Capítulo Diez

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Paz.

Es lo único que siento.

El río corre, el agua que golpea con fuerza la orilla me salpica el rostro, está helada, pero no importa, porque es la primera vez en meses que estoy completamente a solas con la naturaleza.

El viento gélido entumece mi rostro y mis manos, mis pulmones se llenan del aire de puro de este lugar. Las hojas verdes, el cielo azul y el viento con olor a bosque son un recordatorio de lo alejado que estoy de la ciudad.

De lo mucho que puedo disfrutar.

—¿Te interrumpo? —abro los ojos al escuchar la melodiosa voz de Hanna, está de pie frente a mi, sosteniendo un pequeño balde de plástico.

Es la primera vez que la veo caminando sola fuera de la hacienda.

—Para nada —niego— ¿Qué haces aquí afuera?

—Busco rocas de río, quiero hacer algo con ellas.

Se sienta a un lado mío, aunque mucho más cerca de la orilla que yo, y comienza a sumergir sus manos en las densas aguas del río.

Me arrastro hasta llegar al mismo punto que ella y empiezo a copiar sus movimientos, mis manos se sumergen en las gélidas aguas hasta que mis dedos alcanzan a rosar el fondo, y cuando toco una superficie lisa, saco la roca y la pongo dentro de la cubeta que Hanna ha traído.

—¿Para qué son?

—La chimenea —responde, mientras vuelve a sumergir sus manos—, no me explico cómo, pero algunas de las piedras que había alrededor desaparecieron, y quiero arreglar eso.

No volvemos a decir nada, nos concentramos en la tarea de sacar todas las rocas que creamos convenientes, pero después de unos segundos, siento como si ya no pudiera mover los dedos, y que con cualquier movimiento mis huesos se romperán.

Me agacho un poco para tomar una de las rocas que he podido divisar, pero entonces al agua salta a mi cara y resbala por mi pecho, dejándome sin aire y haciéndome imposible la tarea de respirar.

La chica a mi lado estalla a carcajadas al ver mi cara y la resolución de lo que acaba de pasar llega, Hanna ha sido la culpable, ella me ha empapado.

Sumerjo mi mano y la saco violentamente en dirección a Hanna, un chorro de agua la empapa y abre los ojos como platos al sentirla sobre su piel.

—¡Dios! ¡Está helada! —exclama— Así las guerras de agua no son divertidas.

—Eres la única a la que se le ocurre que en pleno invierno podríamos jugar a eso.

Ella ríe ante mi comentario y examina al interior del trasto.

—Con esto es suficiente, gracias.

Nos arrastramos un poco más hacia atrás y secamos nuestras manos con el material de nuestros pantalones, nos movemos bruscamente un par de veces debido a los espasmos, y comenzamos a frotar nuestras manos en la tela caliente de nuestros abrigos.

—Ian —me llama Hanna, pero su mirada no se despega del agua cristalina que viaja por el río—, ¿Te puedo hacer una pregunta?

—Ya sabes que sí.

—¿Dónde está tu esposa?

La pregunta me saca de balance y me congelo en mi lugar. Giro mi rostro para encararla, su ceño está ligeramente fruncido, pero espera pacientemente mi respuesta.

—¿Qué te hace pensar que soy casado?

—Tu anillo —responde, señalando la reluciente alianza que baila en mi dedo—. Nunca has hablado de ella, cuando invité a tu jefe y a tu mejor amigo a casa para celebrar tu cumpleaños esperaba conocerla, pero ellos tampoco dijeron nada. ¿Están peleados o algo así?

Una Vez MásWhere stories live. Discover now