9. Ecos

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Las niñas se negaron rotundamente a dejar solo a su padre, de modo que Ashley propuso preparar el almuerzo entre las tres, y pasaron la hora siguiente dejando la cocina hecha un desastre, mientras Finnegan miraba béisbol en la sala.

Stu no se demoró mucho solo en el ático. Se asomó a la cocina a ver a qué se debía tanto alboroto, logró esbozar una sonrisa cansina y fue a ducharse.

Durante la comida debatieron qué película verían después del postre, y pronto se repartían en los sillones de la sala. Las niñas se sentaron con Stu, y él notó que estaban en la misma posición en que las viera en sueños con C, en la casita de Mar del Sud: Melody sobre sus piernas, acurrucada contra su pecho, y Elizabeth apretada contra su costado del otro lado.

Volvió a llover mientras veían la película, que por la atención que Stu le prestó, tanto podía ser Buscando a Nemo como American Psycho. 

Apenas terminó, lo sentaron a jugar otra vez al Monopoly, en tanto Ashley ponía un poco de orden en la cocina. Arrojó los dados, compró, vendió, habló, hasta trató de reír. Hizo lo que se esperaba de él como se esperaba que lo hiciera. 

En su interior no quedaba nada. Las huellas del dolor y la pérdida. Los rastros contradictorios de todo lo que sintiera desde la noche anterior: la felicidad, la esperanza, el placer, la pena, el desengaño. Pero eran sólo ecos, rumores vagos en el vacío dentro de él. Porque allí dentro no quedaba nada. Era una caja de resonancia hueca, gris, fría. Lo único que podía sentir realmente era el agotamiento que lo colmaba. Mantenerse vivo, mantenerse en pie, le insumía la escasa energía que le quedaba.

Habría dormido una semana. Y tal vez lo hiciera, ¿por qué no? Al día siguiente, cuando las niñas se fueran. Cuando Jen fuera a buscarlas... Respiró hondo al darse cuenta que tendría que volver a verla tan pronto. Y respiró más hondo al darse cuenta de que no quería volver a verla en mucho tiempo.

Se descubrió mirando la hora y sacando cuentas. Las cuatro de la tarde en San Francisco, las nueve de la noche en Argentina. C debía estar preparándose para su gran noche, en sólo dos horas. En cualquier otro momento, en una situación así ya lo hubiera llamado para contarle cómo había ido el primer set. Le habría gustado verla tocar. Verla pararse en ese escenario enorme, con la gente empequeñecida a sus pies, y brillar como seguramente brillaría. Ahogó un suspiro.

La llamaría al día siguiente por la mañana, como habían quedado. Escucharía lo que tuviera que escuchar, diría lo que tuviera que decir. No adiós. Ella formaba parte de su vida y eso no cambiaría. Aunque nunca volviera a verla. Aunque nunca volviera a hablar con ella. Ni la distancia ni el silencio lo harían olvidar el lugar que ella se ganara en su vida, en sus sentimientos.

"Tienes que dejarla ir," había dicho Ray. "Tienes que olvidarla."

Como si algo así pudiera decidirse racionalmente y hacerse sólo porque era lo más sensato, o lo que correspondía.

En algún momento Elizabeth lo mandó a bancarrota, y aprovechó para excusarse y subir a descansar un rato, pidiendo expresamente que lo despertaran para cenar.

Se derrumbó en la cama revuelta y reparó en que olía a Jen.

Soltó el aire en un suspiro tembloroso, se incorporó bruscamente y arrancó las sábanas de un tirón. Las arrojó al suelo y volvió a acostarse sobre el colchón desnudo, frío.

Mientras dormía, el reloj en su muñeca dio las seis.

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