84- Olivia.

94 35 60
                                    

 Todo era absolutamente negro, la arena oscura caía del cielo, ya no caminaba sobre tierra solo sobre aquel polvo áspero y renegrido. El viento arreciaba, soplaba inclemente sobre los escasos árboles secos e inclinados.

Pero no había mayor negrura en ese paisaje desolador que en el corazón de Olivia.

Kaldor a cada segundo sugería descasar, muy impropio de él. No le sacaba los ojos de encima a Cer y ayudaba a caminar a Yabal que estaba un poco débil. Y callado.

Él y Cer querían avivar los ánimos, no eran novios, pero al tenerse el uno al otro tenían esperanzas, un poco de alegría. Los ánimos se avivarían cuando llegaran y se encontraran al cambiaformas en Fuente Negra, hasta entonces Olivia no iba a detenerse ni alegrarse.

Es que, vamos, faltaba poco, tan poco, llevaban casi un día andando, la noche estaba por terminar. Notó que las sombras eran menos oscuras y se volvían grises y opacas como la plata oxidada. El paisaje era desalentador, pero continuaron avanzando hasta...

El viento aminoró su velocidad, como si se quedara sin aliento.

Repentinamente las dunas de arena, rodeada de esqueletos de árboles y viejas maderas, desembocó en un claro de loza oscura como la obsidiana. Era hexagonal, parecida a una plaza. Medía cien metros de largo y ancho, las lajas estaban levemente escondidas detrás del polvo que barría la brisa leve. En el centro había una fuente redonda, sin esquinas, como un estanque de tinta.

Habían llegado a Fuente Negra.

Las aguas en su interior, absolutamente oscuras, se agitaban como si fuera un mar anticipándose a la tormenta. Sobre el claro había nubes como si fueran una cúpula, se apelotonaban en un remolino en la misma posición que estaba la fuente, pero muchos metros por encima, en el cielo. Relámpagos se agitaban en el firmamento.

La fuente no tenía muchos detalles arquitectónicos, se veía parecía a una pileta burdamente construida.

Detrás de la Fuente Negra había un trono que se ubicaba sobre treinta escalones de piedra lijada por el tiempo. Todo allí era tan oscuro que Olivia creyó que Jora se había robado los colores de ahí también. No existía nada más que penumbras y lóbregos tonos negros.

Detrás de la estructura que elevaba el trono había una mancha pequeña, no era más grande que un balde, debía medir un metro. Era otro portal. Olivia lo supo porque esa mancha era la única cosa con color, despedía una luz dorada intensa, tan fulgurante y rubia como el oro. Se asemejaba al sol, parecía que estaba encerrado bajo tierra, detrás de la pirámide del trono.

A cada lado de la fuente había dos personas. No estaban juntas, parecían detestarse. Ambos vestidos con capas de aspecto pesado, largas hasta el suelo y raídas. Uno de los hombres... papá, estaba sentado en el suelo con la cabeza escondida en las manos y la espalda apoyada en el borde de la fuente.

La otra persona tenía veintiocho años, esa era su edad ahora, Olivia no había olvidado su rostro, pero estaba muy diferente a la última vez que lo había visto. Su cabello caracoleado estaba seco y despeinado, llevaba barba de una semana de color parda, la quijada marcada y unos pómulos alzados que habían estirado sus mejillas de adolescente. Tenía ojeras violetas bajo su mirada marrón y cejas finas.

Estaba vestido como los maleantes de Villa Cardena, donde con seguridad se había hospedado más de una vez para descansar de su vida como nómade saltando entre portales. Llevaba pantalones oscuros, una camisa abultada de pana, un cinturón de cuero con hebilla de cobre, un pañuelo en la muñeca y aretes en los oídos. De su cuello pendía el collar de una estrella plateada, era de Darius, Olivia lo recordaba porque ella se lo había regalado a su hermano cuando tenía ocho años.

Él había sido un pariente lejano, el hijo del hijo del primo de papá y era un hibrido. Descendiente de un humano y una criatura que el primo tercero de mamá no había reconocido nunca, por vergüenza. Por esa simple razón pudo viajar entre los portales.

Era Cratos Jarkor, estaba sentado en el borde de la fuente con cara de aburrimiento, balanceando una pierna, sostenía una lanza en la mano y dibujaba caritas sonrientes en la arena de las lajas mientras masticaba una manzana que comía sin ganas. Parecía del todo acostumbrado a eventos tan insólitos y excepcionales como esos.

Los oyeron llegar, porque Yabal se hizo notar.

El portal que estaba en la fuente, que parecía estar cerrado, repentinamente se abrió.

Olivia siempre había visto portales ya abiertos, notó que el velo entre mundos se rasgó cuando un destello enceguecedor alumbró la oscuridad de Fuente Negra. Fue como un parpadeo o el flash de una cámara de fotos. Voces de personas, ecos de pisadas, sonidos de bocinas y ronroneos de autos se oyeron.

Se filtró la luz del día de otro mundo, era blanca y deslumbrante. Era el hogar de Yabal, una tal Francia.

Estaba acostumbrándose a la idea de que existían personas que podían abrir o cerrar portales. Pero de todos modos se sintió incomoda. En la historia de Yabal él había huido de cazadores de trotamundos, llamados agentes de La Sociedad. Los agentes solían cerrar portales y matar abridores como ese chico que amó.

Yabal acababa de abrir el portal al mundo real, a su mundo, el que se ubicaba detrás de toda esa agua que ya dudaba que fuera agua. Pero Olivia no pudo evitar mirar el otro portal, el pequeño, que se escondía detrás del trono, del tamaño de una persona encogida o una maleta. Era muy pequeño y dorado como si llevara a... a la...

—Olivia —llamó papá, tenía en su mano un machete que dejaba escapar de la manga donde lo había tenido escondido, en posición vertical—. Yo...

Olivia depositó sus ojos en ellos. En Cratos y Papá.

Habían llegado, pero no esperaba encontrárselos. Se suponía que al pisar Fuente Negra hallarían al cambiaformas, no a su padre con la túnica del sicario y al odioso de Cratos.

—¿Vas a matarme? —preguntó haciendo rechinar sus dientes y cerrando los puños alrededor del atizador.

Él meneó la cabeza, pero sus manos decían otra cosa. Papá también cerró los puños alrededor del machete.

—No, tesoro, jamás... yo...

—Déjeme decirle —intervino Cer—, majestad, que es un padre terrible y ya torturó mucho a mi amiga como para que ahora venga con esas excusas de borracho.

Papá parpadeó anonadado, tenía dos arrugas sobre su labio, eran sus mejillas caídas, como los ancianos, pero no era viejo, tenía cuarenta y siete años, ni siquiera había llegado a los cincuenta que es la mitad de la vida de un humano.

—¿Dónde está el cambiaformas? —preguntó Kaldor interrumpiendo el debate de miradas.

Papá suspiró y Cratos chasqueó la lengua. Ambos giraron sus ojos hacia Yabal que si antes había estado callado ahora estaba mudo, tenía la cabeza escondida entre los hombros y miraba apenado hacia el suelo. Abandonó su lugar entre ellos y avanzó hacia la Fuente Negra.

—Explícaselos, Yabal —pidió Cratos—. Se lo merecen.

—¿Explicarnos qué? —preguntó Kaldor.

Olivia estaba muda también y papá igual.

 Yabal sujetó del canto de la fuente, se le humedecieron los ojos y una corriente de aire proveniente de un mundo más cálido le acarició la cara y le agitó su cabello blanco. Estiró codicioso una mano hacia el agua negra. Les estaba dando la espalda. Olivia vio cómo sus omoplatos se estremecían. Yabal estaba hipnotizado, lo había logrado, había regresado a casa.

—Yo soy el cambiaformas —confesó.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora