Capítulo Diecinueve

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No quiero soltarla.

Es como si en cualquier momento pudiera caerse a pedazos, y siento la necesidad que mantener sus piezas unidas, aunque reconozco que yo no tengo el poder de hacer eso.

Hace ya varios minutos que ambos nos calmamos, y estamos sentados en su catre, yo la sigo abrazando y ella recarga su cabeza en mi pecho.

—¿Hace cuánto? —me animo a preguntar.

—Casi un año —responde al cabo de unos segundos—, al inicio, era sólo una vez por semana, creí que podría controlarlo, pero sin darme cuenta empecé a hacer todos los días, cada vez que comía algo.

Se separa lentamente de mí y se acomoda justo frente a mí, sentándose con las piernas cruzadas al igual que yo, conectando nuestras rodillas.

—Quería contarte el día que te llevé al castillo —una sonrisa triste se pinta en su cara—, pero empezó a llover y no pude hacerlo después.

Hago memoria de lo que ocurrió ese día, en lo alto de la torre, cuando me confesó que algo malo estaba pasando y fuimos interrumpidos por la lluvia, después de eso, no insistí, olvidé por completo seguir con la importante conversación.

Dios mío —susurro y restriego mis manos en mi rostro—. Lo lamento tanto pequeña, ojalá hubiera visto esto antes.

—Lamento que te hayas enterado así.

Un nuevo silencio se planta entre nosotros, sé cuál es la siguiente pregunta, ella también lo sabe.

Su mirada se alza hasta toparse con la mía, y veo como su piel se eriza con el sólo contacto de nuestras miradas.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Qué fue lo que te empujó a esto?

Ella ríe, pero el gesto no toca sus ojos, lame sus labios y aclara su garganta antes de confesar—: Jacob y mi madre.

Una gruesa lágrima se desliza por su mejilla y alzo mi mano hasta su rostro para limpiarla con mi pulgar, ella acurruca su cabeza en mi mano al sentir mi contacto y me sonríe débilmente.

—Jacob es atleta y forma parte varios clubes deportivos, tanto ejercicio hizo de las suyas —ríe—, en fin, no dejaba pasar el hecho de que tuviera unos cuantos kilos de más encima, me lo hacía saber continuamente, aunque debo admitirlo, jamás fueron comentarios hirientes.

—¿Y los de tu madre?

—Esos fueron mi perdición —ladea su sonrisa—. Mi mamá es una hermosura de mujer, y sin necesidad de operaciones, pero en su juventud, antes de conocer a mi papá, ella llegó a pesar casi noventa kilos, cuando vio que comencé a subir de peso puso el grito en el cielo, y no había día en que no me recordara lo gorda que estaba, el acné que tenía, lo seco que estaba mi cabello, mi piel grasa.

—Quedó probablemente traumada con su yo adolescente —comento—, quizá no sana totalmente las heridas que se formaron en aquellos años.

—No estoy molesta con ella —me dice, su voz es suave pero está marcada la determinación de su voz—, después de todo, quién tomó la decisión del camino fácil fui yo.

—Es el fin de ese camino.

—Ya traté de dejarlo y no puedo —sus ojos se cristalizan—, cada vez que veo al espejo, es como si una voz me gritara que aún no es suficiente.

—Estás casi en los huesos —la tomo por el antebrazo y le muestro como sin ningún problema puedo rodearlo con mis dedos—, pequeña, tú eres hermosa desde que te conozco.

—No lo siento así.

—Entonces vamos a trabajar en ello —suelto, determinante—. Haremos varias actividades, a partir de hoy te vas a enfrentar al espejo y vas a recordarte todas tus hermosas virtudes.

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