Capítulo 36

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Lara Gutiérrez

Mis compañeras de trabajo habían llegado tarde, no me esperaba menos de ellas después de la noche de ayer. Aunque estaban raras, había algo que marcaba la diferencia a los otros días y se notaba de lejos, ¿qué había pasado desde que me fui?

—No te vas a escapar —le hice saber a Belinda cuando pasó por mi lado con la cabeza bajada—. Si yo os cuento el chisme, lo mínimo que me espero es que hagáis lo mismo conmigo.

—No hay ningún chisme.

—Y yo soy rubia —ironicé—. Se nota que ha pasado algo entre vosotras.

La veo apretar los labios, todavía evitando mi mirada, no necesitaba nada más para confirmarlo. Ahora sólo me faltaba saber el qué. Belinda era más de callar las cosas, es lo que se llama una persona reservada. Quizá debería de preguntárselo a Ari, ella tenía la lengua más suelta, probablemente no fuera difícil hacerla hablar.

—Nos hemos besado —soltó.

Uy.

Esa no me la veía venir.

Belinda acababa de sincerarse, soltándome una bomba así sin más, sin anestesia.

—¿Cómo?

—Pues como se besa la gente, Lara —alzó sus cejas—. Juntando los labios y tal.

Menos mal que me lo explica, no habría llegado a esa conclusión yo solita.

—Me refiero a cómo sucedió eso —especifiqué.

—Esa es una buena pregunta porque la respuesta no la sé ni yo —suspiró, mordiendo su labio inferior—. Ella estaba ebria, empezó a decir cosas sin sentido y... Pasó.

Yo ya me estaba haciendo una telenovela en la cabeza, no iba a decir lo contrario, tenía que admitir que hacían buena pareja. Sin embargo, entendía la preocupación, ellas habían sido amigas mucho tiempo, un beso ahora podía cambiarlo todo, no querían arriesgar esa amistad por algo que quizá no se podía dar.

—¿Y qué sentiste?

—Lara, maldición, somos amigas.

—No te he preguntado eso —señalé—, no estoy aquí para juzgar.

—¿Quieres que te diga que me gustó? Pues si, la verdad es que si lo hizo, pero Ari me cae bien y no quiero que las cosas se tuerzan por eso.

—La gente no besa a las personas porque les caigan bien, lo hacen porque les gustan.

Ella se me quedó mirando en silencio, señal de que me estaba dando la razón pero que no lo diría en voz alta.

—Deberíais de hablar.

—Puedes aplicarte el consejo.

Uh, patadita en el estómago.

Me lo merecía, desde luego.

—Lo haré —prometí—, pero tú no te puedes quedar callada, también tienes que hacerlo.

—En algún momento —murmuró, llevando sus ojos a dónde estaba Ari, concentrada en el trabajo y no como nosotras—. No me va a quedar mas remedio.

—Estamos en las mismas —reí, dando por finalizada la conversación.

Justo en ese instante entró Yago en la cocina y tuvimos que fingir que estábamos trabajando, aunque no era tonto, no tardaría demasiado en darse cuenta. Todos, absolutamente todos, se pusieron alerta cuando lo vieron entrar, no habíamos sido nosotras las únicas. Él no pareció darle importancia y caminó con seguridad hasta llegar a mi lado.

—Lara, sal a servir a la terraza.

—¿Yo? —inquirí—. Pero yo no... —me mordí los labios ante las miradas que me estaban lanzando todos mis compañeros—. Ahora mismo voy.

—No te lo pediría si no fuera importante —me hizo saber, después se dirigió a otro de los cocineros y perdí el hilo de la conversación.

Me limpio las manos en el delantal y salgo toda dispuesta, servir no era mi punto fuerte, de eso estaba más que segura desde que pasó lo de Nando, pero no podía no obedecer las órdenes de mi jefe.

En la terraza no había muchas personas, las pocas que había ya se encontraban comiendo... A excepción de una mesa. Lo vi de espaldas, pero lo distinguí a la perfección. Nando estaba allí junto a Diego, a quien sí veía de frente.

—Bienvenidos, ¿que desean to...? —las palabras se quedaron en el aire y fueron interrumpidas por un jadeo de sorpresa cuando me situé a su lado—. ¿Qué te ha pasado, Nando?

Mis rodillas se flexionaron solas para quedar a su altura, mis manos fueron directas a su rostro, tomándolo con cuidado para evitar hacerle daño. Estaba hinchado, tenía un golpe de color rojizo, si no había sangrado le dejaría un buen moretón.

—Amor, estoy bien —susurró, poniendo sus manos sobre las mías.

—¿Pero tú te has visto? —negué con la cabeza—. ¿Quién te ha golpeado?

Diego carraspeó su garganta, casi me olvido de su presencia, cuando giré el rostro para verlo tenía una mano levantada.

—He sido yo, lo siento —murmuró, casi avergonzado.

—¿Lo sientes? —pregunté, cargada de ironía—. No tenías ningún derecho a tocarlo, bien sabes que tu hermana es adulta y ha hecho las cosas por propia voluntad.

—Me siento regañado —murmuró por lo bajini—. Tienes toda la razón del mundo, solo actué sin pensar, no es bueno dejarse llevar por los impulsos.

—Yo si me guiara por mis impulsos te habría roto el plato en la cabeza —le hice saber, volviendo de nuevo la mirada a Nando, que me miraba con una pequeña sonrisa en los labios—. Te voy a traer hielo, la comida puede esperar unos minutos.

Dejé un corto beso en sus labios y me levanté para volver dentro del restaurante. Yago me vio entrar pero no dijo absolutamente nada, fui directa al congelador para sacar de este un par de cubitos de hielo y envolverlos en un par de servilletas. No era lo mejor, pero se las podía apañar así.

Volví a la terraza con ellos y le apoyé el hielo cubierto en la mejilla de manera cuidadosa, no quería hacerle daño.

—Gracias —susurró, sustituyendo mi mano por la suya.

—No es nada —admití—. ¿Qué vais a querer?

Ambos tomaron primero el menú, aunque no tardaron demasiado en decidirse. No había llevado nada para apuntar, me aseguré de repetirlo mentalmente un montón de veces para no olvidarme cuando llegué a la cocina.

—Por favor, escúpele al plato de Diego —pedí, Ari alzó la mirada divertida mientras emplataba.

—¿Por qué habría de hacer eso, eh? —se carcajeó.

Porque le había pegado a Nando, era lo mínimo que se merecía.

Dueño de mi vida Donde viven las historias. Descúbrelo ahora