32

1.6K 220 12
                                    


 
La vuelta a Múnich en el coche de Tae la hacemos en silencio.
Tras pagar los desperfectos del hotel, cuando Kook me ve intenta sentarse a mi lado, pero lo rechazo. No quiero su contacto, y finalmente se sienta delante junto a Tae.
adolorido tras mis gafas de sol, el viaje se me hace eterno mientras soy consciente de cómo Kook mira hacia atrás para conectar conmigo. Quiere hablarme, lo sé. Pero yo no quiero saber nada de él.
Al llegar a nuestra casa, mi perro Bam acude a saludarnos. Por suerte, ya está totalmente recuperado de lo que le pasó, a pesar de que cojea.
El cariño que me tiene ese animal no es normal y, como si tuviera un radar para saber mi estado de ánimo, se centra en darme lametones sin parar para demostrarme que está a mi lado al cien por cien.
Emocionado, me siento en el suelo y permito que Bam me entregue todo su cariño. Lo necesito.
Kook nos observa y no dice nada. En otras circunstancias, me habría dicho que no me siente en el suelo ni me deje chuperretear por la lengua del perro, pero en esta ocasión calla y observa. Es lo más inteligente que puede hacer, el muy gilipollas.
Camarón no tarda en llegar también y saluda a todos con cariño, mientras Bam sigue conmigo.
En un momento dado, el animal se para, me mira y nos comunicamos con la mirada. Con Bam no me hace falta hablar. Es el perro más inteligente e
intuitivo del mundo. Me gusta mi conexión con él. Instantes después, la puerta de la casa se abre y aparecen Jeen y Pipa con el pequeño Kook, Emily y Sami. Esta última, al ver a sus papis, corre hacia ellos, mientras mis niños vienen a toda
prisa hacia nosotros.
Sentado en el suelo, siento sus cuerpecitos sobre el mío, y sonrío. Sin lugar a dudas, mis pequeños me llenan el alma, aunque su padre me ha destrozado el corazón.
Una vez me levanto del suelo con Emily entre mis brazos, Kook se acerca a mí con el niño entre los suyos y murmura:
—Cariño..., tenemos que hablar.
Y, como no tengo ganas de montarle un numerito delante de todos y consciente de que tiene razón, susurro:
—Esta noche, cuando los niños estén dormidos.
Kook asiente y sonríe. Yo no lo hago. No quiero sonreír, y sé que eso a mi amor le parte el corazón. Pero me da igual su corazón. Bastante tengo yo con hacer que el mío siga latiendo a pesar de la pena tan inmensa que siento.
Con la felicidad que los pequeños nos dan a todos, entramos en la casa. Instantes después, aparecen MIke y Peter. Peter viene hasta mí y me da un abrazo. Yo lo acepto encantado y, cuando dirijo mi mirada a MIke, éste me mira a su vez y
baja la vista al suelo.
Vale..., no me quiere abrazar.
Segundos después, los chicos suben de nuevo a la habitación para seguir jugando con sus ordenadores.
Eun, mi suegra, que se ha quedado al mando de todo el fin de semana, me observa y pregunta:
—Jimin, ¿estás bien?
Prefabricando una bonita sonrisa para ella, asiento. No quiero que los niños ni nadie más se percaten del gran problema que tenemos Kook y yo.
Así pues, la abrazo y aseguro:
—Cansado, pero perfectamente. —Y, sonriendo, pregunto—: ¿Cómo se ha portado la pandilla el fin de semana?
Eun y Jeen sonríen y, mirando a los niños, la segunda responde:
—Todos han sido muy buenos, incluidos los más mayores.
Me gusta saber eso. Entonces, oigo a Eun decir:— Kook, hijo, qué mala cara tienes. ¿Te encuentras bien? Parece que tienes el labio un poco inflamado.
Me apresuro a mirarlo: efectivamente, no tiene buena cara. Pero me importa bien poco, hasta que Mel cuchichea acercándose a mí:
—Tae acaba de decirme que Kook se ha tomado dos pastillas. Al parecer, le duele la cabeza a rabiar.
Vale. Lo siento por él, pero no estoy dispuesto a compadecerme.
Kook se acerca a nosotros tras hablar con su madre y, de pronto, noto su mano rodeando mi cintura. Lo miro con desagrado y él, bajando la voz, dice:
—Discúlpame, pero si no te abrazo mi madre sospechará, y bastante tengo con lo que tengo como para escucharla a ella también.
—De acuerdo.
Siento que mi docilidad le gusta y me aprieta más contra él. Su olor, ese olor que me vuelve loco, inunda rápidamente mis fosas nasales y, dirigiéndome a él, le advierto:
—No te pases, gilipollas.
Kook me mira y, antes de que lo pueda parar, me planta un beso en los labios. Su tacto, su contacto, su sabor me da la vida. Sin embargo, furioso por lo que han besado esos labios horas antes, cuando veo que nadie nos observa siseo:
—Vuelve a hacerlo y te pateo los huevos aunque esté tu madre delante.
Vale. Me acabo de pasar tropecientos mil pueblos, pero es lo que me ha salido.
Kook clava sus ojos en mí, yo levanto las cejas y, aflojando su abrazo, hace que todos pasemos al salón a tomar algo cuando Eun se marcha.
Al entrar, me deshago con brusquedad del abrazo de Kook y me alejo de él. Minutos después entra Jeen con unos refrescos y unas cervezas.
Rápidamente, todos cogemos una y ella, antes de irse, se vuelve hacia mí y dice:
—Estaré en la cocina por si necesitan algo.
Asiento y, cuando se marcha, me siento junto a Mel y los críos y durante un rato intento centrarme en mis pequeñines. Ellos son los únicos que se merecen ser tratados como reyes. Mientras tanto, observo con disimilo a Tae y a Kook, que hablan junto a la ventana.
Al ver cómo los miro, Mel se acerca a mí y murmura:
—¿Hablarás con Kook?
—Sí. Esta noche, cuando los niños duerman.
—Min...
—Estoy bien, Mel. Jodido pero bien —digo y, cogiéndole las manos, añado—: Sabes que te quiero, pero ¿por qué no se van ya a casa?
Mel me mira, se muerde el labio inferior y murmura:
—Ay, Jimin, estoy tan agobiada por dejarte aquí...—
Tranquila —afirmo con seguridad—. No voy a matar a nadie.
—Lo sé, pero dame otra media hora y después te prometo que nos iremos.
—Vale —respondo sin mucha convicción. Y de repente recuerdo que Mel quería contarme algo que con todo este lío había olvidado—. Mel, ¿qué querías contarme?
Mi buena amiga niega con la cabeza. Está preocupada por mí, se lo veo en la cara.
—Nada que no pueda esperar, tranquilo.
De pronto, ambos vemos que Tae sujeta a Kook. Rápidamente, sin que nadie me lo diga, sé lo que quiere hacer. Quiere ir en busca de Félix y Ginebra, y la rabia me invade de nuevo cuando digo:—
Voy al baño.
Es mentira. No voy al baño, pero necesito desaparecer o mi parte malvada va a explotar de tal manera que allí no se va a salvar ¡ni Dios!
Siento que mi destrozado corazón late a demasiada velocidad. Mi mente no puede dejar de pensar en la zorra de Ginebra y su marido y, cuando entro en mi habitación, llamo al hotel donde sé que están hospedados. Quiero matarlos
antes de que Kook los localice. Esto no puede quedar así. Sin embargo, justo cuando llamo, el recepcionista me dice que acaban de marcharse
hacia el aeropuerto.
De nuevo, mi corazón se desboca.
¿Aquellas ratas impresentables se van a ir así, sin más?
Pienso. Pienso..., pienso. No sé en qué vuelo saldrán y, de pronto, ¡se me enciende la bombilla!
Corro al salón y, tras hacerle una seña a Mel para que se acerque a mí, murmuro:
—Necesito ayuda.
Ella me mira.
—Lo que quieras.
Consciente de que lo que voy a pedirle no está bien, digo:
—Necesito que Peter entre en los ordenadores del aeropuerto de Múnich y me diga qué vuelo van a coger Ginebra y Félix.
Mel me contempla boquiabierta. Sin duda, estará pensando que he perdido el norte y el sur y, cuando creo que me va a decir que me tienen que ingresar, susurra:
—Si se entera Tae de que le pedimos eso al chico, ¡nos asesina! Se lo tiene más que prohibido. Pero ¿sabes? ¡Que le den a Tae!
Con disimulo, Mel y yo salimos entonces del salón y subimos a la habitación de los chicos. Rápidamente, ella saca a Peter y, cuando le estoy explicando lo que necesito, MIke sale también y nos mira.
Como no me apetece compartir nada con él, lo miro y digo:
—Por favor, ¿podrías dejarnos a solas?
El desconcierto en su gesto es total, y de inmediato desaparece dentro de su habitación.
Luego, Peter se vuelve hacia mí y, sin preguntar, dice:—
En cinco minutos lo sabrás.
Su eficiencia me supera. Mel regresa al salón mientras yo meto a Peter en mi dormitorio, le entrego mi portátil y el muchacho, de una manera que yo nunca sabré, hace su magia ante el ordenador y, tras darle los nombres de aquellos desgraciados, me dice apuntando en un papel:
—Su vuelo a Chicago sale dentro de dos horas.
Miro el reloj. Si me doy prisa, los pillo. A continuación, le entrego mi tarjeta de crédito y digo: —Sácame un billete para ese vuelo.
De nuevo, el chico hace lo que le pido y, cuando me llega la tarjeta de embarque a mi móvil, le doy un beso y añado:
—Gracias, Peter. Ahora regresa con MIke e invéntate lo que sea cuando te pregunte, ¿de acuerdo?
Él también me da un beso y, sin preguntar nada, desaparece de mi habitación.
Como un loco, salgo de la casa y, para que no oigan el motor del coche, decido coger un taxi. Por suerte para mí, no tardo en encontrar uno, y me dirijo hacia el aeropuerto cuando recibo una llamada. Es Mel.
—¿Estás loco? ¿Cómo te vas a ir a Chicago?
—Tranquila..., tranquila. No cogeré ese avión.
Sólo he comprado un billete para poder pasar y encontrarlos.
—Min..., Kook ya se ha dado cuenta de que no estás y está como un loco buscándote...
De pronto oigo jaleo y, segundos después, la voz de Kook dice:
—Min, maldita sea, ¿dónde estás?
Sin ganas de hablar con él, corto la comunicación y apago el teléfono. No me apetece dar explicaciones.
El tráfico en Múnich ese día es garrafal. El tiempo pasa rápidamente y miro el reloj nervioso.
¡Tengo que llegar!
Cuando el taxi me deja en el aeropuerto, corro como un loco. ¡No llego..., no llego! Y, en cuanto dejo atrás el arco de seguridad, busco en los paneles el vuelo en el que van aquellos dos y vuelvo a correr por el aeropuerto. Es tarde. No voy a llegar.
Aprieto el paso. Maldito atasco el que he pillado. El corazón se me cae a los pies cuando llego a la puerta de embarque y veo que está cerrada. El vuelo está cerrado.
Furioso, a escasos metros de mí veo que el avión donde van aquéllos da marcha atrás. La cólera me puede, y doy un puñetazo al cristal blindado. La gente me mira y soy consciente de que, por mucha rabia que tenga, por muy frustrado que me encuentre, no voy a montar un numerito, por lo que finalmente me limito a sentarme para ver cómo el avión se encamina hacia la pista, despega y se aleja.
Durante una hora me quedo allí sentado sumido en mis pensamientos y me convenzo a mí mismo de que, si las cosas han salido así, es porque Ginebra
ya tiene su verdadero castigo.
Cuando me despierto de mis pensamientos, decido regresar a casa. Salgo del aeropuerto, cojo un taxi y enciendo el móvil. Como es de esperar, tengo mil llamadas desde el teléfono de Kook, pero llamo a Mel.
—¿Estás bien? ¿Dónde estás? —pregunta ella.
Su voz suena angustiada y, para tranquilizarla, murmuro:
—Estoy bien y voy para casa.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —reconozco con rabia—. Cuando llegué, ya habían embarcado.
Oigo el suspiro de Mel y, convencida de que sabe que estoy bien, dice:
—Quieres que no esté aquí cuando regreses, ¿verdad?
—Sí, por favor —respondo sin ganas de mentir.
—De acuerdo —afirma ella—. Tae, los niños y yo nos marchamos ahora mismo para casa, y Kook...
—No quiero saber nada de Kook. Ahora no.
—Min...
—Vete tranquila —le aseguro con una triste sonrisa—. Mañana te llamo y nos vemos.
Una vez cuelgo, me recuesto en el asiento del taxi y me limito a mirar por la ventanilla. Necesito recobrar fuerzas para enfrentarme a jungkook.
Cuando el taxi llega a casa, pago y me bajo. Saco las llaves del bolso y, al abrir la cancela, oigo el trotar de los perros. Los saludo con cariño y, lentamente, llego hasta la puerta de entrada de mi casa. De mi preciosa casa.
Es tarde y, al entrar, se nota que los pequeños están durmiendo. Lo agradezco. Los adoro, pero estoy tan mal que lo último que quiero es ver a mis niños. Camino hacia la cocina, me abro una cocacola y, en el momento en que le estoy dando un
trago, oigo a mi espalda:
—Min, ¿qué has hecho?
Sin volverme, termino de beber y, cuando acabo, me vuelvo y, mirando al hombre que consigue que yo sea el omega más feliz o infeliz del planeta, respondo:
—Nada de lo que pensaba hacer.
Kook asiente y, moviéndome con rapidez, digo:
—Voy a ducharme.
Al pasar junto a él, veo la tristeza que siente por lo ocurrido. Pienso en preguntarle si se encuentra mejor de su dolor de cabeza, pero no, no lo voy a hacer. Así pues, sin querer claudicar por lo dolorido que estoy, me encamino a la planta superior. Allí, paso al cuarto de mis niños, que ya están dormiditos, y les doy un beso.
A MIke no voy a verlo. A él, que vaya a verlo su papaíto.
Tras salir de la habitación, me dirijo a la mía y miro mi maleta cerrada. Sin pararme a pensar, la abro y lo primero que veo es mi disfraz de romana.
Me siento en la cama y, con la maleta abierta sobre ella, resoplo e inconscientemente recuerdo a Kook y a Ginebra besándose y tocándose mientras se daban placer. No puedo olvidarlo.
Enfadado conmigo misma por pensar en ello, me levanto, entro en mi precioso cuarto de baño y decido darme una ducha. La necesito.
Una vez desnudo, cojo mi iPad y pongo música. Miro las carpetas que hay y, aunque mi mente dice que ponga música marchosa, mi corazón pide algo romántico.
Dudo. Me debato sobre qué hacer y, al final, gana mi parte morbosa. Necesito fustigarme, flagelarme, azotarme y maltratarme escuchando esa música. Y digo yo: ¿por qué lo hago? ¿Por qué en momentos así necesito escuchar lo que me va a
hacer sufrir?
Me miro en el espejo. El omega que observo reflejado soy yo, y murmuro:
—Jimin, eres tonto..., muy muy tonto.
Cuando comienzan a sonar los primeros acordes de nuestra canción, tengo que apoyarme en la encimera. El dolor, la pena y el tormento me doblan en dos mientras la bonita voz de Malú canta Blanco y negro.
Incapaz de contener las lágrimas, me siento sobre la taza del inodoro y lloro. Lloro de impotencia en soledad como no he podido hacerlo antes y, mientras escucho la letra de esa preciosa canción, siento que no voy a poder parar nunca de
llorar.
Le he regalado mi vida a Kook y él siempre me ha dicho que me regalaba la suya.
¿Cómo voy a poder superar eso?
Cuando la canción acaba y la voz de Luis Miguel comienza a cantar Si nos dejan, me levanto y, hecha un mar de lágrimas, recuerdo nuestra luna de miel en México.
—Qué pena, Kook..., qué pena —murmuro mirándome de nuevo al espejo.
Acongojado, entro en la cabina de la ducha.
Abro el grifo y dejo que el agua comience a chorrear por mi cuerpo. Agotado, agobiado y abatido, me apoyo en la pared y cierro los ojos mientras, inconscientemente, tarareo la música que suena. Y, tan pronto como comienza a sonar Ed Sheeran interpretando Thinking Out Loud, me siento en el suelo de la ducha, me encojo y recuerdo que ésa fue la última canción que bailé con mi amor anoche mientras me decía mirándome a los ojos aquello de «te seguiré amando hasta los setenta porque me enamoro de ti todos los días».
¡Mentiroso!
Mi cabeza da vueltas y vueltas.
Kook no ha parado de decirme que lo han engañado. Que debieron de echarle algo en la bebida, pero estoy tan enfadado con él que soy incapaz de razonar y ponerme en su lugar. No puedo. Sólo puedo pensar una y otra vez en Ginebra sobre él en el columpio y en los dedos de Kook clavándose en su espalda mientras la besaba, mientras le devoraba la boca como hace conmigo.
Esa imagen me tiene totalmente cegado.
Cuando por fin consigo volver a ser yo, tras regodearme en mi desesperación, me levanto y me doy cuenta de que estoy temblando de frío. No sé cuánto tiempo he estado sentada en el plato de la ducha llorando e intentando recomponerme.
Al salir, comienza a sonar Ribbon in the Sky, del maravilloso Stevie Wonder. Qué canción tan bonita. Sin poder evitar pensar en las veces que Kook y yo la hemos bailado en la oscuridad de nuestra habitación, me pongo mi albornoz y me siento de nuevo en el inodoro. Pienso en cómo aquéllos se besaban. Pienso que la boca de mi amor ya no es sólo mía, y maldigo cuando la puerta del baño se abre y Kook me pregunta con gesto preocupado:
—¿Estás bien?
Lo miro con odio, y respondo:
—No.
Él cierra los ojos. Sabe de lo que hablo y, tras levantarme como una furia, apago la música y siseo:—
Fuera de mi vista.
Mi estado de ánimo es una veleta. Tan pronto lloro con desconsuelo como siento unas horrible ganas de asesinarlo, y Kook lo sabe, me conoce muy bien. Finalmente, dice:
—Cuando quieras, podemos hablar en mi despacho.
Asiento. No digo nada.
Al ver que no voy a dirigirle la palabra, cierra de nuevo y se va. Yo me quedo mirando al frente.
Luego me seco con brío, me doy aceite en el cuerpo y me peino.
Ataviado con un vestido de algodón rosa palo y mis botas de andar por casa, bajo lentamente sin secarme el pelo. Cuando estoy frente al despacho de Kook, me paro.
Quiero huir de lo que va a ocurrir allí, pero sé que debo enfrentarme a ello. Así pues, cogiendo fuerzas, saco al jimin chulito que saca de quicio a aquel alemán y, sin dudarlo, entro. Kook está junto a la chimenea contemplando el fuego. Esa estampa suya siempre me ha encantado, pero hoy la detesto. Mi furia me hace detestarlo todo, hasta el aire que respiro.
Cuando él me ve, me mira y, tras unos instantes en los que ambos estamos en silencio, murmura:
—Lo siento, Min. Lo siento, cariño, pero te juro que...
—No me jures. Sé lo que vi.
Kook asiente. Sabe que lo que vi me ha destrozado y, caminando hacia mí, susurra:
—Si me conoces, comprenderás que yo nunca haría nada así.
—Lo sé —lo corto con la voz rota por el dolor
—. Pero te vi. Vi cómo la besabas, cómo... cómo... Desesperado, va a agarrarme y le doy un manotazo. Él me mira.
—No era consciente de lo que hacía. No recuerdo nada, pero sé que...
—Tú no sabes nada —digo alzando la voz—.
Tú ni por asomo puedes imaginarte lo que yo he sentido con lo que he visto. Ni por un instante te lo puedes imaginar.
Su gesto atormentado me hace saber que puedo pisotearlo, matarlo, maltratarlo. Está dispuesto a todo por mí, pero insisto:
—Apenas unas horas antes, tú y yo estábamos en esa sala negra del espejo disfrutando y... y...
—Pequeño, escúchame.
Enfadado lo miro, luego sonrío con malicia y siseo:—
No quiero escucharte. Ahora no.
—Min, no digas eso.
Mi aclaración lo enfada, lo envenena, me lo dicen sus ojos. Pero, sin dejarse llevar por la rabia, suplica:
—Perdóname, Min, no sabía lo que hacía.
¿Perdonar? ¿Voy a ser capaz de perdonar y olvidar lo que vi? Y, mirándolo con furia, vuelvo a sisear:
—¿Qué tal si hacemos uso de lo que habitualmente se llama ojo por ojo y ahora soy yo el que...?
—¡Ni se te ocurra! —brama perdiendo los nervios.
Vuelvo a reír con malicia. En lo último que pienso ahora es en estar con un hombre, pero como tengo ganas de hacerle daño, insisto:
—Lo justo sería eso. Que yo buscara al hombre que más rabia te dé y tú lo veas, ¿no?
—No... —murmura apretando los dientes.
Quiero herirlo. Quiero que se martirice como yo me estoy martirizando por él, y grito:
—¡Gilipollas! ¿Cómo no te diste cuenta?
¿Cómo, con lo listo que eres para otras cosas, fuiste incapaz de percatarte de lo que iba a ocurrir con esa gentuza?
Kook me mira. No sabe qué decir. Se da cuenta de que tengo razón en todo lo que
digo y no logra darme una explicación.
El silencio invade la estancia. Kook no se mueve. Nos miramos a los ojos y murmuro:
—Estoy enfadado, muy enfadado, y quiero que te vayas.
—¿Que me vaya adónde?
—¡Que te vayas de esta casa! —chillo fuera de mí.
El gesto de Kook se acalora y, sin moverse, cuchichea despacio:
—Estoy en mi casa.
Su aclaración con mala baba me hacer ver que comienza a perder los nervios.
—Pues me voy yo —replico entonces.
Sin más, me doy la vuelta, pero antes de llegar a la puerta, Kook ya me ha agarrado entre sus brazos, me da la vuelta y, apretándome contra sí,
protesta:
—min, no vas a ir a ningún lado.
—¡Suéltame! —grito.
—No. Hasta que entres en razón.
La rabia me consume y, sin pensar en lo que hago, levanto la rodilla y lo golpeo con fuerza en esa parte tan noble que me encanta y que en otros momentos me da placer. Kook, que no esperaba ese ataque tan brutal, cae de rodillas al suelo. Se encoge de dolor ante mí y yo, fuera de mis casillas, siseo:
—Nunca más en tu puta vida vuelvas a tocarme si yo no te lo permito.
Él no contesta. Sigue retorciéndose en el suelo de dolor mientras yo lo observo impasible.
¡Joder..., joder, qué bestia soy!
Pasan unos minutos y, cuando veo que su respiración se normaliza, abro la puerta y salgo del despacho. Me encamino hacia la escalera, pero entonces me levanta en volandas y, rojo de furia, me suelta en mi cara:
—En tu puta vida vuelvas a hacer lo que has hecho.
Grito. Intento soltarme, lo llamo de todo y volvemos a entrar en el despacho, donde, una vez cierra la puerta con el pie, me suelta y yo bramo:
—¡Te odio! ¡Te odio con todas mis fuerzas!
—Ódiame cuanto quieras —replica furioso—. Pero tenemos que hablar.
A partir de ese momento, no hablamos, sino que ¡chillamos!
Le echo en cara todo lo que quiero y más, y él hace lo mismo. Sin escucharnos, ambos levantamos la voz, ambos gritamos, ambos chillamos. La desesperación es tal que ninguno de los dos está dispuesto a escuchar al otro cuando, de pronto, la puerta del despacho se abre y aparece MIke. Debemos de haberlo despertado con
nuestros gritos. El crío mira a Kook y pregunta:
—Papá, ¿qué ocurre?
Al verlo, Kook dice:
—MIke, regresa a tu cuarto.
Pero yo, que ya estoy como las locas, sonrío y murmuro:
—No, hombre, no, deja que se quede aquí.
También tengo reproches para él y, así, aprovecho y se los hago. Al fin y al cabo, es tu niñito y sólo se preocupa por ti.
—Min..., cariño.
En mi interior se ha formado un tsunami y siento que no voy a ser capaz de frenarlo, especialmente porque no quiero. Tengo ante mí a mis dos grandes fuentes de problemas y conflictos y necesito gritar y protestar. Necesito que esos dos imbéciles me escuchen y, sin importarme las formas ni nada, digo:
—¿los dos se han puesto de acuerdo para sacar lo peor de mí? Porque, si es así, lo han conseguido.
Y, como ya todo me importa tres pepinos, prosigo:
—Me he dejado la piel por ustedes dos y tengo que deciros que son unos jodidos
desagradecidos. Tú como marido y tú como hijo.
Y ¿sabes, Kook?, ¡claudico! He tomado la decisión de que, si MIke no me quiere como madre, yo no lo quiero como hijo. Basta ya de desplantes, malas caras y malos modos. Estoy harto, ¡harto!, de tener que andar siempre con pies de plomo con ustedes. Estoy tan enfadado con los dos que no quiero ser racional, simplemente quiero que me dejen en paz para poder vivir. Sin lugar a dudas,
ésta es tu casa, Kook, pero los niños que están durmiendo en la planta de arriba son ¡mis hijos!, no sólo los tuyos, y no voy a permitir que... —MIn—me corta Kook—. ¿Qué estás diciendo?
Como un remolino imparable, lo miro y sentencio:
—Digo que quiero el divorcio. Digo que quiero irme de aquí. Digo que mis hijos se vendrán conmigo, y digo que...
—Min..., ¡para!
Su corte me hace dar cuenta de que MIke está llorando. Y, aunque sus lágrimas deberían atormentarme, estoy tan dolido que no siento nada.
A continuación, cuando me dispongo a añadir algo, oigo que Kook dice mirando al niño:
—MIke, vete a la cama.
—No...
—MIke —insiste él.
El crío se seca las lágrimas y pregunta:
—¿se van a separar?
—No —responde Kook.
—Sí. ¿No es lo que querías? —respondo yo.
Kook me mira. Su mirada de Iceman echa chispas, pero no me importa, ya que la mía es puro fuego; entonces MIke, llorando, dice:
—No... no pueden hacerlo. No pueden estar así por mi culpa. Yo... yo...
Reconozco que verlo tan desesperado me pellizca un poco el corazón y, mirándolo, respondo:
—¿Sabes, guapito?, tu actitud ha ayudado bastante. ¡Gracias, MIke!
—¡Min! —grita Kook.
—¿Min, qué? ¿Acaso es mentira? —replico desafiante.
Fuera de sus casillas por lo que estoy soltando por mi boquita, Kook me mira con furia. Yo lo miro con rabia y chulería cuando él coge al niño del brazo y murmura para intentar calmarlo:
—MIke, no te preocupes por nada. Mamá y papá están discutiendo por algo que...
—¡¿Mamá?! —me mofo dolido—. Disculpa, pero él mismo me ha dejado muy claro infinidad de veces que no soy su madre, que sólo soy el omega de su padre o, en todo caso, su madrastra, ¿verdad, MIke? —El crío no responde, y yo
prosigo—: Vamos, sé valiente y dile a tu papaíto lo que me has dicho mil veces cuando él no estaba.
—¡¿Qué?! —pregunta Kook sorprendido.
—Ah, y ahora que no hay nada que ocultar... — prosigo abriendo mi propia caja de Pandora—.
¿Qué tal si le dices a tu padre lo divertido que te resultó provocarme diarreas con las gotitas que tus amiguitos te recomendaron?
—¡¿Cómo?! —insiste Kook desencajado y, echándole un vistazo al crío, pregunta—: ¿De qué habla Min?
Pero, sin dejarlo contestar, respondo yo por él:
—Secretos..., secretos. Entre nosotros hay demasiado secretos. —Y, quitándome el anillo que tanto adoro, lo dejo de malos modos sobre la mesa del despacho y grito—: ¡Y, hablando de secretos..., me pareció muy mal que me ocultaras que fue tu niño quien se llevó el anillo para venderlo en una casa de empeños y luego me mintieras diciendo que lo habías encontrado en el maletero de tu coche! Pero ¿acaso te crees que yo soy tonto?
¿Acaso crees que no iba a enterarme de la verdad?
Pues sí, me enteré y me callé para ser bueno con él y contigo. Son tal para cual. ¡Los putos Jeon!
Kook palidece. Sé que no lo hace por mis palabrotas, sino porque nunca imaginó que yo me enteraría de aquello.
—Min..., cariño..., yo... —murmura.
—Ahora no quiero explicaciones. Ya no me valen.
El niño sigue llorando cuando Kook, consciente de que las cosas se están yendo de madre, insiste:
—Por favor, MIke. Vete a tu habitación.
El crío me mira con el rostro desencajado. Nunca me ha visto perder el control de esa manera. A continuación, acercándose a mí, susurra:
—Mamá..., lo siento..., perdóname.
¡¿Mamá?! Con gesto agrio, lo miro y replico fuera de mí:
—Déjame en paz. Yo no soy tu madre.
Kook lo saca del despacho, me quedo solo y siento ganas de gritar. Estoy furioso.
Tremendamente furioso.
Luego, Kook vuelve a entrar en el despacho y, tras cerrar la puerta, camina hacia mí y dice:
—Estás pagando con MIke nuestro problema y...
—Kook —lo corto—. Lo siento, pero estoy desbordado. Desbordado por todos lados. Y... y lo que ha ocurrido, nos guste o no, ha hecho que haya un antes y un después en nuestra relación. Intento asumir que esos hijos de su madre te drogaron para conseguir su propósito, pero no puedo obviar lo que vi. ¿Acaso tú lo obviarías si la situación hubiera sido al revés? ¿De verdad me estás diciendo que si Kook me viera sobre un columpio desnudo, entregándole mi boca y mi
cuerpo a otro hombre, no se enfadaría conmigo?
¿No me chillaría? ¿No se volvería loco de rabia?
—Él no contesta, y añado—: El Kook  que yo conozco estaría tan enfadado como yo, y el Kook que yo conozco necesitaría su tiempo para digerir lo ocurrido por mucho que me quisiera. Por fin parece que mis palabras le calan hondo.
En lugar de acercarse a mí, asiente, se apoya en su mesa y, tras unos segundos en silencio, murmura:
—Si yo hubiera visto lo que tú, sin duda me estaría comportando peor.
—Lo sé, Kook —afirmo—. Lo sé. Mi alemán asiente. Sabe que lo que digo es
cierto. La situación en caso contrario habría sido devastadora. Clavando sus ojazos cansados en mí, a continuación musita:
—Min, no me dejes. Yo no he propiciado lo que ha ocurrido.
Sus palabras me paralizan. Por mi cabeza ha pasado de todo, pero ¿realmente soy capaz de dejarlo? ¿Realmente soy capaz de vivir sin él? Al ver que no digo nada y que no me muevo, Kook camina hacia mí y, derrotado por mi indiferencia, aquel grandullón al que todos temen cae a mis pies y repite con desesperación:
—No me dejes, mi amor. Por favor, pequeño, escúchame, yo no era dueño de mis actos. No sabía lo que hacía en ese momento.
Su súplica...
Su mirada...
Su miedo...
Todo puede conmigo, y entonces insiste:
—Castígame, enfádate conmigo, fustígame con tu desprecio, pero no hables de divorcio. No hables de separarte de mí porque mi vida sin ti no tendrá sentido. Sin ti y sin los niños, yo...
Al mirarme y ver sus ojos cargados de lágrimas, como soy un blandengue, me muerdo el labio inferior y murmuro:
—Levántate, por favor, levántate. No quiero verte así.
Mi alemán se levanta con pesar y, cuando doy un paso atrás para que no me toque, se encamina hundido hacia su silla y, mirándome, susurra:
—Estoy dispuesto a lo que tú quieras, Min. A todo. Asiento. Sé que ahora yo tengo el poder. Estoy convencido de que, si le pidiera que se cortara un brazo en ese momento, lo haría.
—Dentro de unos días me iré a la Feria de Busan—digo—. Iré sin ti, pero me llevaré a Kook y a Emily.
—¿Sin mí?
Al oírlo decir eso, siento unas irrefrenables ganas de asesinarlo. Pero ¿no decía que no tenía tiempo para esas tonterías? Sin embargo, conteniéndome, contesto:
—Me iré a Busan con los niños, y ni tú ni Mike vendran.
—Cariño..., por favor...
Sonrío con chulería y replico:
—No hay cariño que valga. No te quiero conmigo. Quiero ir solo con mis hijos y disfrutar de la alegría de mi tierra y, contigo a mi lado, no lo voy a disfrutar.
Sus ojos...
Su voz...
Su mirada...
Conozco a Kook y sé que lo que está ocurriendo será algo que lo atormentará el
resto de su vida. Se acerca a mí, me coge entre sus brazos y, espachurrándome contra la librería, sisea:—
Min, no juegues con fuego o te quemarás. Nos separan apenas unos milímetros. Mis ojos miran su boca. Quiero besarlo. Necesito besarlo como sé que él necesita besarme a mí. Pero la imagen de Ginebra tomando lo que yo consideraba mío pasa entonces por mi cabeza y, tras empujarlo con todas mis fuerzas para separarlo de mí, respondo mientras me encamino hacia la puerta:
—Querido Kook, ya me he quemado; ahora ten cuidado, no te quemes tú.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now