15- Olivia.

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Habían entrado varias veces a su habitación, pero hasta ese momento a nadie se le había ocurrido ver bajo la cama. Para su suerte.

En un momento los zapatos de su hermano caminaron lentamente alrededor de su recamara que era santuario de tantas plantas, arbolillos y enredaderas que un nuevo visitante no alcanzaría a encontrar la pared. También había creído divisar los pies descalzos de su madre que caminaba agitada de un lado a otra, llamándola, buscándola. En un descuido, el cuarto guardia que había entrado había dejado la puerta abierta y ella pudo oír los pasos en todo el castillo, registraban los rincones y los jardines.

Pero ella no saldría de su escondite, es que una princesa, una futura reina, alguien maduro no se escondería como una cucaracha debajo de una cama. No habían buscado por allí porque sería igual de disparatado que un suicidio.

Olivia olfateaba la fragancia de las peonías que habían aflorado en marzo, eran dulces e intensas pero elegantes como el azúcar en una taza de té.

Rogaba porque alguien llegara y le quitara ese dolor, sentía que su corazón que se partía a la mitad, estaba desgarrándose entre el amor que le tenía a su familia y el amor que se tenía a ella. Sus amigas nunca sabrían la verdad.

No podía enfadarse con Darius, su madre o Gaspar, los comprendía, tenían que perpetuar una farsa, un hilo de mentiras que se había estirado por generaciones, ella no debía ser las tijeras, pero lo era. Estaba poniendo en peligro la vida de las personas a las que más amaba y no hacía nada para cambiarlo.

Se daba vergüenza, era ruin, como un gusano asqueroso que se revuele en tierra húmeda y busca una hermosa flor a la que infectar y sucumbir a su mundo de asquerosidades. Quería que alguien la aplastara de una vez.

Su vestido de ritual se había ensuciado un poco hasta llegar a esa habitación, no se lo había quitado, se sentía tan vacía que no había nada de que despojarse.

Lo único que le quedaba era una elección: su familia o ella. Y ella ni siquiera era un buen camino porque le quedaban siete días... miró el reloj de su móvil. Eran las doce. Le quedaban seis días para morir.

Tenía cientos de llamadas perdidas, de su madre, padrastro, hermano y hermanitas. Excepto Abbi, que era una bebé y no podía siquiera levantar el móvil. Recibir una llamada de Abbi hubiera sido perturbador.

Debía apagarlo antes de que lo rastrearan, pero no tenía caso. Era absurdo esconderse ahí para siempre, tarde o temprano la encontrarían. Sería mejor salir por propia voluntad a que la pillaran, la cogieran de los faldones y algún soldado, por orden de su familia, la arrastrara violentamente hacia fuera mientras ella se revolvía por conseguir un segundo de libertad. Sería patético.

Un patético final, para una patética persona.

Eso eres Olivia, patética. Se dijo. Un esfuerzo frustrado de buen ser humano, nadie te quiere en este mundo honorable, todos te lo están diciendo directamente: la fuente y tu familia. El único acto que de verdad ayudará a los demás, por primera vez en tu vida, sería matarte.

 Lo que debería hacer sería entregarse, por su familia. Entregarse y hacer lo que ellos le pidieron, para salvarlos, proteger su honor, para permitir que pudieran continuar en esa vida de lujos y admiración.

 Sí. Olivia sabía qué tenía que hacer. Debía salir y contarle al mundo la verdad, que ellos eran unos asquerosos gusanos asesinos y mentirosos, que su padre también lo era y que se merecía la muerte que ella tanto había llorado.

De repente una persona entró a la habitación. Pero no caminaba rápido ni con gracia como sus parientes, ni andaba nervioso y silencioso como los sirvientes o con pasos pesados como los soldados, no. Estaba tranquilo, como si cayera del cielo para salvarla, un ángel, pensó Olivia admirada.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora