52- Olivia.

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 Hace diez años una tormenta brava y cruel había azotado a todo Reino. Los suministros de electricidad se habían rendido ante las corrientes de viento. El aguacero y los relámpagos sacudían la tierra como si le hiciera cosquillas.

Darius había ido hasta la habitación de Olivia para consolarla, sabía que a ella le aterraban los truenos y las luces del cielo. Correteaba descalzo, su pijama de seda resplandecía opacamente ante las luces de los estrepitosos truenos. Sostenía una linterna de luz plateada que le habían conseguido los sirvientes, que, a pesar de ser media noche, seguían trabajando.

Había encontrado a su hermana tendida en la cama, dormida con las manos bajo la almohada, inmutada ante el mal clima. Eso había creído él y eso le hubiera gustado creer a Olivia, pero no era más que una trampa, como un lago tranquilo con corrientes en la profundidad.

Bajo la almohada no solo ocultaba sus manos, escondía una navaja sedienta de sangre en cuyo filo ella había escrito el nombre de su padre, con letras de niña, porque a los ocho su caligrafía no era deslumbrante.

—Olivia —la llamó él—. ¿Estás despierta? ¿Te asusta la tormenta?

Olivia soltó inmediatamente el mango de la navaja, alarmada y confundida ¿Cómo había entrado Darius ahí? ¿Y papá? Creía que su habitación era secreta. Abrió los ojos, se quitó el cabello anaranjado de la cara y parpadeó ¿Asustada por la tormenta? Cierto, las tormentas la asustaban. Se cubrió bajo la sábana, chillando, actuando otra vez.

Darius cerró una ventana que estaba abierta, ella siempre la dejaba así para las flores de luna que amontonaba en el alfeizar, todavía su colección era escasa pero nunca menguaba. En cada cumpleaños recibía decenas.

Las cortinas se hinchaban por las corrientes de aire frío, su hermano echó la traba y de repente todo se apaciguó como si, del otro lado, no hubiera nada más que paz.

—¿Y papá? —preguntó ella frotándose los ojos.

—Leyendo en la biblioteca, creo que da para rato porque pidió té y pasteles.

—Ah —comentó animada, esa noche su padre no la molestaría.

Darius le sonrió sinceramente, hace tres semanas él había atravesado el Ritual de Nacimiento. Desde entonces Olivia sentía que él había cambiado, tal vez era porque su mejor amigo, Cratos Jarkor había recibido un destino horrible. Su destino había sido ser devorado por una familia de trastos que vivía en las afueras de Reino.

Un trasto es una criatura con cuello de un metro, su cabeza tenía la forma de una nuez, ovalada y arrugada pero pálida como el pecho de un bebé. No tenía nada en su cabeza, solo dos orificios por los que respiraba. En su boca portaba un par de ojos negros sobre la lengua, por lo que siempre abría sus fauces para mirarte. En el cuello y los brazos delgados estaban sus dientes, hileras e hileras, desparejos y filosos, amontonándose en racimos letales. Para matar siempre abrazaba.

Se le llamaba el abrazo de la muerte y Cratos lo había recibido. Un abrazo ambicioso, harisco y ávido.

Sobre su pecho, encima del corazón, se le extendía una boca horizontal, chimuela que tragaba rapidamente como una boa. Olivia había tenido pesadillas al imaginar a Cratos siendo masticado por esa criatura con patas de araña y torso de caballo.

Lo más horrible era que la hija de la familia de trastos ese año también había cumplido dieciocho por lo que había ido a Ritual y había escuchado que se comería a uno de los presentes. Tétrico destino, injusto. Pero así es la vida ¿O no? Nadie elije su destino, solo los dioses y hace días Darius.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora