INTRODUCCIÓN: Mi peor pesadilla

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Alguna vez te has despertado en medio de una pesadilla?, ¿has sentido el miedo entumeciendo tus músculos?, ¿el latido acelerado de tu corazón?, ¿una angustia tan aguda y punzante que es capaz de arrebatarte el aliento?. Tu cuerpo baila convulso y abandonado al son de los designios de tu mente. Es entonces cuando, incapaz de soportar por más tiempo el tormento, te incorporas sobresaltado y desorientado. El miedo aún permanece vívido en tu memoria. Los minutos van pasando y a tu cabeza acuden imágenes sueltas. Siempre las mismas... Como la luz de un faro que intermitentemente ilumina pequeños pedazos de oscuridad. Analizas las ráfagas que vuelven a ti y te das cuenta de que carecen de sentido. Todo resulta incoherente y extraño, pero, aun así, parece imposible que haya sido un horrible sueño que mañana ni siquiera recordarás. Entretanto solo queda el repiqueteo de un corazón que, como el sonido de los cascos de caballo, se va atenuando en la lejanía.

Desgraciadamente, hoy no era una pesadilla. Si así fuera, mañana me levantaría en la cama todavía llevando a mi bebé en mi vientre. Sintiendo su vida. Pero hoy era real. Tan cierto como las dolorosas contracciones que crecían en intensidad. Con ellas aumentaba de igual forma mi miedo. Tenía que apresurar mi paso si quería llegar a los pies de la Virgen para hacer la ofrenda.

Durante largos meses había temido y esperado este día a partes iguales. Ahora la balanza estaba clara. Mi esperanza se esfumaban. Era muy consciente de la evidente realidad. No en vano, ya había perdido un hijo en un parto. Hoy... además, estaba sola. En el efímero respiro, entre contracción y contracción, recordé otro tipo de dolor. El de la pérdida:

—"Sería conveniente que no volvieras a concebir"—las palabras del médico resonaban con tanta viveza como si me las hubieran dicho ayer.

— Será lo que Dios quiera—contesté tajantemente al doctor—. Mi corazón estaba aún en sangre viva. Como plañidera gemía ante la pérdida de alguien a quien no había llegado a conocer. Mi cuerpo, a pesar de la extenuación, seguía reclamando a nuestro primer hijo varón. Incluso mis senos le lloraban derramándose .

—Con gusto hubiera dado la vida por él— continué mientras contenía la humedad que se trasladaba a mis ojos.

Varios años después, temía que aquellas palabras pudieran haber sido premonitorias. Otra nueva punzada de dolor se hacía poderosa en mis entrañas. La caminata hasta la Ermita de la Virgen de Ibernalo no había hecho sino acelerar el proceso de parto. Lo único que me quedaba era la fe. Mi fe por "mi Virgen". Ella me escucharía como lo había hecho tantas otras veces antes: Cuando me casé con Marciano, cuando pedí no ser yerma. Me esforcé por limpiar mi mente y centrarme solo en aquella nueva vida y la oportunidad que me había sido otorgada. No estaba dispuesta a malgastarla. Otra contracción me fulminó. Como pude, sostuve mi cuerpo contra la puerta de la Ermita. Mis plegarias serían escuchadas por última vez ¡El bebé tenía que sobrevivir!

Esperé un nuevo periodo de calma para avanzar hasta los pies de mi Señora. Una vez ahí me arrodillé. El dolor me invadió nuevamente y empujé. Sentí despedazarme. Bajé mi cabeza. Mi falda recogida y mis enaguas ensangrentadas acogían ya la cabeza del bebé. El suelo era ahora tan sangre de mi sangre como aquella nueva vida que estaba alumbrando. Solo una vez más. El último pujo me desgarró para luego sumirme en la más absoluta oscuridad.

Al despertar estaba en brazos de Marciano, a pocos metros de casa.

¿El bebé?, ¿está vivo?pregunté ansiosa. Marciano asintió con un gruñido.

Está bien. Tenías razón, es un chicoun suspiro de alivio escapó de mi cuerpo. Tenía la certeza de que se había encargado primero de él.

A punto de entrar en casa, Mercedes, nuestra hija mediana, apareció corriendo. En su cara pude ver angustia.

¡Mamaaa,  mamaaa!gritaba, acercándose con toda la velocidad que sus pequeñas piernas de nueve años le permitían.

A caballo entre la consciencia y la inconsciencia, escuchaba cómo Marciano intentaba tranquilizarla. Egoístamente, me sentía afortunada de poder verla por última vez.

Pilar balbuceé ya al límite de mis fuerzas.

Lo sé Micaela. Descuida. No volverá allí respondió con hosquedad.

Madre... ¡No escuches a madre! le supliqué mientras me subía a nuestra alcoba. Mi tiempo se acababa.

No lo haré ¡Bien sabes lo que pienso sobre tu madre!su tono era tajante—. Guarda tus fuerzas me ordenó en una polifonía de rabia y preocupación.

Trae a Benigna pedí a Marciano con voz entrecortada—. Ella vendrá. Os quiereera consciente de que mis palabras sonaban inconexas y delirantes¡promételo!exigí con mi último aliento.

Mis ojos se resistían a abrirse, pero me esforcé para mirarle una última vez.

Lo prometo respondió a regañadientes . Vi mi reflejo moribundo en su iris furioso mientras depositaba mi cuerpo desmadejado sobre la cama.

¡Maldita sea Micaela! imprecó con voz rota¿Por qué siempre tienes que ser tan tozuda?su pregunta quedó levitando como pequeñas partículas de polvo flotando a la luz ¡Nos lo advirtieron! Debiste avisarme para llamar a un médico... pero en vez de eso te vas andando hasta la Ermita! Reclamó tan enardecido como desesperado¿En qué estabas pensando?

Me encontraba demasiado cansada como para responder. Sería malgastar saliva. Mil veces habíamos discutido sobre el mismo tema.

¡No te des por vencida ahora!me imploró arrodillándose a mi lado y tomando mi mano. La vida ya pesaba demasiado—. ¡Por favor sé cabezota una vez más!

Lo seré. Siempre lo he sido. Es cosa de familia. Ya lo sabes quise sonreír, pero la sonrisa jamás llegó a mi boca.

Blanca, mi gata, daba vueltas sobre mi cama. Maullaba, llamándome. Al parecer, también ella me necesitaba. Nunca más volvería a dormir a mis pies. Aquella tarde salió por la ventana y no volvió. A la mañana siguiente también fue encontrada sin vida.

Sin embargo, es gris. (En edición)Where stories live. Discover now