30- Olivia

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 Olivia ni siquiera conocía a Cerezo, no eran amigas ni mucho menos, pero verla sucumbir con tanta rapidez ante la maldición la desconsolaba. La angustia estaba desmoronándola. Sus ojos se le llenaron de lágrimas y le tembló la barbilla, tuvo que esconderla bajo sus dedos para que nadie lo notara.

Era el precio que debía pagar por tener tan buen corazón. La odisea del día a día siendo una persona valiosa y cariñosa.

Se levantó del suelo y suspiró aliviada por haber podido calmar a Kaldor. Si había algo que no permitiría era que lastimaran al único otro humano del grupo, además Calvin era sumamente amable con ella.

Frente a ellos tenían una cabaña de un piso, enana y mohosa. Olivia había tenido el privilegio de hacer muchos viajes a tierras lejanas o rincones de Reino. Había presenciado monumentos, palacios lujosos, jardines, extravagantes museos, cascadas y montañas, pero nunca había visto una casa como esa.

Estaba fabricada con alas que se batían.

Era capaz de ver los troncos de las paredes, los límites de las ventanas, el techo terminando en pico, la chimenea de ladrillo en lo alto del tejado y el cartel plantado cerca de la entrada que indicaba: "Villa Contruri"

Pero todo lo que veía se escondía bajo alas batentes, blancas, pardas o negras, las plumas se meneaban bajo la luz del cielo gris. No nacían en el lomo de aves, eran extremidades que crecían en la madera o en la casa como si fueran hierbajos, brotaban de los rincones, agujeros o paredes, se sacudían excitadas, creando un coro de zumbidos y chasquidos.

Algunas eran amplias y abundantes como las de un pegaso y otras pequeñas y lisas como las de un pájaro enfermo, un par parecía querer levantar vuelo y otras estaban inmóviles. Olivia no pudo evitar maravillarse. Tuvo el deseo de tomarle una fotografía para Mochina y Cacto, pero su teléfono estaba apagado y debía racionar la batería, además, temía prenderlo y recibir un aluvión de llamadas de su familia.

Seguro estarían preocupadísimos por ella.

En la entrada de la cabaña estaba parada una mujer de plumas. Eso fue lo primero en lo que pensó Olivia, porque no tenía ojos solo un par de alas negras que permanecían quitas y extendidas, como alerones. Su piel era de color crema, al igual que la porcelana, fría y suave. Podía ver una nariz aguileña, mejillas carnosas y barbilla redonda, también notó que su cuello ancho, un vestido azul y unas manos delicadas, pero nada más. El resto de ella estaba bajo alas, incluso crecía entre su cabello moreno como la melena de un oso y en los pliegues de su vestido, no siempre eran un par de alas, a veces solo una aislada y tuerta o la mitad.

La mujer estaba con las manos unidas sobre el regazo. Esperando. Muda.

—¿Qué es esa criatura? —preguntó Río abriéndose paso a través de ellos, pero sin ir más allá.

Calvin sonrió con esfuerzo, tratando de remontar los ánimos después del incidente de Cerezo. Él siempre pensaba en la moral del grupo porque era muy entusiasta. Se aproximó a la mujer y alzó una mano.

—Hola, Pepa, tanto tiempo.

—¿Se llama Pepa? —preguntó Olivia.

Le resultaba un poco chistoso, pero jamás podría burlarse de un nombre, eran sagrados, eran el primer regalo que recibías en el mundo, eran tu identidad, tu vida. Trató de apretar su sonrisa y la arañó con los dedos cuando le fue imposible.

Calvin se volteó hacia ella y se encogió de hombros, tenía espalda ancha, de seguro se veía guapo sin camisa.

—No lo sé —admitió—. Nunca me dijo su nombre.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora