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—He dicho que no quiero hablar de ello.
Mel se desesperó al oír la contestación de Tae. Desde que había regresado del consulado, había intentado dialogar con él mil veces acerca de lo que había hablado con el comandante Lodwud, pero él no la había dejado y se había cerrado en banda. Sin embargo, dispuesta a que lo escuchara, insistió:
—Luego dices que la cabezota soy yo, pero ¡joder! Quiero decirte que vi a Lodwud en el consulado y...
—No me hables de ese tipo, por favor —siseó Tae furioso.
Recordar las cosas que Mel le había comentado que practicaba con él no le hacía ni pizca de gracia.
—Pero, vamos a ver —dijo ella entonces—, ¿desde cuándo no podemos hablar tú y yo?
—Desde que hablas de algo que no me interesa y, si encima aparece el nombre de ese tipo, ya...
—Tae..., pero ¿qué estás diciendo? Lodwud es pasado, como otras mujeres son pasado para ti.
—Mira, Mel..., déjalo.
Enfadada por su cabezonería, ella lo miró e insistió:
—De verdad, ¿tan difícil es escuchar lo que
tengo que contarte?
Tae, que se arreglaba la corbata mirándose al espejo, asintió.
—No es una cuestión de que sea fácil o difícil, simplemente es que no quiero escucharte. No estoy de acuerdo con ese maldito trabajo y no lo voy a estar. Ahora bien, si quieres poner fecha para la boda, estaré encantado de marcar ese día en mi agenda.
Mel resopló y Tae, al ver el gesto tosco de ella, sentenció:
—Vale. No hablaremos de fechas ni de bodas, y ahora, como sueles hacer siempre muy bien solita, decide lo que quieres hacer, pero luego no te quejes.
—¿Que no me queje de qué?
El abogado cerró los ojos. En ocasiones, Mel era peor que un mal sueño.
—De que las cosas puedan dejar de ir bien entre tú y yo —siseó mirándola fijamente.
—Pero ¿de qué hablas?
—Mira, Mel, ¡ya basta!
Esa respuesta era lo último que ella quería escuchar.
Nunca, en todo el tiempo que llevaban juntos, le había hablado de ese modo y, cuando se disponía a replicar, Sami entró corriendo y se echó en brazos de Tae.
—Papi, ¿me llevas al cole?
Tae, al que se le encogía de amor el corazón cada vez que la niña lo llamaba «papi», sonrió y, dulcificando su voz, dijo tras darle un beso:
—Hoy no puedo, princesa. Mamá te llevará.
—Pues te tocaba a ti hoy —gruñó Mel.
Él la miró y replicó:
—Pues no puedo.
La cría los miró a uno y a otro. Pocas veces los veía en aquella actitud. Luego, observando a Tae, preguntó:
—Papi, ¿estás enfadado?
El abogado sonrió y besó el cuello de la pequeña.
—¿Y por qué iba a estar enfadado? —dijo.
Sami miró entonces a su madre, que le sonreía, y respondió:
—Porque estás discutiendo con mamá; ¿ya no la quieres?
—Sami... —murmuró Mel.
Al ver el rostro de la mujer a la que amaba, Tae se acercó a ella con la niña en brazos y, abrazándola con su mano libre, dijo:
—A mamá la quiero con locura tanto como te quiero a ti y, aunque discutamos, mi amor, no dejo de quererla; ¿entendido, renacuajo?
La pequeña asintió y, tras ver juntos a sus padres como ella quería, se bajó de los brazos de él y corrió hacia su habitación al tiempo que gritaba:
—¡Entonces dense un beso mientras yo voy a por la diadema!
Una vez desapareció la niña, Tae y Mel, que estaban el uno al lado de la otra, se miraron.
Tenían mil cosas que decirse y reprocharse, pero él, cansado del malestar ocasionado, la abrazó, la acercó a su cuerpo y susurró:
—Siento haberte hablado así.
—Yo también lo siento —afirmó Mel.
Consciente de que ninguno de los dos quería estar mal, Tae claudicó y, sin soltar a la morena que lo volvía loco, murmuró con mimo:
—Sami quiere que te dé un beso y yo también quiero dártelo; ¿tú quieres recibirlo?
Mel sonrió y, tras ponerse de puntillas, acercó los labios a los de aquel hombre, al que quería con todo su ser, y lo besó. El beso se fue intensificando segundo a segundo, los últimos días habían estado muy fríos el uno con el otro y, cuando pararon para tomar aire, Tae murmuró:
—Anda, vete a llevar a la niña al colegio o, al final, voy a ir a la despensa, voy a coger el bote de Nutella y te voy a embadurnar entera, para luego chuparte, comerte y follarte como me gusta.
—Qué tentador. ¿Puedo hacer yo lo mismo? — dijo ella riendo.
Tae la miró de aquella manera que a ella la volvía loca y, bajando la voz, musitó:
—Si te portas bien, esta noche lo pondremos en práctica.
Con una sonrisa más luminosa que la de los últimos días, Mel afirmó:
—Prometo ser una buena chica.
Una vez la niña y su madre salieron de la casa, Tae fue de mejor humor a su despacho. Allí lo esperaba la primera visita de la mañana, que no eran otros que los abogados Heine y Dujson, junto con otros colegas de su bufete.
Mel condujo hasta el colegio de Sami mientras reía con la pequeña. Reír con ella y con sus ocurrencias era algo maravilloso y divertido. Una vez aparcó, caminó de la mano de su niña hasta la entrada. Allí, como cada mañana, estuvo charlando
con algunas de las madres de otros niños durante unos minutos y, cuando caminaba de regreso hacia su coche, oyó que sonaba su teléfono. Un mensaje
de Tae.
Recuerda. Pórtate bien.
 
 
Estaba mirando el mensaje cuando oyó una voz que la llamaba. Al volverse se encontró con la mujer de Gilbert Heine, Louise y otras dos mujeres algo más jóvenes.
¿Qué hacían aquéllas allí?
Como no podía salir corriendo o quedaría muy mal, se acercó a ellas y la más mayor dijo:
—Hola, querida, soy Heidi, la mujer de Gilbert Heine; ¿me recuerdas?
Mel asintió, prefabricó una sonrisa y respondió tras intercambiar una rápida mirada con Louise:
—Por supuesto, claro que sí.
Heidi se acercó entonces a ella y, tras darle dos besos de lo más falsos, la agarró del brazo y murmuró:
—Mi marido, Gilbert, está con Tae. Él nos dijo que venías a dejar a Samantha y hemos decidido esperarte. Venga..., vayamos a desayunar.
Mel las miró. ¿Que Tae les había dicho que podían encontrarla allí?
Lo iba a matar cuando lo viera. ¿Por eso el mensaje con aquello de que se
portara bien?
Confusa, iba a moverse cuando una de las mujeres más jóvenes afirmó:
—Nuestros esposos y tu futuro marido están en este instante en una reunión y hemos venido a raptarte para llevarte con nosotras y pasar una mañana increíble mientras nos conocemos un poquito más.
A Mel se le pusieron los pelos como escarpias. ¡Ni loca se iría con ellas!
—Lo siento —comenzó a decir—, pero yo...
—Ah, no, querida —insistió Heidi—. No sé qué tendrás que hacer pero, sea lo que sea, queda anulado porque te vienes con nosotras.
Louise sonreía en silencio al lado de aquélla. Mel la miró. Tenía dos opciones: acompañarlas o huir. Maldijo a Tae por aquella encerrona pero, como no deseaba ocasionarle problemas, cedió. Tenía que ir.
Al primer sitio adonde fueron fue a una cafetería del centro. Allí las esperaban otras dos mujeres y, durante una hora, todas desayunaron entre cuchicheos y habladurías.
Mel las escuchaba mientras observaba a Louise participar del aquelarre como si fuera una más. Aquella modosita era tan bruja como las demás, y entonces pensó alucinada: «¿Dónde está la Louise candorosa que conocía del colegio?».
Una vez acabaron el desayuno, se fueron al spa más famoso y caro de Múnich. Al entrar en el glamuroso establecimiento, una jovencita les pidió los carnets de socias y, en cuanto llegó a Mel, tras un gesto de Heidi, quedó claro que ella entraba también allí sí o sí.
Durante más de tres horas estuvieron en el increíble spa, donde Mel hizo un circuito termal acompañada de aquellas arpías, y soportó sus miradas furtivas de sorpresa cuando vieron el tatuaje que llevaba.
Cuando parte de las mujeres se movieron a otra sala, Heidi agarró a Mel del brazo.
—Querida —le dijo—, quería hablarte de Louise y de su marido Johan. El caso es que ha llegado a mis oídos algo que ambas comentaron hace poco y...
—Heidi —la cortó Mel—. Lo que yo comento con Louise es algo de ella y mío. De nadie más.
La mujer apretó la boca. Sin duda, el corte que le había dado no le gustó, y contraatacó:
—Vale. No hablaremos de ellos, pero permíteme recomendarte una estupenda clínica donde podrían quitarte con láser eso que tienes en el cuerpo.
Mel la miró boquiabierta.
—¿Te refieres a mi tatuaje? —preguntó. La mujer asintió, y ella, conteniendo las ganas que tenía de mandarla a paseo, replicó—: Gracias, pero no. Mi tatuaje es parte de mí por muchos motivos que no vienen a cuento.
Una vez dijo esto, alcanzaron a las demás mujeres. A pesar de que eran una pandilla de cargantes y fastidiosas arpías que no hacían más que sacarla de sus casillas, Mel estaba decidida a disfrutar del maravilloso spa.
Después del circuito termal, se empeñaron en pasar por la peluquería para que se hiciera un peinado diferente del que llevaba: su pelo despeinado era demasiado transgresor y moderno para aquellas finolis. Finalmente, Mel claudicó, por Tae y por no querer soltarles un nuevo borderío, mientras se acordaba de todos los antepasados de su guapo novio.
Cuando terminaron en la peluquería, Mel se miró al espejo. Parecía que una vaca le hubiera lamido la cabeza. Sin duda, aquélla no era ella, y tenía que escapar de allí como fuera. Miró su reloj, le sonaban las tripas de hambre. Era la hora
de comer, y Heidi, al darse cuenta, se acercó a ella y murmuró:
—No hay prisa, querida, Tae sabe que estás con nosotras y está feliz de que así sea. Es más, he hablado con él hace un rato y me ha dicho que no te preocupes por Samantha, tu hija. Él se encarga de que su niñera la recoja y esté con ella hasta que regreses a casa.
Mel la escuchó incrédula. ¿Ahora Bea era su niñera? ¿Y Sami era Samantha para Tae? Pero, como no quería decir nada que estuviera fuera de lugar, asintió y dijo con la mejor de sus sonrisas:
—De acuerdo.
Heidi y el resto de las soporíferas mujeres sonrieron.
—¿Qué os parece si vamos a comer a O’Brian? —propuso una de ellas.
Las demás asintieron. Mel no sabía dónde estaba aquel lugar y, una vez se lo explicaron, dijo mirándolas:
—Disculpadme, pero tengo que ir al baño.
Una vez pudo quitarse a aquéllas de encima, entró en el lavabo, sacó de su albornoz blanco el teléfono móvil y, tras marcar el teléfono de Tae, siseó en voz baja:
—Ésta me la pagas.
Tae, que estaba con los maridos de las arpías en un club exclusivamente para hombres, se retiró un poco del grupo para que no lo oyeran y respondió:
—Escucha, cariño, si te lo hubiera dicho, no habrías querido ir.
—Pero ¿eres imbécil o qué? —siseó ella—.
¿Cómo se te ocurre hacerme una encerrona así?
—Mel...
—¡Ni Mel ni leches! —gruñó mirándose al espejo—. Te juro que estoy a punto de
estrangularlas a todas como una sola más me diga que mi peinado es demasiado masculino y mi manera de vestir también. Pero, ¡joder!, si hemos tenido que pasar por una puñetera peluquería y no parezco ni yo.
Tae sonrió al oírla y, mirando a los hombres que hablaban con una copa de bourbon en las manos, respondió:
—Cariño, estarás preciosa y seguro que no será para tanto, pero ahora tengo que dejarte.
¡Pórtate bien!
Enfadada, Mel cortó la comunicación. Respiró hasta que consiguió serenarse y luego llamó a Jimin. Lo necesitaba.
Su amigo, que acababa de llegar a casa tras pasar la mañana en Jeon, al ver el nombre de Mel en la pantalla, saludó:
—Buenasssssssssssssssss.
—Jimin, escúchame, necesito tu ayuda.
Asombrado, min preguntó:
—¿Qué pasa?
Rápidamente Mel le contó lo ocurrido y, tras saber adónde iban a ir a comer, su amiga dijo:
—No te preocupes. ¿A qué hora quieres que esté allí?
—Cuanto antes, mejor, o juro que las mataré.
—Tranquila, que voy a rescatarte —dijo Jimin riendo.
—No tardes, por favor, y cuando me veas, te lo ruego, ¡sé tú!
Jimin sonrió. Lo sentía por Tae, pero aquellas cacatúas iban a saber quién era ella.
Una vez Mel salió del baño con la mejor de sus sonrisas, llegó a donde estaban las mujeres vistiéndose con decoro y, tras ponerse su tanga rojo, que todas miraron horrorizadas, sus vaqueros y su camiseta, cuando fue a ponerse la cazadora de cuero, la insoportable Heidi cuchicheó:
—Si quieres, el día que te venga bien, Melania, podemos quedar de nuevo contigo y enseñarte tiendas exclusivas de ropa donde puedes encontrar modelos increíblemente maravillosos.
El estómago de Mel se revolvió. Lo último que quería era parecerse a aquellas lánguidas vistiendo y, con menos paciencia de la que había tenido horas antes, replicó:
—Te lo agradezco, Heidi, pero me gusta la ropa que llevo.
—Querida, no debes olvidar que, si Tae finalmente pasa a ser uno de los asociados mayoritarios como lo es mi marido, habrán de cambiar ciertas cosas en ti, y no hablo sólo del horrible tatuaje de tu espalda.
Mel apretó los dientes, pero le resultó imposible contenerse durante un segundo más, así que soltó delante de todas ellas:
—Heidi, creo que has olvidado que quien quizá trabaje en el bufete será Tae, y no yo. Por tanto, permíteme decirte que a quien no le guste mi tatuaje que no lo mire, porque ahí se va a quedar.
Su comentario no le cayó bien a la «estupenda» Heidi, pero disimuló. Si estaba allí
era porque su marido así se lo había pedido y, cogiendo su caro bolso, dijo:
—Venga, vayamos todas a comer a O’Brien.
Una vez allí, el maître, al ver a Heidi, les indicó que esperaran unos minutos. Les estaban preparando una de sus maravillosas mesas.
Nerviosa tras mirar su reloj, Mel resopló. Si se metían dentro del local, Jimin lo tendría más complicado para encontrarla, por lo que, apoyándose en la pared, se hizo la remolona cuando de pronto el sonido estridente de una moto llamó la atención de todas.
Al mirar, Mel sonrió al reconocer la moto de kook, una impresionante BMW negra y gris metalizado que en ocasiones utilizaba Jimin.
Las mujeres miraron hacia la calle y observaron cómo el motorista paraba la moto
frente a ellas y se bajaba. Sin embargo, se quedaron boquiabiertas cuando, al quitarse el casco, vieron que se trataba de un omega, que caminaba en su dirección y decía:
—Hombre, Mel...
Con el cielo abierto por su aparición, la aludida sonrió y, mirándolo, dijo mientras se hacía la encontradiza:
—Hola, min, ¿qué haces por aquí?
—Pasaba, te he visto y he decidido parar. —Y entonces, con guasa, añadió—: ¿Qué te ha pasado en el pelo?
Mel resopló y, ante la cara de burla de su amigo, contestó:
—Peluquería..., ¿qué tal estoy?
Conteniendo las ganas de reír, min afirmó:
—No es tu estilo, reina.
Ahora la que sonrió fue Mel y, volviéndose hacia las mujeres, que las observaban, dijo:
—Chicas, les presento a mi amigo jimin. Min, ellas son las mujeres del maravilloso bufete de abogados al que Tae quiere acceder. Acostumbrado a codearse por el trabajo de su marido con mujeres como aquéllas, min las miró una a una y respondió:
—Encantado de conocerlas, señoras.
Las demás asintieron pero no abrieron la boca. Sorprendida por lo maleducadas que estaban siendo, y para darles un buen golpe de efecto, Mel dijo al ver la cara de guasa de Louise:
—jimin es el omega de Jeon Jungkook, el propietario de la empresa Jeon. ¿Saben de lo que hablo?
De pronto, Heidi reaccionó y, acercándose a ella, dijo:
—Oh, querido, qué placer conocerte. Claro que sé quién es tu marido. —Y, mirándolo como si fuera un bicho raro, preguntó—: ¿Te apetece comer con nosotras?
Mel y jimin se miraron. Estaba claro que, si min no hubiera sido el omega de Jeon, no lo habría invitado y, con el casco de la moto aún en la mano, negó con la cabeza y repuso:
—Muchas gracias por la invitación, pero justo había quedado con unos amigos para tomarnos unas birras y quemar rueda. — Luego, clavando la vista en Mel, preguntó divertido—: ¿Te vienes?
Sin dudarlo ni un segundo, Mel asintió y, mirando a las mujeres, que la observaban con unos ojos como platos, dijo con una cálida sonrisa:
—Espero que me disculpen. Muchas gracias por la mañana que hemos pasado juntas, pero ahora me muero por unas birras bien fresquitas.
La cara de aquéllas por el desplante era más que evidente. Cuando Jimin abrió el baúl trasero de la moto y le entregó a Mel otro casco, oyeron una voz que decía:
—Estropearás tu peinado, Melania.
La aludida sonrió y, mirando a Louise, que disimulaba una sonrisa, respondió:
—No importa.
Luego, ante la cara de sorpresa de las demás, Mel y Jimin montaron en la moto y se marcharon quemando rueda.
Un rato después, cuando pararon frente al
restaurante de Klaus, Mel se quitó el casco, miró a su amigo y la abrazó.
—Gracias por venir y salvarme —dijo. Jimin sonrió y, tocándole el pelo, respondió:
—Sin duda, esas pedorras no son una buena influencia para ti.
Diez minutos más tarde, después de que Mel se quedara a gusto despotricando de aquellas brujas, entraron en el restaurante y Klaus, al verla, preguntó:
—Pero, muchacha, ¿qué te ha ocurrido en la cabeza?
Jimin soltó una carcajada y Mel respondió dirigiéndose al baño:
—Nada que no solucione en cinco minutos.
Dicho esto, entró en el baño, metió la cabeza bajo el grifo y, cuando salió de nuevo, Jimin la observó divertido.
—Ésta sí —dijo al ver su despeinado y divertido pelo—. Ésta eres tú.
Esa tarde, cuando Mel llegó a su casa, Sami corrió a abrazarla. Pasó la tarde con ella y, en el momento en que la acostó y llegó Tae, lo miró y, señalándolo con el dedo, siseó:
—Nunca más vuelvas a hacerme una encerrona como la de hoy, ¿entendido?
El abogado sonrió y, cuando fue a abrazarla, ella le hizo un quiebro.
—Ah, no, James Bond... —gruñó—. Esta noche, ni se te ocurra rozarme o te juro que te voy a meter el bote de Nutella por un sitio que no te va a gustar.
Mel desapareció, y Tae maldijo. Estaba claro que había metido la pata hasta el fondo.

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