16

1.7K 203 3
                                    


La llegada a la ciudad de mexico tres días después es un soplo de aire fresco para los dos.
Kook y yo no hemos hablado sobre ninguno de nuestros problemas, pero ambos sabemos que están ahí y que tarde o temprano volverán a salir. Lo único que me dijo nada más montarnos en el avión fue: «Te quiero y vamos a pasarlo bien en
México». Yo lógicamente asentí. Nada me importa más que estar bien con él y disfrutar.
Al llegar al aeropuerto, una limusina negra nos espera. Sin duda, Beto quiere lo mejor para nosotros. Cuarenta minutos después, estamos en su casa y todos reímos cuando el orgulloso padre aparece sentado en su silla de ruedas con sus dos pequeños en brazos y Lluvia a su lado.
Sami y el pequeño Kook corretean por la estancia con la pobre Pipa detrás, mientras Emily nos observa en brazos de su padre. ¡Milagro, mi niña no llora! ¿Estará madurando?
Tras muchos besos, abrazos y felicitaciones, todos comenzamos a hablarles en balleno a los bebés. Mel tiene a la niña y yo al niño y, complacido, me acerco su cabecita a la nariz. Me encanta cómo huelen los bebés, y sonrío cuando Beto dice:
—anímense y tengan más bebecitos, aunque no creo que les salgan tan relindos como los míos.
Todos reímos y, cuando Mel devuelve a la bebita a los brazos de su madre, Tae la agarra por la cintura y le pregunta:
—¿Te animas?
Veo que mi amiga parpadea, lo mira y, después, buscando a su hija con la mirada, dice al verla: —Sami, ven, que papi tiene ganas de que le des besitos.
Dos segundos después, la pequeña está en brazos de su papá haciéndole monerías, y Tae babeando. ¡Hombres!
Beto me mira y, al ver mi gesto divertido, sonríe y pregunta:
—Dios, ¿tú no te animas?
¡Ja! Ni loco tengo yo otro bebé. No..., no..., no.
Y, cuando voy a responder, Kook dice con una sonrisa:
—Cerramos la fábrica. Con un adolescente problemático y dos pequeñines, ¡nos damos por satisfechos!
Kook sonríe, realmente parece que lo haya abducido el buen humor, y yo, encantado con su contestación, lo agarro por la cintura y afirmo:
—Si mi marido dice que la fábrica se cerró, ¡no se hable más!
Entre risas, Lluvia le indica a Pipa adónde puede llevarse a Emily, a Sami y al pequeño Kook. Sin duda, el cuarto de juegos adonde van les divertirá mucho más. Los hombres pasan a un salón, y Mel y yo acompañamos a Lluvia hasta una estancia pintada en amarillo. Al entrar, dos mujeres se levantan y nos quitan a los bebés de los brazos.
Lluvia nos las presenta: son Cecilia y Javiera, las cuidadoras de los bebés y las que echarán una mano a Pipa con los nuestros. Una vez dejamos a los niños a cargo de ellas, acompañamos a Lluvia a la cocina a por algo de beber.—
Bueno. ¿Qué tal la experiencia de ser mamá? —pregunta Mel.
—Increíble pero agotadora. Nunca pensé que pudiera existir un amor tan puro como el que siento por mis hijos. Puedo asegurarte que estos tres meses han sido los más bonitos de mi vida.
—¿Y el papá qué tal? —pregunto curioso.
Lluvia suelta una risotada.
—Loco de amor por ellos, y por mí. Nos mima, nos cuida,... todo lo que te pueda decir en referencia a él ¡es poco! —Luego baja la voz y murmura—: Y, desde que puedo volver a tener relaciones sexuales, me pone el trasero rojo todas
las noches.
Los tres soltamos una risotada. Conocemos a Beto y sabemos lo mucho que le gusta vernos con el trasero rojo cuando jugamos. Estamos hablando del tema cuando Lluvia dice:
—Que sepan que nos ha comprado tres batas de seda roja y unos collares muy particulares y no para de hablar de las ganas que tiene de vernos con ello puesto.
Me río. Beto es un loco que disfruta de la sexualidad a pesar de sus limitaciones físicas, y me gusta que sea así. Aún recuerdo cuando lo conocí en Múnich, cómo me impresionó jugar con él y con Kook en aquella habitación de hotel.
Cuando llegamos al salón, no me sorprendo al ver a mi hermana y a su marido allí, y Hye, al verme, se levanta y corre hacia mí gritando:
—¡trompudito de mis amores!
Me apresuro a abrazarla. Pero qué linda es mi loca hermana.
—¿Y los niños? —me pregunta.
—En el cuarto de juegos con Pipa y unas cuidadoras. Ya sé que Hana se ha quedado en Busan con papá, pero ¿dónde están Gomi Nam y Juanito?
—Con los padres de Beto. Se adoran mutuamente.
Tras saludar a todo el mundo, Hye corre al cuarto de juegos a ver a mis hijos.
Diez minutos después, regresa encantada con una sonrisa, y yo, que la estoy mirando, digo:
—Estás más delgada.
—Y tú más gordito.
Lamadrequelaparióooooooooo..., ¿le doy un capón o no se lo doy?
Desde luego, mi hermana es la leche. Todavía no se ha dado cuenta de que decirle eso a otro omega es sinónimo de enfado. ¡No piensa lo que dice! Entonces, al ver mi cara de póquer, añade:
—Aunque esos kilitos de más te sientan muy bien. Te luce más la cara.
¿Me luce la cara?
¡Eso..., tú arréglalo, so perraka!
Intento sonreír, mejor eso que decir lo que realmente pienso. Aunque, desde luego, no hay nada más incómodo y que te deje peor cuerpo que
el hecho de que te digan que ¡estás más gordito!
Una vez Juan me ha besado y ha saludado a todo el mundo, Beto nos presenta a
unos amigos suyos, César y Martín, y nos sentamos a tomar algo.
Mi hermana, que se ha instalado a mi lado, se acerca a mí y cuchichea:
—Esta casa es preciosa y enorme, ¿verdad? —
Asiento, y ella continúa—: Beto se empeñó en que nos quedáramos aquí con ellos estos días y, así, mientras él y mi cucuruchillo trabajaban, yo he estado con Lluvia y los niños. Por cierto, la habitación que nos han dejado es todo un lujo.
Vamos, ni en la revista ¡Hola! he visto una así. El baño tiene un jacuzzi impresionante.
—Lo habrás estrenado con tu cucuruchillo, ¿no? —pregunto con picardía.
Hye se pone como un tomate. Es hablar de sexo y la pobre se pone nerviosita perdida. Pero entonces, acercándose a mí, cuchichea:
—Por supuesto que sí. Ofú, trompu..., ¡qué frenesí nos entró! Yo creo que se enteró todo el edificio.
Me río, no lo puedo remediar, y Hye me da un manotazo para que me calle. Eso me hace reír aún más. Durante varios minutos me mofo de mi hermana, y ésta finalmente termina a carcajada limpia. Entonces, se pone seria de pronto.
—¿Te ha contado papá algo de la Pachuca? — pregunta.
Niego con la cabeza. La Pachuca es una buena amiga de toda la vida de Busan a la que le tengo mucho cariño y, siempre que vamos allí, pasamos por su restaurante para comer kimchi.
—Pues que sepas que creo que entre ella y papá hay algo... — añade mi hermana.
La miro boquiabierto y murmuro:
—¿La Pachuca y papá?
—Sí, Trompu, sí. El otro día oí al Bicharrón diciéndole a papá: «Tu hija te ha jodido el plan con la Pachuca al dejarte a la niña».
—¿En serio? —pregunto sorprendido.
—Palabrita del Niño Jesús —afirma Hye muy convencida.
Su comentario me deja loco. ¿Mi padre y la Pachuca? Pero, rápidamente, al ver que mi hermana me mira a la espera de mi reacción, le pregunto:
—¿Qué?
Hye suspira, mira alrededor al resto del grupo y cuchichea:
—¿Es que no vas a decir nada? Ay, Dios, Trompu, que papá y la Pachuca ya tienen una edad y...
—Y si se hacen compañía y están bien juntos... —la corto—, ¿dónde ves el problema?
Hye vuelve a suspirar. Se le tuerce el morrillo como siempre y, tras unos segundos en silencio, murmura:
—Yo no veo ningún problema, pero me molesta que papá no nos lo haya contado. ¿Por qué nos lo oculta?
—Pues porque a lo mejor le da apuro contárnoslo porque piensa que lo vamos a ver mal. No sé si mi contestación la convence o no, pero Hye asiente y no dice más.
Durante un buen rato todos hablamos, hasta que suena el teléfono de Beto y éste, tras hablar y colgar, dice:
—Era mi madre. Nos espera a todos para cenar en su casa.
Encantados, nos levantamos. Los padres de Beto viven en el mismo edificio, cuatro plantas más abajo. Según me contó su madre, se compraron la casa allí para estar cerca de Beto cuando él tuvo el accidente y, por lo que veo, ahora con los chiquillos ya no se van a mudar.
Antes de bajar, Mel y yo pasamos a ver a nuestros niños. Les están dando de cenar, y Pipa y una de las cuidadoras nos indican que no nos preocupemos. Ellas se encargarán de ponerles los pijamas y acostarlos. Mel y yo asentimos encantados. Nos vendrá bien un poco de libertad en este viaje.
Cuando entramos en el piso de los padres de Beto, éstos nos acogen como siempre, con cariño. Una vez veo a mis sobrinos, que están cenando en la cocina, regresamos al comedor, donde el grupo entero cenamos entre risas y algarabía.
Un par de horas después, volvemos al apartamento de Beto. Pasamos a ver a los
pequeños, que duermen como angelitos, y vamos a acostarnos. Estamos agotados.
Al día siguiente, resulta divertido reunirse con todos en la cocina. Hay tantos niños como adultos, y aquello es la locura.
Por la tarde, tras un bonito paseo por un precioso parque con los críos, tras atenderlos y dejarlos con el pijama puesto con las cuidadoras, los adultos nos ponemos guapos y nos vamos a cenar a un sitio espectacular. La madre de Beto
se queda con mis sobrinos encantada, y Hye más aún. Acabada la cena, Beto nos invita al teatro; ¡qué planazo!
Luego, todos, incluidos César y Martín, los amigos de Beto, que han estado con nosotros toda la noche, se vienen a la casa del anfitrión a tomar unas copas. Una vez hemos comprobado que los niños duermen, regresamos al salón, donde
continuamos bebiendo y bromeando.
Kook, que no ha parado de piropearme en toda la noche, me coge de las manos cuando paso por su lado y me sienta sobre sus piernas. Adoro nuestra cercanía. La echaba de menos. Así estoy durante un buen rato, hasta que Beto acercándose a nosotros cuchichea:
—Tengo un par de cositas para ti, para Mel y
para Lluvia en la habitación del placer que estoy deseando que se lo pongan. Por cierto, tenemos que celebrar el próximo enlace de Tae y de Mel.
Según oigo eso, con la mirada le ordeno que se calle. Mi hermana y su marido están allí, y Beto murmura entonces divertido:
—Espero que Hye se vaya pronto a dormir.
—Yo también lo espero —afirma Kook tocándome la rodilla.
Oír eso me hace sonreír y, como siempre, mi vagina tiembla de excitación.
Durante una hora más, todos continuamos charlando amigablemente en el salón, hasta que se levanta y dice mirando a mi hermana:
—Cariño, estoy agotado. Vámonos a dormir.
A toda prisa, mi hermana se levanta y Beto dice: —Eh, güey, ¡disfrutad del jacuzzi de nuevo!
El gesto de mi hermana me hace reír, y más cuando veo que se pone roja como un tomate. Juan que la conoce muy bien, nos guiña un ojo.
—Ahorita mismo y a su salud —dice.
Todos reímos por el comentario, y Hye, escandalizada, le da un manotazo en el hombro a su marido. Instantes después, ambos salen del salón.
Entonces, veo que los chicos se miran y rápidamente sé lo que piensan. Sus miradas y sus sonrisas los delatan. Luego, Beto pregunta:
—¿Qué les parece a las mujeres si entramos a jugar un rato en la habitación del placer?
Yo sonrío y veo que Mel y Lluvia también lo hacen y, sin necesidad de decir nada más, los tres nos levantamos. Kook se posiciona a mi lado y, besándome en el cuello, murmura:
—Ansioso.
—De ti y para ti, ¡siempre! —respondo caminando a su lado.
Las tres parejas, acompañados por los dos amigos de Beto, que son de nuestro rollito y por lo que Lluvia me ha contado juegan con ellos muy a menudo, nos dirigimos hacia el despacho de él. Al entrar, Mel, que nunca ha estado allí, me
mira y murmura:
—Creí que íbamos a un sitio más íntimo.
Sin contestarle, le guiño el ojo y, cuando ve que Lluvia pulsa un botón que hay en la librería y ésta se desplaza hacia la derecha, añade:
—Vaya..., vaya..., esto se pone interesante.
Pero en ese instante a Tae le suena el teléfono y él se apresura a cogerlo.
—entren ustedes —dice—. Es mi padre y tengo que hablar con él.
—Me quedo contigo —afirma Mel.
Tae asiente. Entre ellos existen las mismas reglas que entre Kook y yo, y la número uno es sexo siempre juntos en la misma habitación y en el mismo grupo.
Una vez Beto, Lluvia, Kook, César, Martín y yo pasamos a la oscura habitación, la librería se
cierra y una luz tenue y amarillenta toma el lugar. Acto seguido, Kook me agarra, me chupa el labio superior, después el inferior y, tras un dulce mordisquito, introduce la lengua en mi boca y me besa posesivamente.
Cuando el tórrido beso acaba, y deja claro a los hombres que allí él y sólo él es mi dueño, me pregunta con mimo:
—¿A qué desea jugar hoy mi pequeño?
Me gusta que se comporte así en estos momentos. Me excita. Nunca hacemos nada sin consultarnos y, tras ver cómo Martín y César nos observan, murmuro deseoso de sexo:
—Juega conmigo a lo que quieras.
—¿A lo que quiera?
Cuando observo la cruz de sado que Beto tiene en la habitación, sonrío y añado mirando a Kook: —Ni se te ocurra.
Mi amor sonríe, y entonces Beto se acerca a nosotros y, entregándome un collar de cuero negro, dice: —Ponte esto, dios.
Lo miro. Es suave y en el centro hay una argolla.
—Ya sabes que no me va el sado —replico mirándolo.
El guapo mexicano sonríe, me guiña el ojo y susurra:
—Lo sé, pero ni te imaginas la ilusión que me hace atarlos como a unas perrillas.
Kook sonríe. Pone su mirada de malote que me enloquece y, tras colocarme el collar, me lleva hasta la mesa que hay en un lateral de la habitación, me desnuda y murmura:
—Échate boca abajo sobre la mesa y estira los brazos.
Hago lo que me pide sin rechistar. Todos me miran. Los hombres me comen con la mirada. Me tiemblan las piernas de la excitación, y Kook se aleja dejándome allí completamente expuesto.
Es increíble lo morboso que puede llegar a ser en la intimidad y lo celoso que es en la vida real cuando un hombre me desea. Sé que es complicado
que la gente entienda eso, pero no me importa; nosotros lo tenemos claro y es lo que me vale. Lo que nos va en el sexo es el morbo, el placer, el juego y el disfrute para los dos.
De nuevo, durante unos segundos todos permanecemos en silencio hasta que Beto le pide lo mismo a Lluvia. Ésta se quita el vestido y me
sorprendo al ver que no lleva ni sujetador ni bragas. Vaya..., vaya con Lluvia, quién diría que es la tímida joven que conocí.
El silencio inunda de nuevo la habitación del placer, mientras nosotros, excitados y expuestos a ellos, esperamos desnudos. Entonces veo que Kook se acerca al equipo de música y ojea varios CD, me mira y finalmente pone uno. Comienza a sonar AC/DC, y sonrío al reconocer Highway to Hell. La cañera canción suena a toda mecha en la habitación del placer, un lugar totalmente insonorizado donde
nadie nos va a oír ni gritar, ni gemir, ni gozar.
Con curiosidad, miro a mi alrededor cuando veo que Beto, que lleva un mando en la mano, aprieta un botón y la luz cambia de amarillenta a roja. En ese instante, César y Martín comienzan a desnudarse. Miro a Kook, él también se desnuda,
pero a diferencia de los otros dos, una vez desnudo se sienta en la cama a observar. ¡Qué morboso es, el puñetero!
Martín y César se colocan unos preservativos, y de pronto noto que algo me golpea el trasero. Me vuelvo para mirar y veo que es una fusta de cuero
rojo. Sonrío cuando oigo gritar a Beto:
—Eso es, niños, antes de ser follados, quiero ver esas nalguitas rojas..., muy rojas.
Lluvia y yo nos miramos y sonreímos mientras Kook, que continúa sentado en la cama, nos observa con seriedad. En momentos así, me encantaría saber qué es lo que piensa. Se lo he preguntado otras veces y siempre me responde lo mismo: dice que no piensa, que sólo disfruta de lo que ve y se excita.
Una vez siento que el trasero me arde por los suaves latigazos, Kook baja la música y, sorprendentemente, se oyen las respiraciones aceleradas de Lluvia y la mía. Ambos disfrutamos con aquello; entonces mi marido se acerca a nosotros y dice:
—Suban las rodillas a la mesa, separenlas y sigan tumbados.
Instintivamente, nosotros lo hacemos, y entonces veo que Beto se coloca al lado de su mujer, le acaricia el sexo y murmura:
—Eso es, mi vida..., quiero tu panochita bien abiertita.
Acto seguido, Lluvia da un grito cuando Beto le separa las nalgas y le introduce un anillo anal. En ese instante siento las manos de mi amor en mi ano, lo toca, lo tienta y entonces soy yo el que grita de placer al notar cómo me introduce
otro anillo a mí.
Las respiraciones de Lluvia y la mía vuelven a acelerarse cuando Beto se acerca y engancha unas correas a las argollas que llevamos al cuello.
Después se coloca junto a Kook, que está frente a
nosotros, y le entrega mi correa.
—Adoro a mi morboso marido —murmura Lluvia en el momento en que Beto tira de la suya. En ese instante siento que alguien se mueve detrás de mí. De reojo observo que es Martín y, cuando Kook asiente, toca el anillo anal y lo menea
mientras me da palmaditas suaves en la vagina.
¡Oh, Dios, qué placer!
Esos toquecitos secos hacen que me mueva, que no pare, y eso a los hombres les gusta, les gusta mucho.
Pasados unos minutos en los que siento mis nalgas rojas y mi vagina caliente, Martín introduce dos dedos en mi sexo y, tras ahondar en mí, comienza a masturbarme.
Boca abajo sobre la mesa como me tiene, estoy por completo a su merced, mientras aquel desconocido me masturba y maneja mi cuerpo a su antojo.
Excitado, me muerdo el labio inferior y me arqueo, cuando siento que él me saca el anillo del trasero, me agarra por la cintura, tira de mí hacia atrás y, poniéndome los pies en el suelo, me da la vuelta y murmura cerca de mi rostro:
—Si fueras comida, serías un chile por lo picante de tu mirada. —Y, acto seguido y con celeridad, me sienta en la mesa, me abre de piernas y, al ver mi tatuaje, murmura excitado—:
Güey..., curioso tatuaje... «Pídeme lo que quieras»...
Yo sonrío. No veo a Kook, pero seguro que sonríe también. Nos gusta ver la sorpresa en los rostros de la gente cuando lo leen o cuando preguntan qué pone y Kook o yo se lo traducimos.
Los excita ese mensaje. Se sienten poderosos al pedir, y yo encantado de ofrecer placer.
Tras pasar la mano por mi tatuaje, Martín coloca la cabeza de su pene en mi húmeda entrada y se introduce en mí al tiempo que veo que César penetra a Lluvia, que aún sigue tumbada sobre la mesa.
La música vuelve a sonar alta y fuerte mientras Martín entra en mí lentamente. Clava las manos en mi cintura para que no pueda moverme, pero sus empellones, cada vez más vigorosos, me sacuden.
Entonces siento unas manos fuertes que me sujetan el trasero por detrás y sé que es Kook. Lo sé.
Echo la cabeza hacia atrás y veo que se ha subido a la mesa. Me gusta su mirada felina y excitada. Luego, da un tirón a la correa y, apretándome el trasero, murmura en mi oído:
—Eso es, mi amor, deja que entre en ti. Deja que te folle...
Acto seguido, me coge las manos, las une a mi espalda y, después, enreda la correa alrededor de ellas. Eso es nuevo, nunca me ha atado así.
—¿Te gusta? —oigo que pregunta entonces excitado.
—Sí —afirmo mientras un nuevo jadeo sale de mi boca.
—¿Te gusta cómo te folla?
—Sí... —vuelvo a asentir.
Para mí no hay nada más morboso que escuchar lo que dice mi amor en un momento caliente. El morbo no es sólo lo que hacemos, sino también su ronca voz, sus palabras, su mirada y el modo en que me sujeta. Acalorado, miro a Martín, que continúa asolando mi cuerpo y, cuando veo que va a abalanzarse sobre mi boca, digo bien alto para que me oiga:
—Mi boca sólo tiene un dueño.
Martín asiente. No somos la única pareja que se reserva los besos sólo para ellos. Entonces Kook tira de la correa, hace que lo mire y me besa.
Introduce la lengua en mi boca con tal posesividad que creo que me voy a ahogar de placer mientras Martín sigue hundiéndose en mí una y otra vez.
En ese instante, oigo que Lluvia jadea tanto o más que yo. Sin duda, lo que ocurre la vuelve loca como a mí. El calor recorre mi cuerpo como una culebrilla, cuando Kook se aparta y, tras ponerse de pie en la mesa, coloca su pene ante mí
y lo introduce en mi boca. No puedo tocarlo, mis manos siguen amordazadas, y eso en cierto modo me excita.
Suave. El pene de mi amor es suave, duro, dulce y excitante. Me encanta.
No sé cuánto dura aquello, sólo sé que me abandono al placer que doy y me dan. Mi cuerpo tiembla, mi sexo succiona, mi boca chupa, y yo disfruto de aquella sensación mientras llego al clímax varias veces sin pensar en nada más, hasta
que Martín acelera sus acometidas y, tras un fuerte empellón, sé que el placer también le ha llegado a él.
En cuanto Martín se retira, veo que coge una botellita de agua y me la echa sobre la vagina para lavarme.
¡Oh, qué frescor!
Kook se baja de la mesa. Sin desatarme las manos de la espalda, me tumba con exigencia y premura, coloca mis piernas sobre sus hombros y
me penetra hasta el fondo para que yo vuelva a gritar.—
Sí..., así..., grita para mí —oigo cómo exige.
