9. MICELIOS ESCONDIDOS 9.IV: El tránsito

34 7 55
                                    


Aquel día algo me despertó. Mis cimientos se agitaban haciéndome vibrar y despertándome de mi letargo. Algo desde el exterior agitaba mis entrañas y me empujaba hacia ella, Pilar.

La muchacha miraba su cuerpo tiritar en la imagen que reflejaba el espejo del lavamanos. Su carne temblaba entre las sábanas reclamando el consuelo que solo un abrazo podría brindarle. Entre sollozos, reparó en su rostro. Buscaba los paralelismos con su madre de los que Benigna hablaba. Pero sus ojos de brea eran incapaces de encontrar esas similitudes. Para ella era imposible ver más allá de la pérdida de un rumbo nada más haberlo encontrado. Sus lágrimas dejaban oscuros surcos con los restos de un maquillaje moribundo. Su nariz enrojecida por sentirse como el payaso tonto de un circo ambulante. Se sentía irreal como la caricatura de un mimo grotesco atrapado en un retrato cubista. Su cuerpo le pedía gritar hasta desgarrar su garganta. Golpear aquel objeto que le devolvía esa imagen esperpéntica y ajena. Porque, ahora mismo, era incapaz de saber qué o quién era. A pesar de todo, y por irónico que pareciera, se sentía más cerca que nunca de su madre biológica.

Todas aquellas violentas emociones me atraían como si se tratasen de la más deliciosa ambrosía: La traición, crepitaba en su aceite hirviendo. La soledad, burbujeaba como el café negro e intenso. Incapaz de resistirme a aquel extraño convite, me dejé arrastrar por la promesa del postre. Para cuando pude darme cuenta, y sin saber muy bien cómo había ocurrido, me encontraba dentro del subconsciente de Pilar.

Era su interior un búnker de hormigón gris de paredes ásperas. Como tal, carecía de puertas ni ventanas. La estancia intentaba parecer acogedora sin conseguirlo, y se encontraba decorada como una oficina. Todas sus paredes estaban tapizadas por armarios hasta el techo. Con cajones y archivadores desproporcionadamente grandes que bien podían tener el tamaño de una persona. Todos y cada uno, ostentaban enormes cerraduras doradas con llaves del tamaño del antebrazo de un niño.

La oficina estaba presidida por una gigantesca mesa central. Sobre ella, descansaba una monumental máquina de escribir cuyas teclas se accionaban solas. Me acerqué, para comprobar, cómo funcionaba. Al parecer, el estado de ánimo Pilar accionaba aquel aparato, influyendo en la fuerza y la velocidad de las letras. El artefacto se afanaba en copiar la carta que Benigna había escrito a Pilar. Creando dos copias perfectas a la vez gracias a la acción de un papel de calco dispuesto a la espalda del primer papel en blanco.

En el aire, todavía levitaba la rítmica cadencia metálica que dejaban las letras cuando un agudo tintineo indicó la necesidad de pasar al siguiente renglón.

De repente, todo se detuvo y la habitación quedó en completo silencio. Dos cajones se abrieron de improviso, escupiendo cuatro expedientes que fueron a parar a la mesa de la máquina. Cada carpeta contenía un nombre: Micaela, Marciano, Benigna y Eustaquia. El primero de ellos se abrió y una pluma llegó volando de quién sabe dónde para luego escribir algo sobre las hojas que engrosaban la carpeta. Cuando acabó fue el turno de la siguiente y así sucesivamente. Al acabar, la máquina continuó con la escritura:

Ese día Águeda acudió a la maternidad a buscarme. Su embarazo se encontraba ya muy avanzado, por lo que pensé que se había puesto de parto. Pero, la realidad fue que había llegado un telegrama de tu padre. Estaba muy preocupada y quería que se lo leyera. Por más que busqué en él, fui incapaz de hallar nada que pudiera ayudarme a conocer su identidad o paradero. Por lo que pude leer, no solo sabía que existías, sino que, además, estaba impaciente por volver junto a tu madre. El objetivo de aquel telegrama no era otro que avisar de su demora. En consecuencia, se excusaba por estar ausente en la fecha prevista para tu llegada al mundo.

Águeda no pudo más y se vino abajo. Sus lágrimas encontraron , como tantas veces, consuelo en mi hombro. Ella nunca fue tonta y, aunque a estas alturas del cuento, ya había dejado de creer en hadas. Creía que si era capaz de romper aquella promesa, bien podría quebrar cualquier otra. En ese momento el cuento finalizó sin él, tan esperado, "fueron felices y comieron perdices".

Sin embargo, es gris. (En edición)Where stories live. Discover now