3- Kaldor

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 Esperó despierto al carcelero de su pabellón, la persona que más odiaba y por lo tanto su único amigo.

Rex solía ser un tipo fornido, medía dos metros de alto, por ni hablar de su barrigota o del ancho de sus pantalones. Lo colosal de su tamaño evidenciaba que sangre de gigante o de un bicho raro corría por sus mugrosas venas, su piel era oscura como la mierda o el café quemado.

Daba los golpes más brutales que Kaldor había recibido en su vida. Y vaya que a Rex le gustaba golpearlo.

No es que Kaldor disfrutara del sufrimiento o le gustara la idea de que Rex se comportara como un matón, pero adoraba que se desquitara con él. Porque era la única forma en que el vigilante tenía para vengarse por lo que le había hecho. Y ni siquiera funcionaba.

Lo que le había hecho era una de los logos que más lo enorgullecían.

Además, Kaldor no podía sentir el dolor, no como los demás, podían arrancarle el brazo o borrarle los rasgos de la cara con una porra y él no sentiría ni un pinchazo. A veces él se preguntaba si así como no podía sentir el sufrimiento, era incapaz de sentir amor.

No podría reconocer el amor aunque lo tuviera en sus manos, jamás lo había visto ni abrigado en su pecho. No era algo que lo preocupaba, él no creía cursilerías como esas.

Para Kaldor el amor era plástico: algo que se habían inventado los humanos y que resultaba útil por poco tiempo, pero una vez después de usarse, les arruinaba la vida por cientos de años.

Kaldor no sentía muchas cosas, porque, al igual que Rex, él no era humano, no del todo.

Le daba igual no saber lo que era, porque, aunque conociera su especie, tampoco sabría quién era. De lo que sí estaba seguro era que no había nadie como él, el mundo no se merecía tanta suerte.

Odiaba el mundo. Si pudiera aplastarlo ya lo habría molido entres sus dientes.

Era un monstruo, no sentía como uno y se veía como tal, su piel estaba sembrada de tatuajes con los que había nacido y los cuales nunca se quedaban quietos. Las manchas eran su única compañía y eran lo que más aborrecía de toda su vida.

Esperó a Rex colgado de la reja de su jaula, rasgando los barrotes con la nueva navaja, cuando lo vio llegar la guardó en la manga de su uniforme. Nunca había podido compartir sus juguetes, cuando era pequeño la agente social solía regañarlo por eso.

Plantó sus pies en la tierra que deseaba abandonar y alzó las cejas:

—Rexomius, era hora, creí que no vendrías, ya sabes, escuché que habría una lluvia de piedras —se mofó con aire burlón.

Su rostro continuó igual de impertérrito como los hombres tarados que fingen ser importantes. Chaqueó la lengua, decepcionado. Había sido una buena broma, merecía un poco de crédito, después de todo, se estaba burlando de su muerte.

Él avanzaba por el pasillo acompañado de dos escoltas, eran policías civiles, con uniforme azul e insignias doradas en sus hombreras y pendiendo el pecho. Los reconoció, eran los peleles que servían y protegían a la gente que estaba afuera de la cárcel, el mundo exterior, las tierras que jamás había visto.

Solo unas cuantas veces había salido, cuando lo ataban de pies y manos y lo obligaban a cumplir servicio comunitario ¡Cómo si le debiera algo a la comunidad! Lo amenazaban con castigarlo si no recogía basura que tiraban los adolescentes con vidas normales cuando viajaban en los autos que les prestaban los padres normales. Lo único que conocía del mundo de afuera era una carretera sucia, un pico y una bolsa de plástico.

Extrañaba salir, pero no recoger su basura. Sin embargo, no le permitían el pase desde que había clavado el pinche en el ojo de un civil que se burló de las manchas en la piel de Kaldor.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora