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Dalila POV's



Noviembre.


Con las mejillas sonrojadas, y la sensación de la piel áspera tirando de mi rostro, acomodo la bufanda alrededor de mi cuello. Me abrazo a mi misma, con el enorme abrigo que me cubre, y otras dos capas de ropa por debajo. Lo último que necesito es volver a caer enferma en la cama, fueron diez días muy largos, con tos y fiebre, justo como lo había previsto.

Mis pasos son apresurados, aunque me aseguro de mantener los pies firmes sobre la nieve, temerosa de tener un descuido y caer.

Al ver en la distancia el Anémona mi mente estalla con los recuerdos del italiano y yo ahí adentro. Como cuando me enteré que era el dueño en la noche de reapertura del restaurante, o la vez que cocinó para mi, y también me dijo qué es lo que esperaba de nosotros. Fue muy honesto, y sin embargo, fui una imbécil y me equivoqué. Caí en la trampa del amor.

Inspiro hondo al abrir la puerta, sacándome el gorro de lana para sacudir la nieve. El tejido está mojado, tan o más que mi abrigo, ni hablar de mis botas. Está haciendo un día espantoso, y sin duda echo de menos los cálidos días de verano.

No está más que el personal del restaurante preparando las mesas para el almuerzo, acomodando los manteles y poniendo en su sitio los cubiertos de plata.

Aquellos con los que cruzo miradas hago un corto asentimiento con la cabeza en forma de saludo. La mayoría aquí ya me conocen, así que no me preguntan nada mientras hago el trayecto hasta la cocina. Pero no ingreso, porque también hay gente dentro, haciendo tareas de aquí para allá, en la estufa, con las ollas en hervor, y la plancha. Desde afuera se puede sentir el calor, y por supuesto, los gritos del jefe de cocina, Joan, quien les recuerda con una voz alta y fuerte que el tiempo está corriendo.

En su lugar me pongo en puntitas de pie, esperando que me vea a través de la ventana de marco circular. Lo hace. Con una simple seña me dice que aguarde un momento.

Dicta unas cuantas órdenes más y quitándose el sombrero blanco, les informa que volverá en diez minutos, quince como mucho.

La puerta se abre y Joan camina bajo el umbral. De inmediato me estrecha entre sus brazos, y le devuelvo el gesto sin titubear. Apoyo la mejilla en su pecho,  sintiendo el olor a comida y sudor en su chaqueta blanca, aunque eso no me impide que lo apriete con más fuerza. Retengo las lágrimas. Lo extrañé muchísimo.

—Dalila —suspira, apartándose para verme a los ojos. —Vamos a la oficina, allí podremos hablar más tranquilos.

Lo sigo por el pasillo, consciente de que seguramente se trate de la oficina de su jefe. Por ende, el Señor Cavicchini. Aun me cuesta llamarlo así, pero resolví que era lo mejor. Si lo ponía en este lugar, en donde pretendía que nunca habíamos cruzado la línea, creí que haría más fácil superarlo. A más de tres semanas desde que se marchó, todavía estoy luchando con eso.

Por lo que lo veo de esta forma; tuve una breve historia con Alexandro, pero el hombre que me rechazó y me dijo que me fuera de su departamento era el Señor Cavicchini. Dos personas totalmente diferentes.

Razonando así he tenido avances, o algo similar. Por lo menos no estoy llorando como una bebé en este mismo instante, porque cuando entramos a la oficina, el aroma de su perfume continúa en el aire, y es lo primero que me envuelve al poner un pie dentro.

Un escalofrío recorre mi columna vertebral, y yo aguanto, diciéndome que basta de lágrimas. No más recuerdos para castigarme. Al menos por ahora.

—¿Está bien que estemos aquí? —No sé si lo pregunto porque en verdad me preocupa que Joan llegue a tener  problemas o porque en el fondo preferiría estar en otro sitio.

Esclava del PecadoWhere stories live. Discover now