23- Kaldor

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 Se había bebido tres jarras de cerveza y continuaba igual de sobrio y lucido que antes. Con molestia esperaba embriagarse un poco, pero ya tenía el estómago lleno, ni una sola gota podría entrar en él.

 Giraba un tarro de aguardiente vacío y observaba con celos a Río que solo necesitó un cuarto de tarro para perder el conocimiento. Acababa de descubrir otra cosa de él mismo, las drogas o el alcohol no tenían efecto en su cuerpo, eran como agua. Tragó saliva, de repente comprendió por qué no había sentido nada cuando a los once le pusieron anestesia para arrancarle una muela, él habría creído que se debía a que no podía sentir el dolor y mucho menos la morfina. Bien, eso era cierto, pero la anestesia debió dormirlo y eso tampoco había sucedido.

 Y el muy fantoche se enteraba siete años más tarde. Agarró el tarro vacío y lo estrelló coléricamente contra la pared, los cristales volaron tintineando en todas direcciones. Le gustaba romper cosas, quería que todo el mundo estuviera tan quebrado como él.

 Lo peor de todo era que su reflejo en la superficie de los tarros estaba deformado, no había espejos nítidos en aquel lugar. Olivia se las pagaría.

 Había esperado tanto tiempo para embriagarse con esos dos idiotas y el único que estaba sobrio era él.

 El cantinero escudriñó el accidente por encima de la barra y con naturalidad, alzó la voz:

—¡Calvin! ¡Limpieza!

—Eres un tarado, hombrecito de mierda —masculló Cer. 

 Continuaba recostada a medias sobre la mesa, había tenido la mejilla apretada contra una servilleta, se alzó torpemente con los brazos, pero su cabeza se movía incapaz de encontrar equilibrio. Clavó los ojos en él. El cabello castaño lo traía como un velo sobre su cara, húmedo y enmarañado. A Kaldor le resultó gracioso.

 —¿Por qué soy un hombrecito de mierda? —preguntó, separando su espalda del respaldo de la silla, sonriendo ampliamente y cruzándose de brazos sobre la mesa, para quedar cara a cara con ella.

 El ronquido de Río los interrumpió, Kaldor infló las mejillas y expulsó el aire por los labios apretados, si la maldición no mataba a ese puto fauno pronto lo haría él.

 Cer demoró unos segundos en responder, asimilando la pregunta, estaba ebria pero su estado de borrachina no era dormirse o convertirse en una juerguista, era sentarse a mirar un punto fijo con aversión.

 —Porque tenías a la perra en tu destino, podrías haberte vengado de esa asquerosa familia real y no lo hiciste —hipó.

 Kaldor le corrió el cabello del rostro con la punta de los dedos porque la encontraba atractiva, pero no dejaba de darle asco el olor a aguardiente que traía:

—Prefería estar aquí —admitió encogiéndose de hombros.

—Cometiste un error —eructó.

 Kaldor alejó sus dedos, pero no pudo evitar reír.

—Sí, ya me di cuenta.

 Un humano de piel color café, cabello rizado, corto y sedoso, ojos enormes, nariz achatada y de metro ochenta, se acercó a ellos con una escoba y una cubeta de esponjosa agua turbia. Estaba vestido con unos pantalones de cuero de un talle mucho más ancho, una camisa de lana arrugada y roja y unas zapatillas desgastadas y negras con una estrella azul en el talón. Sobre su ropa portaba un delantal blanco, o eso había sido antes.

 El humano, Calvin, arrojó la cubeta el suelo, despertando de súbito a Río que se incorporó rapidamente en la silla y miró con sus cansados y enrojecidos ojos, a su alrededor, balbuceando preguntas incomprensibles.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora