LIV. La hora dorada

25 0 0
                                    

   Es la hora dorada. O al menos así le suelen decir.
   Nunca había entendido bien el porqué, más allá de lo obvio. Nunca había logrado comprender realmente qué tenían de especial esos últimos momentos de luz solar, esos minutos antes del atardecer propiamente dicho.
    Hasta ahora.
    Porque es la hora dorada, y estoy al lado tuyo observando.
    La ciudad que se extiende bajo nuestros pies parece recubierta en oro, al igual que el pasto sobre el que estamos sentados. Una suave brisa los mece, y ese lento movimiento ondulatorio me hace pensar en un mar, en un océano de oro, justo al lado de nosotros.
   No hace frío. No puede hacer frío en la hora dorada. No puede hacer frío mientras me estás rodeando con un brazo, contemplando, al igual que yo, la ciudad que resplandece. Ahí todo es más hermoso de lo normal. Todo parece cobrar vida con los rayos del sol agonizante, adquiriendo un encanto y un brillo propio.
   Alcanzo a ver algunos autos circulando por las calles, pero todo parece demasiado lejano. Todo está a miles de kilómetros de distancia, excepto la luz del sol, el pequeño valle en la montaña baja sobre la que estamos y vos. Estamos en una burbuja dorada.
   Entonces giro la cabeza.
   Estoy acostumbrada, por supuesto, a quedarme sin palabras o sin aliento cuando te observo. Estoy acostumbrada a perderme totalmente en tus ojos, a contemplar tu sonrisa, a observar suavemente tus labios, como si te pudieras romper en cualquier momento sólo por la fuerza del cariño en mi mirada.
  Pero verte al amparo de la hora dorada es simplemente un milagro de la naturaleza. El paraíso.
  Tus ojos celestes relucen con la luz, revelando una gama de tonos azulados que nunca había visto, colores que no tienen nombre. Tus pestañas los encuadran y los resaltan, como si fueran el marco de una obra de arte, y en cierta forma así es. Ya no son ojos, son gemas. Son zafiros. Zafiros que me están devolviendo la mirada.
   Tu cara parece cubierta con una fina película de oro, que suaviza los bordes de tus facciones y hace que tus labios, curvados en una dulce sonrisa, parezcan terciopelo. Tengo la suerte de haber podido comprobar que también son así de suaves.
   El sol se enreda y se abre paso entre tus finos y cortos cabellos, y estoy casi segura de que si los reviso más de cerca, voy a encontrar hebras doradas escondidas entre tu pelo marrón. Extiendo una mano y la paso lentamente por tu flequillo, en una caricia suave que termina con mi mano reposada en tu mejilla reluciente, y con vos sonriendo más que antes. Ver desde lo alto a una ciudad en la hora dorada es hermoso, sí, pero verte lo opaca todo. Nada puede siquiera aspirar a relucir tanto como vos lo hacés.
   Nos contemplamos en silencio. No decimos nada. No es necesario, estamos en nuestra burbuja de oro. Nada nos puede molestar, nada nos puede hacer daño.
   Ambos sabemos que este es de esos momentos que se recuerdan para toda la vida. Es de esos instantes que no se borran, pase el tiempo que pase, porque quedan almacenados muy dentro nuestro; son eternos. Y sabemos que las palabras que podamos llegar a decir también van a permanecer grabadas en nuestras memorias, por lo que deben ser importantes, nada de cosas innecesarias o superficiales.
   Reflexionando sobre esto, entiendo que es momento de decirte algo. El impulso urgente que tengo en el pecho lucha por ser liberado, y ya no puedo ignorarlo. No puedo callarlo más tiempo.
   Como intuyendo la urgencia de mis pensamientos, tus hermosas facciones doradas se tensan un poco. Cubrís mi mano, que sigue en tu mejilla, con tus dedos, en un gesto de apoyo. Tus ojos de galaxia me contemplan, curiosos, preguntándome qué pasa, y esperando con paciencia que lo que me está rondando por la cabeza salga de mi boca.
   Miro una vez más esas pupilas que tanto adoro, para obtener fuerzas, e instintivamente, sin poder evitarlo, contemplo todo tu cuerpo. Me doy cuenta de que, si pudiera, realmente podría pasarme la vida entera observándote en una hora dorada eterna. Pero no me sorprendo. Ya lo sabía. Siempre lo supe.
   Abro un poco la boca para tomar aliento. Hasta el aire que estoy aspirando reluce, y en mi cabeza surge la imagen de una corriente dorada entrando en mis pulmones y haciéndolos brillar.
  Logro con mucho esfuerzo formular las palabras en mi mente, porque ya no puedo seguir conteniéndolas adentro mío. Es demasiado difícil. Es demasiada agonía.
  Te miro intensamente y por fin un susurro ronco, casi un gemido de dolor, sale de mi garganta.
  -Por favor...
  No puedo evitar arrodillarme enfrente tuyo y agarrarte el rostro con ambas manos, esta vez con firmeza, para suplicarte.
  -Por favor, no dejes que me despierte.

______________________________________

Nota: no estoy muy acostumbrada a escribir en prosa, pero siempre es bueno probar cosas nuevas. No estaba muy segura de lo que estaba haciendo cuando empecé a escribir este texto, pero resultó ser uno de mis favoritos. Espero que haya podido transmitirles la imagen que tenía en la cabeza cuando escribía; ese paisaje dorado, esa paz.

Lo que nunca pude decirteWhere stories live. Discover now