10. El Final

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Claro que estábamos nerviosos. Estábamos muertos de miedo.

Habíamos piloteado el set de la tarde y habíamos obtenido una respuesta tibia de los que se acercaran a escucharnos. Pero nada más. Lo cual nos tenía... no, me tenía aterrorizada.

Cristian había tenido la bondad de informarnos que había sesenta y cinco mil personas en el Aeródromo esa noche. Me temblaron las rodillas y tuve miedo de que me bajara la presión al escucharlo.

De pie a un costado del escenario a oscuras, tratando de ignorar los retorcijones de pánico, recordé otra cosa que me Cristian dijera esa misma tarde.

Después de tocar me había ido sola al micro, con la excusa de tratar de dormir un rato. Y a los cinco minutos, cuando apenas terminaba de cambiarme, apareció Cristian ahí, mate y termo en mano. Se me sentó al lado sin pedirme permiso, me ofreció un mate y no lo soltó hasta que lo enfrenté.

—No te voy a preguntar qué te pasa ni te voy a consolar como anoche —dijo con su acento brusco, siempre un poco pedante—. No me importa.

—Mejor —gruñí, arrancándole el mate de entre los dedos.

—Pero lo que acabas de hacer es mierda de paloma: no sirve ni para abono.

—Lo que me faltaba, citas del General. Andá a cagar.

—Sí, seguramente después de hoy todos vamos a terminar yéndonos a cagar y a buscarnos otro laburo.

Desvié la vista para no darle una trompada en su cara bonita de rockstar suicidado. Opté por tomar el mate.

—No es momento de llorar penas de amor, Cecilia. No podés seguir hecha un flan y volver a salir a tocar blanda como recién. Así que agarrá toda esa angustia y tragátela. Hacela bronca. Y vomitala cuando salgas al escenario esta noche. Que sea tu voz y tus palabras. Sacátela de adentro y tirásela a la gente. Que ellos se arreglen.

Con su teatralidad de siempre, esperó muy serio que le devolviera el mate, se levantó y se fue sin mirar atrás.

Horas después, respirando hondo al costado del escenario, apreté los dientes asintiendo para mí misma.

Podía detestar a Cristian otro día. Esa noche tenía razón.

Para que todo el que nos hubiera escuchado nos reconociera, habíamos decidido arrancar, ironías aparte, con End. En castellano. Así que salimos todos corriendo al enorme escenario sur en sombras, cada uno a ocupar su lugar, y apenas los chicos estuvieron enchufados, Beto largó con el bombo. Empezaron a prenderse las luces mientras nos alineábamos los cuatro aplaudiendo al ritmo de la batería con las manos por encima de nuestras cabezas. Por suerte la gente se prendió, esa marea de caras anónimas que llegaban del escenario norte y que se alzaron hacia nosotros, borroneadas por nuestro miedo y nuestra adrenalina.

Y cuando el ritmo que marcaba Beto hizo eco en todo el predio, y sólo entonces, Walter largó el rasgueo inconfundible de End. Diego esperó una vuelta y se le sumó con su frase. Escuché incrédula los gritos del público, que parecía reconocerla, algo que no sucediera cuando la tocáramos a la tarde.

Un instante después yo quedaba sola en la primera línea, delante de un micrófono que esperaba mis palabras.

Las palabras que esperaban mi fuerza y mi emoción.

La emoción que me revolvía las tripas desde la noche anterior. La tristeza, el dolor, la impotencia. Leña para mi bronca.

—No te voy a consolar —había dicho Cristian.

Saqué el micrófono del pie con gesto decidido.

Yo a vos tampoco, te dije en silencio antes de empezar a cantar para mi gente. En mi idioma que nunca te preocupaste por entender. En mi tierra, mi lugar. A diez mil kilómetros y toda mi vida de vos.

A Un Lado - AOL#3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora