Capítulo Dos

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No puedo respirar.

El agua fría que cae sobre mi cuerpo me deja sin aire, mis pulmones arden por la falta de oxígeno, mi cuerpo recibe con agrado la sensación de dolor, pero no es suficiente para calmar el incendio que hay en mi corazón.

Las lágrimas comienzan a abandonar mis ojos, y el sollozo que había tratado de contener escapa de mis labios.

—Te extraño, amor, lo hago cada día más.

Una vez que termino de ducharme, me concentro en la tarea de secarme y vestirme. Para después salir del reducido espacio de baño, y sentarme frente al tocador de mi habitación para peinar mi cabello.

Hay una foto en la esquina del tocador, es una foto del día de mi boda con Samantha.

El nudo en mi estómago se aprieta al momento de recordar lo nervioso que estaba ese día, y la calma que sentí en cuento ella cruzó la puerta de la Iglesia, se veía hermosa.

En la foto puedo ver un hombre totalmente diferente al que soy ahora, ese chico tenía una sonrisa sincera, un brillo especial en sus ojos, había vida en él y estaba seguro de que Dios le había dado el más valioso de los tesoros, y ahora... se lo ha quitado.

Alzo mi vista y clavo mis ojos en mi reflejo, pero no soy capaz de reconocer a la persona que me mira fijamente.

Me veo cada vez peor, lo sé por la expresión en el rostro de Elías cada vez que me ve llegar al consultorio por las mañanas.

Por mucho que me esfuerce en arreglarme, peinar mi cabello, afeitarme, incluso ponerme los mejores trajes que tengo, no logro verme ni cerca de bien.

Al mirar mis ojos, pareciera que sólo son un hueco vacío, mi piel ha adoptado un todo amarillento pálido que me hace ver enfermo.

No hay rastro de aquel que fui hace seis meses, cuando Samantha estaba conmigo, cuando me dedicaba a vivir y no sólo a sobrevivir.

Los golpes en mi puerta me sacan de mi ensimismamiento, y me traen de vuelta a la realidad.

Salgo de la habitación y dirijo mis pasos a donde proviene el ruido, rogando que no se trata nuevamente del padre de Antonio, no quiero volver a rechazarlo.

Al abrir la puerta me topo con la mirada de un tipo que nunca en mi vida he visto. A pesar de ser más corpulento y alto que yo, el nerviosismo que veo en sus ojos lo hace lucir tan vulnerable como lo estoy.

—¿En qué puedo ayudarle, señor?

—¿Es usted el psicólogo Ian del Castillo?

—El mismo —asiento, tratando de ofrecerle una sonrisa.

—Un placer conocerlo, mi nombre es Eduardo Mountaner —estrecha su mano con la mía en un fuerte apretón—. El doctor Elías Arteaga me dio su dirección, espero no le moleste, pero de verdad necesitaba encontrarlo. Mi hija, necesita de su ayuda —lo suplicante que suena me estremece.

—Pase, por favor.

Me hago a un lado permitiéndole entrar a mi casa, y agradezco en este momento que mi mejor amigo me haya obligado a limpiar y el espacio se encuentre decente.

Después se ofrecerle una taza de café a mi invitado, ambos nos sentamos en la sala, y por unos largos e incómodos segundos, ninguno de los dos habla.

Me aclaro la garganta, y rompo el silencio.

—Dígame ¿Cómo se llama su hija?

Su expresión se relaja casi de inmediato, supongo que es porque no he empezado a preguntarle directamente cuál es el problema.

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