Capítulo Treinta y Cuatro

223 52 64
                                    

Mi corazón late tan fuerte contra mi caja torácica que creo que saldrá corriendo de mi pecho.

El imponente Castillo Santa Cecilia se alza frente a mí, y un escalofrío escala mi espina dorsal cuando la suave y calurosa brisa de impacta contra la piel desnuda de mi cuello.

La gran maseta que cubre el agujero que Hanna le hizo al muro está corrida hacia un lado, y al ponerme de rodillas puedo ver que la tabla de madera sólo está recargada, pues al intentar empujarla esta cae de golpe.

Ha llegado.

Una sonrisa pinta mi rostro mientras me arrastro al interior y cubro el hueco detrás de mí. Sacudo mi pantalón he intento eliminar las arrugas que han quedado en él, sólo para darme tiempo de calmarme.

Una ligera capa de sudor cubre las palmas de mis manos, y las seco con el material de mi camisa.

En mi bolsillo, el anillo parece estar ardiendo y pide a gritos que lo saque de una vez y vaya corriendo a buscarla para pedirle de una vez que sea mi esposa.

Contengo las ganas de echarme a correr, y comienzo a dar zancadas largas hacia el interior del castillo.

El único sonido que soy capaz de escuchar, es el del viento silbando entre las ramas de los árboles que me rodean, y traen consigo una paz que extrañamente se siente errónea.

Mi mano se alza para empujar la puerta, y un molesto chillido sale de ella. Los rayos del sol iluminan un poco el interior de la fortaleza, pero no veo nada aparte de las numerosas telarañas y soportes cubiertos de polvo.

—¿Hanna?

Me adentro en el edificio, y cruzo el primer arco, que me da acceso al lugar que usamos como salón de baile el día que la chica cumplió dieciocho años.

Ahí, mirando a través de una de las carcomidas ventanas, veo una estilizada figura cubierta con un conjunto de color negro que logra hacer que su piel se vea tan blanca como la nieve. La melena rubia se mueve ligeramente con las tenues corrientes de aire.

Pero no se trata de Hanna.

Una escalofriante risa emana de la elegante mujer que está de pie frente a mí, la vida parece pausarse mientras ella da media vuelta de una manera terriblemente lenta.

El azul de sus ojos es tan oscuro como la profundidad del mar, y un siniestro brillo los hace ver como un par de zafiros preciosos. Sus labios, tan rojos como la sangre, forman una sonrisa tan grande que temo que pueda partir su cara en dos.

—Así que planeaban huir —chasquea la lengua—. Sabe que con facilidad pude haberlo hundido en la cárcel por secuestro ¿no es así?

—¿Viene usted a hablarme de secuestro? ¡Usted tiene a todos encerrados bajo llave en su casa! —expreso, con desesperación— Yo soy quien tiene todo el derecho de demandar.

—Puede que el derecho sí, pero no el poder.

Se acerca a mí, con cada uno de los pasos que da, una enfermiza sensación me recorre de pies a cabeza, y aunque sea exagerado, se siente como si el suelo temblara en mis pies y la tierra quisiera tragarme.

Probablemente preferiría eso último.

—La justicia se compra —dice, con voz burlona—, con unos cuantos miles puedo asegurarme de que su vida sea infierno.

Lame sus labios, antes de continuar—: Afortunadamente, este no será el caso. Todos tenemos un precio, y es por eso que estoy dispuesta a presentarle una oferta que no podrá rechazar.

Sus manos buscan el discreto bolsillo de su saco un pequeño cuadernillo que reconozco de inmediato, y con un bolígrafo escribe algo en él antes de arrancar la hoja y entregármela.

Una Vez MásWhere stories live. Discover now