50- Kaldor.

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Saltó la sustancia y fue directamente hacia Calvin porque estaba despierto y en peor estado.

Él abrió los ojos, parpadeó coquetamente, pero en realidad se esforzaba por no cerrarlos. Agitaba los párpados. La luz dorada de las velas le alumbraba la mitad de la cara, le daba la sensación de que también le habían hurtado la otra mitad. Sus labios secos y su piel sudada le daban un aspecto enfermizo.

—Kaldor, llévatelos, huye. Déjame.

—No te hagas el héroe, humano —se inclinó junto a la cama y le apoyó una mano en la frente.

Hervía.

—Es mi culpa. Lo siento —gimió del dolor, pero no sabía si era por la agonía que le provocaba la herida, el brebaje o la culpa.

—Deja de mortificarte. El calvito era un enturbiamentes. No fue su culpa. Los engañó.

Calvin agarró a Kaldor de la muñeca con firmeza, casi enloquecido, con la fuerza de un demonio y no la de un enfermo.

—No fui honesto con ustedes. Yo también estoy maldito. Tengo la peor de todas las maldiciones ¡Y los engañé!

—¿Qué?

—Manchas. Manchas negras. Las propago. Las abro. Por eso no debo estar en el mundo real. En la realidad. Por eso me encerré aquí.

—Estás delirando —trató de librarse de Calvin, debía despertar a los demás y largarse de allí, pero el humano no cejaba.

—Yo no soy de aquí.

—Ya sé, eres de lejos.

—¡No! No. Lejos aún es aquí. Y yo no soy de aquí —recalcó.

Su voz sonaba ronca y cuando respiraba se oía un silbido estertóreo, notó que le habían dado una paliza bastante admirable, Kaldor rogó que el antídoto de Sillo hiciera efecto rápido para que dejara de sufrir.

—Yo estaba en casa y la gente de traje vino, vi una mancha y llegué aquí. Me lo advirtió. El hombre me lo advirtió, dijo que me cazarían, que matarían a toda mi familia por mi maldición, pero no escuché. Déjame.

Kaldor logró soltarse de él, se puso de pie y fue directo a despertar a Cer y Olivia. Él no era un jodido terapeuta, ya lo interrogaría cuando llegara la ocasión.

Sacudió el hombro de ambas hasta que despertaron. Olivia parpadeó lentamente y se desperezó, acostumbrada a que, cuando despertaba, no había urgencia alguna, el tiempo era un sirviente suyo también. Por otro lado, Cer se incorporó inmediatamente, alerta y tensa, desenvainó la daga y apuntó a lo primero que vio: su pie. Todos estaban empapados por una capa de sudor perlado, la habitación era excesivamente caliente.

Kaldor agarró los mentones de ambas y los giró hasta sus ojos:

—Tenemos que irnos, princesas.

Le dio un besito a Cer en la frente porque no pudo contenerse.

Ella parpadeó, anonadada. Tragó saliva.

—Lo siento —fue lo primero que dijo.

Él se tomó la libertad de rodearle la cara con las manos.

—Está bien.

Cer meneó la cabeza imperceptiblemente.

—Lo siento. Te fallé. Jamás te hubiese dejado. Te quiero. Y te seguiría a todos lados, hasta te seguiría de vuelta a Reino. Lo siento —repitió—. Espero que algún día puedas perdonarme.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora