25- Kaldor.

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—He observado que no te juntas con tus compañeros —dijo la trabajadora social—. Tienes quince años ya. Es tu última semana en la correccional, luego irás a la cárcel de adultos ¿No te gustaría despedirte de tus amigos?

Amigos, qué palabra más fantasiosa, era como libertad. Kaldor no podía negar que ambas cosas existieran, pero hasta el momento jamás pudo disfrutar mucho de ambas. No eran más que sonidos.

Kaldor continuaba de brazos cruzados y boca sellada, observaba a la trabajadora social Linda Lanre. Ella era una mujer de sesenta años, que siempre vestía camisas blancas y pantalones de pescador beige, su cabello canoso y enrulado lo llevaba estrictamente peinado en un moño. Sostenía siempre una libreta que nunca había usado porque Kaldor no daba mucho material para registrar.

Estaba vieja y podría haber sido su abuela, pero era visualmente exquisita de todos modos, como whisky o miel.

A Kaldor le resultaba gracioso que solo le permitieran hablar en la sala de visitas, los martes y jueves a las siete de la tarde cuando nadie ocupara ese lugar, de ese modo, veía a Linda detrás de un escudo de plástico transparente, donde ella podía estar protegida de él.

La gobernanta lo había decidido de esa manera después de que envenenara a la anterior. Su piel, cuando lo deseaba, podía resultar letal. Si estaba de buenas, solo nociva. No era tan difícil, solo dirigía las manchas a los demás. Pero no solía usar mucho ese poder, don o maldición porque cuando lo hacían lo dejaban sin comida.

La mujer había estado una semana en la cama solo porque le estrechó la mano. Era lo que se merecía, la maldita lo había obligado a que compartiera celda con un elfo raro, bajo la orden de que socializara.

Kaldor trató de explicarles a las autoridades de que pudo haber matado a la trabajadora social, pero la había enfermado, qué va, era buena persona, había sido una travesura del momento, pero ellos no quisieron escuchar. Le dieron una trabajadora social nueva porque era la ley que todos los niños criminales tuvieran una, pero hablaban como si estuvieran en dos edificios diferentes.

Solo le daban mujeres para platicar con él, la gente creía que eso despertaría algún instinto materno en las psicólogas y crearían un vínculo con la bestia. Kaldor creía que la gente a veces miraba solo una cara de la moneda, no se preocupaban en voltearla y ver qué hay del otro lado. Porque si había algo con lo que Kaldor nunca se identificaría ni anhelaba era una madre. La suya lo había abandonado y si algún día la encontraba... no sabía qué haría, pero no sería darle un abrazo.

Linda siempre estaba protegida tras el vidrio de plástico y era paciente, no lo obligaba a hablar como la anterior, creía comprenderlo y eso la convertía en alguien que nunca repetía preguntas. A veces solo estaban horas mirándose, ella aguardaba una respuesta que nunca le daba.

—¿Has pensado en hacerte daño?... Kaldor.

Kaldor alzó la cabeza con una sonrisa, lo había llamado con su nombre real y no con esa mentira que le había puesto su madre.

—No pienso en hacerme daño —contestó la primera pregunta en meses—. Solo pienso en matarme. Diariamente.

—¿Por qué?

—¿De verdad, Linda? ¿No es muy obvio?

—Entonces ¿Qué es lo que te impide matarte?

—¿Has tratado de cortar mi piel, Linda? —preguntó Kaldor—. Es muy difícil y cuando se abre es como una puerta no amigable que rapidamente se cierra ¿Alguna vez tiraste un guijarro al agua y viste como el agua se aparta momentáneamente para cerrarse al instante? Es así. Pero tú ya sabes eso, habrás visto mi historial médico y sabrás que intenté matarte cincuenta y siete veces.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora