Capítulo 22

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Una infancia feliz, una adolescencia problemática y dolorosa, hasta la coronación que me llevaría a ser reina. Un dolor constante que imaginaba se aliviaría con el paso del tiempo. Problemas interminable que causarían mi derrota psicológica, pero nada rompería mi espíritu de superación y las esperanzas de una mor propio que tarde o temprano llegaría.  

Una mujer fuerte sería en lo que me convertiría, sin necesitar acatar órdenes de otros, pero, sobre todo, encontrar mi lugar en el mundo. No quería poder, solo quería amar y ser amada, pero llegasteis a odiarme sin escrúpulos. Por ello me convertí en lo que soy hoy en día, no por nacer en vuestro seno, sino por mi superación a vuestro pueblo, a vuestra ignorancia y a vuestro rechazo. 

Ahora soy la reina de todo Pifel, pero no soy del tipo de reinas que necesitan sus lujos y fortunas. Soy de esas reinas casi extintas que luchan por sus propias cosas, que de una mirada te asesinas, que no necesitan un príncipe y que no necesitan un pueblo o un ejército para combatir las rivalidades de la vida. Pero sobre todo soy una mujer, luchadora, apañada y superadora. Sobre todo, soy una mujer y quien no quiera verlo así, será ejecutado con mis propias manos. A nosotras las mujeres se nos trata igual que a vosotros los hombres, y quien considere lo contrario que no se considere habitante de Pifel.


Empezando desde el principio, un día de lluvia en las catacumbas del castillo nací yo. Un niño, -Si, un niño-, de ojos azules, cabeza poco poblada y con un pelo color metalizado. 

En el exterior, el pueblo vitoreaba eufórico por la llegada de un nuevo progenitor al que servir y que les cuidaría. 

En las calles los pueblerinos portaban banderines con el escudo y los colores de nuestra bandera (morado con tonos azules, un caluroso naranja y el más de los oscuros tonos grises matizado con negro; dibujado la figura de un rayo, del Dios Tormenta; la figura de la luna, del Dios de la Noche; y la figura del Sol, del Dios Sol). La euforia se notaba en el ruido de las trompetas anunciando mi nacimiento. La ciudad se consumía en el ruido de alaridos y gritos.

En el castillo mi padre (el rey) y su mujer (la reina) me sostenían en su regazo. La reina del cansancio por el parto se fundía en el sueño. Mientras tanto mi padre me sostenía en brazos para cuando despertara su mujer enseñarme al pueblo y que estos me veneraran.

Al cabo de unas horas, la siesta de mi madre acabó y dados de la mano me sacaron al balcón del enorme castillo. 

El pueblo observaba las inéditas imágenes. 

-¡Ha sido un niño!- gritaban. 

Fue un día de celebraciones. El príncipe había nacido y el pueblo había sido bendecido. 

De lo que yo puedo recordar ese día fue contado por mis padres, ya que hasta la edad de cuatro no recuerdo la gran parte de las cosas. Pero si recuerdo la normalidad del momento, hasta que la incomodidad llamó a la puerta de mis sentimientos.

Desde mis cuatro años me he mostrado diferente a todos los niños -una fase de niño pequeño- como decía todo el pueblo, pero no es así. 

Y como bien dije en el principio nací biológicamente niño, pero no me sentía a gusto en ese cuerpo. Me sentía preso de mi imagen, la impresión de otro, no mía. Seguramente ya tendréis alguna idea de lo que me refiero, pero hasta que no llegue a mi adolescencia no contaré nada. Asique, que continúe mi infancia.

Al cumplir cinco mis padres me llevaron a la escuela de la ciudad. Querían que me juntara con las personas a las que debería proteger y dirigir en el futuro, te ayudará a comprender y recapacitar tus ideas antes de concretar nada, decían. Os voy a contar un pequeño spoiler. Las cosas cambiaron y esto no ocurrió.

La Fantasía de un SoñadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora