49. Invitaciones.

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Quinto mes en Alemania.

Jazmín. 

A este punto ya estaba acostumbrada al frío de aquí, y me atrevía a decir que incluso disfrutaba estar abrigada todo el día y sentir la brisa helada en mi cara. Me recordaba a las tardes en Madrid en las que manejaba mi Vespa y solo tenía que preocuparme por llegar a la cafetería, y, molestar a Harry.

Cinco meses, cinco meses sin ver a Dante y los sentía como si fueran siglos. Quería tocarlo, besarlo, tenerlo enfrente. Pero no podía, no todavía.

El contacto había aminorado con el pasar de las semanas, sin embargo no tenía nada que ver con la falta de interés. Sólo con falta de tiempo. Creo que lo manejábamos bien, es decir, todo lo que se podía. Él me enviaba mensajes contándome sobre su día cuando no podía llamarme, y yo hacía lo mismo con él.

—¿Puedo pasar? —preguntó mi jefa desde el marco de la puerta.

Si algo tenía muy claro es que, una vez llegara a las cincuenta quería verme como ella. Con sus faldas y camisas de seda, con tacones a juego o incluso jeans.

—Claro, adelante. Acabo de enviarte el presupuesto del edificio que empezaremos a construir la semana de arriba. Unas cuentas no cuadraban, así que las hice de nuevo y ya están listas.

Todavía seguía teniendo dificultad con algunas palabras del alemán, pero en general sabía defenderme.

—Debería contratarte para todo —bromeó.

—Me volvería millonaria —dije divertida, tomando de mi vaso de chocolate caliente.

—¿Qué es eso? —me preguntó, sentándose en el sofá verde menta.

—Chocolate, no me gusta el café.

—A mí tampoco, demasiada cafeína para mi salud —murmuró, cruzándose de piernas—. Hoy va a ser un día largo, ¿estás preparada?

—Termino de revisar algo y estaré lista —afirmé, metiendo lo necesario en mi cartera.

Fuimos al estacionamiento de la empresa y nos subimos en su Audi.

—En Madrid yo manejaba una Vespa —comenté, sonriendo—. Aprendí cuando tenía diecisiete.

—¿Y autos?

—Mi hermano me enseñó cuando tenía quince —respondí.

Sin mucho esfuerzo podía transportarme a ese recuerdo. Yo le había estado insistiendo que me enseñara, pero él me decía que no, hasta que un día entró en mí habitación y me dijo que tenía que aprender porque él no iba a seguir haciéndome de chófer -spoiler: me siguió llevando a todos lados-.

—¿Se llama Javier, verdad? —inquirió.

Le había hablado sobre él en las tantas cenas o almuerzos que habíamos tenido juntos. Incluso logré que fuéramos a un restaurante en donde servían comida de mi país y ella dijo que iba a ir más seguido porque era una delicia.

—Sí, el otro es Jorge, pero ese es un bebé, bueno ya no. Según él es un hombre —le conté riendo.

Jorge, mi hermanito, el renacuajo ese ahora decía que él no podía hacer cosas de niños pequeños porque ya estaba grande y que de los tres él era el más maduro -obviamente sus palabras-. Esa etapa preadolescente me estaba dando mucho material para burlarme cuando fuera adulto.

Las cartas de Dante © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora