Capítulo 1.

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Capítulo 1

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Capítulo 1.

Horas antes...

Presioné los párpados al sentir un agudo sonido en mis oídos. Sentía cómo mis tímpanos sufrían por el ruido que no cesaba. Me dolía la cabeza, el cuerpo y hasta la garganta.

«Espera, ¿ya estaba muerta?».

Abrí los ojos repentinamente y divisé el lugar donde todavía me encontraba. Seguía en el avión, sentada junto a mis padres.

«¿Qué carajo había pasado?». Fue lo que pensé al frotar mi frente y mis sienes.

—Aly, ¿estás bien? —mi madre acaparó mis mejillas con sus manos al mirarme a los ojos con cierta preocupación.

—Yo... —presioné los párpados al sentirme un poco mareada.

—¿Cómo te sientes, cariño? —añadió mi padre al sujetar mi mano para comprobar que a pesar de todo estaba bien.

—¿Qué pasó? —volví a mirar a mi alrededor y me di cuenta de que el sonido agudo provenía del avión, ya que estábamos a punto de aterrizar—. ¿Qué ha sucedido? —miré a mis padres anonadada al comprobar que estábamos vivos.

«Mierda, había estado soñando».

—Sufriste una fuerte crisis emocional por lo de... —mi madre esquivó mis ojos.

—El doctor Andrés Wayne te ha sedado para que estuvieras más tranquila durante el vuelo —añadió mi padre al darse cuenta de que mi madre ni siquiera podía pronunciar mi realidad.

«Sí, Nere. Adrián había muerto». Mi subconsciencia no pudo evitar hacerme recordar lo que había sucedido.

Acaricié mi vientre mientras un dolor indescriptible volvía a agolparse en mi pecho. Mi parte racional debía aceptar el hecho, pero mi corazón se negaba a la pérdida de mi gran amor.

—Por suerte, dormiste durante todo el vuelo —mi madre presionó mis manos con calidez, intentando reconfortarme.

—Sí, creo que fue lo mejor —dijo mi padre—. Había un frente de frío que causó algunas turbulencias —enarcó las cejas al suspirar con cierto alivio—. Al menos llegaremos sanos y salvos.

—Doctora Doménech, me alegra que hayas despertado —el doctor Andrés Wayne se giró desde su asiento y me miró esperanzado, a pesar de que realmente estaba afectado por la pérdida de su único hijo—. Será mejor que se ajusten los cinturones de seguridad. Según el piloto, aterrizaremos en Puerto Rico en unos minutos.

Tragué saliva al acomodarme mucho mejor sobre el asiento, al igual que mis padres, quienes no dudaron en hacer lo que el doctor Andrés Wayne había sugerido. Ambos cerraron los ojos y entrelazaron sus manos al esperar el momento del aterrizaje.

Comencé a mirar por la ventanilla al mantener mi mano sobre mi vientre, con ganas de estallar en llanto. Sin embargo, el interlocutor interrumpió mi intención cuando el piloto avisó que el avión estaría aterrizando.

Podía ver el inmenso mar oscurecido por la madrugada que arropaba el ambiente. Las farolas alumbraban los caminos y cada vez estábamos más cerca de tocar tierra. Una parte de mí estaba feliz de regresar a casa, pero otra parte de mi ser seguía muriendo lentamente al saber que Adrián no estaba conmigo.

«Más bien, con nosotros», pensé al acariciar mi vientre.

—Damas y caballeros, hemos llegado a Puerto Rico —nos avisaron a través de los interlocutores de la cabina segundos después de haber aterrizado.

Mis padres se abrazaron y luego ellos me devolvieron el abrazo.

—Al fin estamos en casa —me dijo mi madre muy conmovida, abrazándome junto a mi padre.

El doctor Andrés Wayne, sin embargo, nos mostró una sonrisa de medio lado y bajó la cabeza. Podía percibir cómo sus lágrimas se escapaban de sus ojos y cómo intentaba enjugarlas discretamente.

—Si no hubiese sido por ustedes y mi hijo, no hubiésemos podido lograr esta hazaña, porque lo fue. Salvar personas siempre lo será, y esta vez serán millones de vidas.

No pude evitar volver a llorar al ver lo afligido que estaba el doctor Andrés Wayne con la pérdida de su hijo. Sabía que sentíamos el dolor de maneras muy distintas, pero aun así no dejaba de doler.

—Al igual que mi niño —intentó recobrar su compostura al secar algunas de sus lágrimas—, cada uno de ustedes jugó un papel importante para que la cura fuese accesible para las personas alrededor del mundo.

—Yo... —me levanté del asiento como pude—. Lamento mucho esta pérdida —le dije al sentir que mi pecho explotaría por la angustia—. Siento mucho las molestias que causamos en Francia —le dije, refiriéndome a mi madre y a mí—. La verdad es que yo no quería...

—Pero ¿qué dices? —el doctor Andrés Wayne me interrumpió—. Tal vez al principio pudo ser una mala idea, pero si tu madre no hubiese ido a Francia detrás de tu padre, tú no hubieses ido detrás de ella. Por ende, mi hijo no hubiese ido —negó con la cabeza y colocó una mano sobre mi hombro—. Lo que quiero decir es que, si no hubiese sido por mi hijo y por ti, era muy probable que tu papá y yo hubiésemos muerto y la cura hubiese tardado más tiempo en agilizarse.

Cuando mis padres se levantaron de sus asientos y me dejaron pasar, el doctor Andrés Wayne y yo nos abrazamos por primera vez, compartiendo el dolor de una pérdida en común. En el momento, no estábamos siendo los médicos neutrales que de alguna u otra forma salvábamos vidas. Éramos los humanos frágiles que también sentíamos dolor y sufrimiento.

—Sé que él estaría feliz de que estés a salvo —me dijo en un susurro, abatido por la pena.

—Lo sé —mis lágrimas se hicieron presentes. Sin embargo, recordé que al menos tendría un fragmento de él para siempre—. Créeme, lo sé.

«Nere, quizá era el momento de decirles la verdad».

—Prepárense, porque saldremos en unos minutos del avión. Los llevaré directamente hacia el hospital para que terminen de recuperarse y descansen —el doctor Andrés Wayne nos miró decidido en cuanto se alejó de mí—. Todos necesitamos recuperarnos y descansar. Además, no olviden que el país está en cuarentena —enarcó las cejas y se giró sobre sus pies.

—Yo... —dudé por un segundo, pero sentía que necesitaba decirles que estaba embarazada—. Esperen.

Mis padres y mi suegro se giraron sobre sus pies y me miraron con atención.

—¿Sucede algo, cariño? —preguntó mi padre.

El doctor Andrés Wayne volvió a acercarse a nosotros y me examinó por un momento, ya que frotaba mis sienes, sintiéndome mareada y con ganas de vomitar.

—Doctora Doménech, ¿te sientes bien? —mi suegro achicó los ojos.

—Hija, ¿qué pasa? —mi madre acarició mi cabello.

—Bueno, es que yo... —carraspeé y solté el aire que estaba conteniendo—. Estoy embarazada.

MCP | La Especialidad ©️Where stories live. Discover now