. No solo por ella, también por Kaldor que continuaba teniendo el uniforme de preso, las esposas en sus muñecas, iba descalzo y sus manchas se agitaban con la velocidad de una licuadora, es decir se veía como un salvaje.

Él los estudió con detenimiento e interés cómo preguntándose qué podía hacerles a ellos, ladeó la cabeza poniéndose creativo.

La oscuridad bajó de él con la velocidad de una bomba, fue lanzadas de la planta de sus pies y trepó serpenteando por las armaduras de los policías y de los soldados de la guardia real. Ellos no gritaron, ni chillaron ni se derritieron. Su ropa se consumió, pero cayeron al suelo inconscientes, dormidos o envenenados. Tampoco los había matado.

Tal vez se debía a que él creía que todos en el castillo eran importantes para Olivia. No lo eran. Solo importaba Abbi, pero ella no tenía tiempo de explicarle eso a Kaldor. Y la verdad, le daba igual.

Mamá se había puesto en pie, abierto los ojos y volteado al escuchar el estrepito que provocaron los soldados. Le temblaba el labio y tenía la mirada inyectada en sangre. Había llorado como nunca antes.

Olivia jamás había visto a mamá llorar. Presenciar su peor momento le hubiera quebrado el corazón si todavía tuviera algo en ese hueco fermentado que había en su pecho. Había una criatura de tentáculos, llamada palpe, que vivía en el río y que tenía ocho corazones, Olivia estaba segura de que si sería un palpe tendría los ocho corazones rotos también y agradecía no serlo, porque con el dolor de uno ya era suficiente.

Avanzó a su madre, acobijada por el dolor, abrazándolo, permitiendo que le susurra ideas horribles en los oídos.

Mamá miró a Kaldor, intrigada y luego a Olivia, se preguntaba qué hacían juntos.

Olivia estaba completamente herida, con un corte grotesco en la mejilla, sucia, desaliñada y actuaba diferente, más valiente y menos silenciosa, ya no era una dama elegante ni una actriz. No había ninguna mueca en el rostro de Olivia, solo odio. Odio denso, puro, letal. El odio de un asesino. Y tan solo había desaparecido cuatro días desde que ella se había ido, tenía la misma ropa, pero no se veía igual, era comprensible que su la reina dudara.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora