Capítulo 4

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Ayker Evans

Empezaba a dolerme la cabeza de todo lo que había pasado en un solo día; en pocas horas. Ahora que estaba en el restaurante a la espera de Diego sentía las punzadas de dolor en mi sien, deseaba irme al hotel y descansar. El viaje desde España hasta Estados Unidos había sido larguísimo pero no había cerrado ojo, era imposible para mi descansar durante un vuelo. No hice más que dejar las cosas en el hotel, nada más llegar, para después ir directa a la empresa del magnate de Jesús. Por poco me quedo dormida en la reunión, por suerte eso no pasó o me dejaría fatal, sabían cuan exigentes eran los americanos cuando se trataba de negocios, pues en los demás ámbitos eran más bien desubicados.

No quería mencionar a Diego como ejemplo, pero a la vista estaba.

Podía llegar a entender que por su posición tuvo la mala suerte de verse obligado a madurar antes de tiempo solo para dar una buena imagen de su familia, quizá por eso aún existían en él actitudes aniñadas.

Y hablando del rey de Roma...

—Perdón por llegar tarde, tuve complicaciones —Se disculpó en cuanto se sentó frente a mi, parecía sincero y en otra ocasión lo habría creído, pero el color carmesí que manchaba la comisura derecha de sus labios me hacían ver que el hijo mayor de Zabdiel estuvo a otras cosas.

—¿Cuántas por día?

—¿Cómo dices? —inquirió, arqueando una de sus cejas, queriendo que re formulase la pregunta.

—¿Cuántas personas necesitas para sentirte satisfecho?

—No necesito a nadie para sentirme satisfecho, empezando por ahí —señaló, mirándome sin deshacer su expresión—. El sexo solo es diversión, unas personas hacen deporte, otras juegan a videojuegos, hay algunas que leen, otras tantas que escriben. Yo follo. Supongo que cada quien tiene sus métodos, ¿cuáles son los tuyos?

—Mis métodos son similares a los tuyos —admito, con una febril sonrisa—. No disfruto tanto del acto como lo hago con el juego.

—¿El juego sexual?

—Ajá, la provocación, el erotismo... —murmuró, viendo cómo sus dientes presionan su labio inferior al oír mis palabras. Estaba dispuesto a dar el paso.

—Enséñame —pidió en voz baja.

¿Y como iba yo a negarme a semejante petición?

Claro que le iba a enseñar, tenía que abrirle las puertas a un mundo del placer al que no todos se atrevían a entrar.
Estaba harta de los hombres que tenían un modus operando idéntico al porno, creyéndose que nosotres éramos seguidores del mismo. ¡Que equivocados! Yo no iba a fingir por nadie, si querían gemidos de verdad que hicieran las cosas de verdad.

Mi pierna busca la suya por debajo de la mesa y se la acaricio, haciendo un roce constante que le hizo removerse en su silla; ascendí mi pie hasta sus rodillas para que las separase para mi.

—Baja la cremallera, Diego.

—¿Qué? —tragó saliva—. ¿Cómo diablos quieres que haga eso?

—Es sencillo, pon tus dedos en la cremallera y deslízala hacia abajo.

—No me refiero a eso, lista. Lo que quiero decir es que estamos en un restaurante —se queja, víctima de la vergüenza.

—Hay un mantel, guapo, no te preocupes ir no se verá nada. Además, las personas no van por la vida mirándole la entrepierna a los demás cuando es la hora de comer.

—Técnicamente ya no es hora de comer, más bien es la hora de tomar el cafecito de la tarde.

—No hay hora para tomar "el cafecito de la tarde" —rebatí, viendo cómo este chico sacaba un debate de cualquiera cosa.

—¡Por supuesto que la hay!

—Basta —corté el tema, riéndome un poco de la situación—. ¿En que quedamos?

—En que hay hora para el café de la tarde.

—Diego —pronuncié su nombre alzando mis cejas, recalcando que me refería a otra situación.

Él desconfía pero finalmente me hace caso, asciendo del todo mi pie en el momento justo, su cálida polla me roza los dedos cuando lo hace. Puedo sentir su nerviosismo, no es para menos, pero esto solo acababa de empezar.

—Pon tus manos sobre la mesa —él lo hace, dudando.

Aprovecho el momento para llevar una de las mías hacia ellas para acariciárselas, parece confuso pero no se atreve a decir absolutamente nada de mi acción. Así, manteniéndolo entretenido, levanto mi otra mano para hacerle un gesto a uno de los camareros e invitarlo a venir. Él ve mis intenciones y se apresura en querer moverse, pero lo detengo.

—Deja de ser tan obvio —le pido en apenas un susurro, tragándome la diversión.

Sus mejillas iban enrojeciendo de a poco, se veía tierno cuando eso pasaba.

—Dos cafés, por favor —le pedí al camarero cuando se acercó a nuestra mesa—. ¿Y puedes traernos alguna galleta o algo? Me flipa el dulce.

—Por supuesto que si —me brinda una sonrisa para después retirarse e ir directo a la barra para encargarse del pedido.

—En España suelen ponerte siempre algo con el café, ya sean galletas, o una magdalena, cualquier cosa —le conté—. Es algo que sinceramente me encanta de mi país, ¿que puedes decirme tú del tuyo?

—¿De mi país? —sacude ligeramente su cabeza—. No me apetece hablar de esto cuando tengo la polla al aire libre, la verdad.

—¿Y qué quieres hacer, Diego? —relamo mis labios, mirándolo de esa manera profunda que a los hombres los desestabiliza—. ¿Acaso quieres que me arrodille para ti y que te la chupe? Porque vas a necesitar algo más para que yo haga eso en algún momento.

—¿Y que es exactamente lo que necesitas...?

Bien, parecía que ya había encontrado el primer punto débil del individuo.

—¿Qué crees tú que necesito? —muevo mi pie a la altura de sus testículos y presiono ligeramente en esa zona, lo suficiente como para no llegar a causar dolor—. Negociemos, Diego, sé que eso te gusta. Dime que puedes ofrecerme.

Sus ojos chispean con interés nada más escucharme y soy consciente de que esta conversación puede dar para mucho.

¿Hasta qué punto puede llegar una persona con tal de conseguir aquello que quiere?

Caricias NegociadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora