✨4. OLOR A MAR: 4.I. El luto.

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Mercedes no entendía el enfado de su abuela. En realidad no era capaz de entender casi nada pero temía preguntar. En un brevísimo periodo de tiempo, su vida había dado un giro rotundo. Como si más de diez años hubieran pasado en apenas unos días. Había perdido a su madre, ganado un hermano y visto marchar a Pilar. Además, se sentía responsable de Mila. Como si una madurez prematura se hubiera instalado sobre sus hombros.

Por algún tipo de conexión inexplicable, el olor desagradable procedente de la cocción a coliflor le recordó la mirada de Pilar y el retintín de su voz al despedirse. Pilar era para todos la más preciosa rosa, pero ella era incapaz de ver más allá de sus espinas.

Para apartar aquellos sentimientos comenzó a girar sobre sí misma hasta que el mareo acabó por enviarla al suelo. Repitió el mismo patrón una y otra vez. Rotando hasta que su cuerpo acaba en la tierra. Sentía que su vida eras como ese juego. Inestable, volátil e incierto. Solo podía hacer una cosa. Levantarse y volver a empezar. No quería parar. El juego la mantenía alejada de aquella tristeza lúgubre y su negra rutina. Una casa atezada como las ropas que había teñido su abuela.

Eustaquia, ahora que Marciano estaba fuera, se negaba a permitir la salida de las niñas a la calle a jugar. Por eso, Mila y Mercedes se entretenían como buenamente podían en el poco espacio que dejaban aquellas paredes.

—¡Qué poca vergüenza! ¿Nadie os ha enseñado a guardar luto como Dios manda? —Chillaba encolerizada cada vez que las sorprendía riendo o jugando—¡Ese pagano tiene la culpa! — su voz acusadora retumbaba por toda la casa —Como todo siga así evitará que el espíritu de vuestra madre descanse en paz—sentenciaba una y otra vez como un disco rallado.

—Abuela, ¿qué quiere decir pagano?— preguntó una temerosa Mercedes. En otra ocasión ya había formulado preguntas similares y por respuesta había obtenido una reprimenda.

—Chiquilla entrometida—refunfuñó la anciana molesta.

Quedaba meridianamente claro que algo estaba carcomiendo a Eustaquia. Sus arrugas se tensaban en su cara hasta parecer raíces. Su pelo, que siempre le había parecido a Mercedes un nido coronado en el centro por un gracioso huevo amanecía pajizo y desalineado. Mechones se escapan hacia su cara chupada y ojerosa. Algo la inquietaba.

Desde que descubrí mi poder de entrar en ese espacio privado que era la conciencia, algo similar a la moralidad me había mantenido alejada de esta opción. Si bien, mi fuerza de voluntad siempre se tambaleaba con la implacable Doña Eustaquia cuya puerta conseguía mantenerse oculta a mis ojos. Cercenado ese camino intenté conseguir la información a través de Mercedes. Quizá, de forma indirecta, podría llegar a averiguar lo que ocultaba su abuela.

—Abuela ¿Por qué tiñó toda nuestra ropa?—esta vez su intento fue más indirecto.

—Porque forma parte de nuestras tradiciones de despedida, hija—. Respondió quizá con toda la amabilidad que era capaz de demostrar—. Si las tradiciones no se llevan a cabo, o se hacen mal, pueden poner en riesgo nuestro tránsito a la vida eterna que nos promete el Señor tras nuestra muerte. Una nueva existencia donde no hay dificultades ni penurias. Sin sufrimiento, enfermedades ni lágrimas.

Sin embargo, es gris. (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora