32. Cartas.

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Dejé mis zapatos en la entrada del departamento. Un suspiro escapó de mis labios al observar el silencioso espacio y la poca luz entrando por las ventanas. Me abracé a mi misma, intentando ahuyentar el frío en mis huesos y a hurtadillas me dirigí hacia el balcón en donde estaban mis plantas. Durante un tiempo me quedé hablando con ellas y regándolas. Casi sirviéndome como una distracción que por poco me hizo olvidar lo que había pasado horas atrás. Casi olvide el miedo paralizante. Casi olvidé el jodido miedo.

Pero, volví a la escena. Volví a sentir como mi cuerpo perdía la fuerza y como mi cabeza impactaba contra las baldosas del piso. Volví a sentirme diminuta e indefensa, colérica, asustada, todo. No podía definir mi estado en una sola palabra o emoción, eran tantas que no podría escoger.

Tomé una bocanada de aire, odiando la forma en que mis omóplatos se tensaban bajo mi ropa. Fui hacia mi habitación y cuando cerré la puerta, quedó a flor de piel esas abrumadoras sensaciones. Mi cuerpo se sacudió tan fuerte que por un momento me tomó desprevenida la lágrima que corrió por mi mejilla seguida por muchas otras.

Anoche, dormida creí que no podría llorar más. Ahora supe que me equivoqué.  Mis rodillas perdieron fuerza y de pronto estuve arrodillada en el piso de mi habitación. Hundí mi rostro entre mis brazos, ahogando un sollozo.

Mi cuerpo estaba débil, o al menos así me sentía. Cansada. Agotada. Asustada. Aun cuando el peligro había pasado no había podido deshacerme de la tembladera. No podía. ¿No se suponía que tenía el control de mi cuerpo? ¿Entonces por qué no obedecía y dejaba de temblar? O, ¿por qué no podía dejar de llorar?

Mi celular vibró en el bolsillo trasero de mi pantalón. Lo alcancé con mi pulso inestable y por poco se estrelló contra el piso. El nombre de Maze brilló en la pantalla y volví a bloquearlo.

Ella no tenía que estar detrás mío. Ella no tenía que evitar lo que me sucedió. No la culpaba. Sin embargo, una parte de mí sí lo hacía. Tal vez no fue la que puso algo en mi bebida, pero sí era quién estaba conmigo. Dudaba que al menos me hubiese buscado y no lo preguntaría. No digo que no se divirtiera, pero cuando una amiga desaparecía por tanto tiempo en un bar desconocido lo normal era buscarla o llamarla. No tenía ninguna llamada perdida, excepto la que acababa de hacer.

A mi mente vinieron imágenes de lo que habría pasado si Dante no me hubiera encontrado y eso solo provocó que mi respiración se atascara. Sabía que él en más de una ocasión me había apoyado como nadie más, y se sentía erróneo haberme ido de su casa de esa manera. Él solo me ayudó y yo me fui. Pero necesitaba estar sola. Necesitaba estar sola para arreglar el desastre en que me había convertido en cuestión de horas. Esa mujer que nunca se había sentido tan diminuta como ahora. ¿Eso me hacía egoísta?

Pasaron los minutos y luego horas, lo único que me informó de eso fue la luz que comenzaba a filtrarse por la pequeña ventana. Miré hacia arriba, la hinchazón de mis ojos volviéndose una barrera incómoda ante mi visión.

Intenté. Intenté ordenar lo que sucedía en mi interior. Lo intenté con todas mis ganas. Lo intenté y fracasé. Seguía temblorosa, asustada y preocupada.

Arrastré los pies hasta mi cama, y envié un mensaje a mamá. Diciéndole que estaba en el departamento y que en unas horas iría a trabajar.

No quería salir. Quería quedarme aquí, acostada y llorando hasta que el dolor en mi pecho aminorara. Pero, sí lo hacía nada más pensaría y seguiría pensado, y no quería hacerlo.

Las cartas de Dante © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora