36. Seamos padres por un día

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Jazmín. 

Estar de nuevo en la cafetería me hinchó el corazón. El olor de los panes recién horneados y el sonido de las personas conversando. Le tenía un inmenso cariño a la cafetería de Nina, puesto que había sido mi primer trabajo. Además era importante porque cuando empecé a trabajar allí para ayudar a Javier con los gastos de la casa, al igual que a mamá y con lo que gané pude ahorrar para vivir en un departamento con mis dos mejores amigos. Le estaría siempre agradecida a Nina.

—¡Jazmín! —espetó ella detrás de la caja registradora.

Me lancé en sus brazos.

—Nina, te he echado de menos —confesé.

Una emoción estrechó sus ojos.

—Ese de allá quiere otro café. Que se vaya al carajo. No voy a seguir atendiéndolo —se quejó Harry, refunfuñando como siempre.

—Si estuvieras en la película de Blancanieves serías gruñón —bromeé, abrazándolo a él también.

No me lo devolvió. Qué raro -nótese el sarcasmo-.

—¿Por qué te empeñas en seguir viendo si ya no trabajas aquí? —refutó, haciendo una mueca que afincó las arrugas de su cara.

—Porque vengo a verte, señorito encantador —me burlé—. Dame eso, yo lo llevo.

Agarré el café que el cliente quería y se lo llevé. Volví encontrando a Harry apoyado en el mostrador. Aunque él no lo dijera sabía que me apreciaba. Yo lo hacía. No había conocido a mis abuelos -estaban muy viejos y murieron antes de que yo naciera-, y él era lo más cercano a esa figura en mi vida.

—Iré a saludar a Thomas —le avisé, dirigiéndome a la cocina.

Él estaba de espaldas, como la vez que Nina me lo presentó. Thomas se volteó -probablemente había escuchado mis pasos-. El mar azul en su mirada se iluminó y sonrió, apagando la estufa.

—¿Qué hay hoy de postre? —quise saber, divertida.

Le di un breve abrazo y me senté sobre un mesón.

—Pastel de zanahoria, de chocolate, marquesa —Siguió nombrando hasta que dijo más de diez. Yo nada más reconocí como tres.

Subimos al piso con techo abierto. La mesa en la que solía sentarme a almorzar o a pensar mientras veía las montañas, seguía ahí. Como si estuviera esperándome o les había dado flojera moverla.

—Hoy es mi último día trabajando aquí —comentó Thomas, moviéndose en su silla.

Dejé el bocado de pastel a la mitad, devolviendo la cucharilla al plato. Lo miré, esperando a que continuara. Él suspiró, quitándose el delantal y dejándolo sobre la mesa.

—Conseguí trabajo en un restaurante, la paga es buena. Podré reunir el dinero para montar mi propio lugar más rápido —explicó.

—Eso es excelente. Ahí me verás, cuando tengas tu propio restaurante, pidiendo de todos los pasteles que tengas —bromeé.

Él se carcajeó, dándome una ojeada disimulada.

—Mi abuelo no paraba de preguntar por ti. No sabía si te incomodaría que te llamara, así que me abstuve de hacerlo.

Las cartas de Dante © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora