Capítulo Treinta

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—¿Renuncias?

El pelinegro frunce el ceño, e intercala su atención entre mí, y mi jefe, pero este último no parece para nada sorprendido con mi decisión, porque su expresión no ha cambiado ni un poco.

—¿Qué locuras estás diciendo, cara de ladrillo? —me confronta Logan—. No puedes abandonar justo ahora tu trabajo, no puedes dejar a Hanna.

Puedo ver la súplica y la preocupación en los ojos de mi amigo, el color hazel que tiñe sus irises se oscurece varios tonos.

—Mi decisión está tomada —mi mirada conecta con la de mi jefe—. Iré por mis cosas y hoy mismo regresaré a San Francisco.

Su mirada sigue clavada en mí, pero no dice nada. Muerde su labio mientras manea suavemente la cabeza, como si tuviera una guerra mental y tuviera que tomar una decisión.

—Bien —responde finalmente—, puede ir por sus pertenencias.

Los ojos de Logan se abren de par en par por lo que acaba de escuchar, y abre la boca para decir algo, pero el hombre se adelanta—: Pero nuestro contrato aún no termina, de manera que sólo aceptaré su renuncia con una condición.

—Dígame cuál es.

—En el estudio de mi hija, hay un lienzo cubierto con una manta rosada —comienza a explicar—, sólo quiero que vea lo que está ahí pintado, y después de eso, si aún quiere irse, no lo detendré.

—Trato hecho.

Sin más que decir, me giro sobre mi propio eje y reanudo mi marcha fuera de la clínica.

Soy capaz de escuchar a Logan renegar algo, pero no entiendo lo que dice. Cuando creo que me he alejado lo suficiente, escucho el ruido de unos zapatos trotando en dirección hacia mí.

—Un momento, Castillo —escucho su voz a un lado mío—, yo iré contigo.

—No harás que cambie de decisión.

—Sólo quiero que me cuentes qué fue lo que ocurrió —manifiesta—, necesito entender qué es lo que te está empujando a tomar esta decisión.

Cuando cruzamos la puerta, el cielo nocturno nos cubre, no sé qué hora sea, pero el intenso color azul del firmamento me hace ver que ya es tarde.

En el estacionamiento, divisamos mi auto y nos adentramos en él para emprender la marcha a la Hacienda Nueva Luna.

En el camino, comienzo a hablar sobre todo lo que ocurrió desde que llegué a Guanajuato este día, le cuento desde el momento en que llegué al hogar de mi paciente, hasta la manera en que presencié la trágica escena.

Finalmente, le relato la conversación que tuve con Jacob hace unos minutos, y la manera en que Hanna me confesó sus sentimientos.

—Amo a esa chica, te prometo que lo hago —suspiro—, pero su madre está loca y no puedo exponerla a un peligro más grande que el de esta noche.

El pelinegro no dice nada, se limita a entrecerrar los ojos, analizando cada palabra que sale de mi boca.

—No quería creer que su madre llegaría a ese extremo, pero ahora estoy convencido de que prefiere verla muerta, a verla con alguien que no sea Jacob.

—Es ridículo —musita— ¿de dónde viene esa obsesión?

—De un fanatismo religioso, una red de mentiras, chantajes y manipulaciones que han distorsionado el evangelio y ha hecho ver a Jacob como el mismo Salvador.

Un suspiro sale de mi boca mientras maniobro el volante para poder entrar a la propiedad, aquella baranda que siempre es manejada por Damián está abierta de par en par, dándome a entender que el aún no está en casa.

Una Vez MásWhere stories live. Discover now