Capítulo 24

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CAPÍTULO 24.

Evangeline Brown.

Me encuentro sentada en el suelo, rodeada por mi imponente vestido de novia y por todas esas personas que observan cada uno de mis movimientos. Dejo el arma en el suelo mientras Adiele aún me apunta con la suya, pero ni siquiera le estoy prestando atención debido a la tremenda bomba que me han lanzado y que ha explotado dentro de mí, repercutiendo en mi cuerpo y alma.

Una extraña e incontrolable mezcla de emociones me embarga, y de repente, de mi pecho aflora una sonrisa que se transforma en risa, y finalmente estalla en una carcajada. Es una risa liberadora, una risa que parece brotar desde lo más profundo de mi ser, sacudiendo todo el peso de la situación.

Por un momento, todo parece absurdo, surrealista, como si estuviera atrapada en medio de una obra de teatro tragicómica. Pero a pesar de la locura que me rodea, siento una extraña sensación de alivio.


—¿De qué mierda te ríes? —grita Adiele, consternada—. Después yo soy la loca.

No puedo contenerme, la risa parece brotar de lo más profundo de mi ser, envolviéndome en un torbellino de emociones. Me duele la panza de tanto reír, pero es una risa liberadora, una catarsis ante la absurda situación en la que me encuentro.

—¡Jaque mate, Telesco! —grito, dejando que mi voz resuene en el eco de la iglesia—. ¡Jaque mate a todo este pueblo de mierda!

Las palabras salen de mí como un grito de victoria, un desafío al destino y a todos aquellos que han intentado manipularme. En medio del caos y la confusión.

Por primera vez en mucho tiempo, siento que tengo el control de mi destino.


—Por eso estaban todos cagados hasta las piernas en cuanto vieron que los Brown volvieron a vivir al pueblo —pienso en voz alta, mientras se arma una especie de rompecabezas en mi mente—. Estaban desesperados por eliminarnos porque sabían que teníamos el control de todo esto.

Me levanto como puedo y miro a mi padre con una mezcla de incredulidad y comprensión.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunto, buscando respuestas en su mirada.

Papá no dice nada, solo clava la mirada en Vicenzo Telesco, cuyo rostro parece a punto de desmoronarse bajo la presión.

—Estabas amenazado —concluyo en un susurro, conectando los puntos lentamente.

—Me advirtieron que si decía algo te iban a matar —confiesa papá, su voz temblando ligeramente—. En la primera que intenté rebelarme, amenazaron con hacerle algo a tu madre. Ella estaba decidida a sacarte del pueblo, pero yo no podía permitirlo. No teníamos el derecho ni la fortuna para reclamar nada. Hasta que encontré unos papeles viejos escondidos en el sótano de la mansión en la que vivimos. Mis padres huyeron del pueblo, siendo dueños del mismo, porque se sintieron amenazados por los padres de Vicenzo. Los convencieron de que no eran aptos para manejar nada. Huyeron por miedo. Pero decidí regresar para reclamar lo que era nuestro, Evangeline —camina hacia mí, con una determinación renovada—. Decidí regresar para darte una vida mejor de la que teníamos en California. Nadie nos obligó a regresar, te mentí. Fui yo quien regresó para reclamar lo que los Brown alguna vez fundaron.

—¡El pueblo es de todos nosotros, no pueden venir a reclamar absolutamente nada! —alza la voz Sara Telesco, reaccionando de una vez—. ¡Tiene nuestros valores, nuestras generaciones, tiene nuestra esencia! —empieza a hablarle a todos los presentes, desesperada por ser escuchada y para que se vuelvan contra nosotros.

—¿Esencia, valores? —le respondo con sarcasmo—. ¿Sara, les has contado que tu marido y tú prostituyen mujeres en un sitio subterráneo en medio de un bosque, donde el esposo de todas va?

El murmullo de las mujeres se eleva hacia sus maridos, atónitas ante la revelación.

—¿De dónde creen que la fortuna de los Telesco se sostiene? —continúo, dejando caer la bomba—. Sí, tienen dinero, pero su fortuna aumentó descaradamente desde que empezaron con la trata de blancas hace años atrás.

Sara mira a su alrededor, nerviosa y sonríe, como si lo que acabo de decir fuese una locura.

—¿Quieren seguir con su vida o van a dejar al pueblo en manos de esta chiquilla estúpida? —grita Sara Telesco, enfurecida, intentando recuperar el control de la situación.

—¿Tienes pensado aceptar el matrimonio igualitario? —me pregunta Adiele, curiosa, rompiendo momentáneamente la tensión del momento.

—No veo por qué no —le respondo, decidida a mantener mi postura.

—¡Yo me quedo a favor de esta chiquilla estúpida! —exclama Adiele, eufórica, amenazando con lanzar un tiro al aire. Pero rápidamente detengo su brazo, susurrándole que no es necesario que lo haga.

Sara me observa con odio y desprecio, pero yo no pienso desviar la mirada. Mantengo mi postura con determinación.

—Quiero que Sara y Vicenzo Telesco se marchen del pueblo —sentencio con firmeza—, y que sus hijos vivan en libertad al igual que los hijos de todos. No tienen por qué vivir encerrados en este sitio solo para casarse y tener bebés —mi voz resuena en la iglesia, desafiante y decidida—. Si supieran lo hermosa que es la vida afuera, sin ataduras matrimoniales, sin tener que preocuparse por cuál será la siguiente estrategia para conseguir un esposo... ¡Les han lavado el cerebro a todos! ¡Esto no es vida!

En las sabanas de un TelescoWhere stories live. Discover now