Nada me gusta más que ser poseído por mi amor. No poder mover las manos me está matando, aunque, al mismo tiempo, me está gustando. Ni yo mismo me entiendo.
Nuestra posesión no es sólo física, sino también mental, porque sé que, cuando otro hombre o mujer está en mi interior, sólo con ver la mirada de Kook es como si fuera él. Él y solamente él me folla de mil modos, de mil maneras, como sé que soy yo el que lo folla a él.
Sin descanso, mi amor se mueve en mi interior, una y otra y otra vez. Somos insaciables en lo que al sexo se refiere. Entonces, mirando a Martín, que
nos observa, murmuro:
—Sujétame para él.
Al oír eso, Kook sonríe. Nuestro instinto animal, ese que nos posee en momentos como éste, ya ha aflorado y, abriéndome todo lo que puedo para mi amor, me dejo penetrar mientras Martín me sostiene por los hombros para que no me
mueva ni un milímetro sobre la mesa.
Fuerte..., fuerte..., fuerte y duro. Así me hace suyo mi amor, y sé que yo lo hago mío mientras en sus ojos observo la rabia por todo lo ocurrido entre nosotros últimamente.
Veo que se muerde el labio inferior, lo que significa que su llegada al séptimo cielo está cercana. La música se para y pueden oírse mis gritos en la habitación. Pero mis gritos no son los únicos. Cerca de nosotros, Lluvia está sentada sobre Beto, que lleva puesto un arnés con un pene a la cintura y grita como yo.
—Dime que te gusta así..., dímelo —exige Kook con voz ronca.
Asiento..., no puedo hablar. Todo yo tiemblo mientras oigo los azotes que Beto le da a su mujer en el trasero, y Kook más dentro de mí no puede entrar.
Mis gritos de placer y los de Lluvia resuenan en la insonorizada habitación, y eso a los hombres los pone a mil. Entonces, la puerta se abre y veo entrar a Tae y a Mel. Nos miran, en sus ojos veo las ganas que tienen de unirse al juego, de participar, pero yo en ese instante sólo quiero jugar con mi amor, con mi Kook, con mi Jeon
Por suerte para mí, Kook tiene un aguante increíble. Sabe dosificarse para que el placentero instante dure cuanto deseemos y, tras correrme una vez y cuando siente que voy a correrme de nuevo, se agacha sobre mí y murmura:
—Juntos, pequeño..., juntos.
Mordiéndome el labio inferior, me proporciona un último y seco empellón que hace
que el placer nos llegue simultáneamente y tengamos convulsiones como locos sobre la mesa.
Con los hombros doloridos por estar tanto rato con los brazos hacia atrás, nuestras respiraciones
se acompasan, y entonces veo que César se acerca a Mel y Tae comienza a desnudarla mientras ella se coloca el collar de cuero.
Sin moverme ni separarme de mi amor, observo cómo comienza el juego entre ellos. Kook me besa entonces en el cuello, me sienta en la mesa y, tras soltarme las manos, murmura en mi oído: —¿Todo bien, mi amor?
Dirijo mis ojos oscuros hacia él. Me duelen un poco los brazos pero, con una ponzoñosa sonrisa, asiento y mi amor sonríe.
Varios minutos después me entran unas irremediables ganas de ir al baño para hacer pis y, mirando a Kook, digo poniéndome una de las batas rojas que hay sobre la cama:
—Tengo que ir al lavabo.
—¿Te acompaño?
—No, cariño, no hace falta. Enseguida vuelvo.
Cuando voy a moverme, Kook me sujeta y, mirándome a los ojos, murmura:
—Te echaba de menos, corazón.
Yo sonrío. Sé a lo que se refiere.
—Yo también a ti, mi amor —digo sonriendo de felicidad.
Lo beso y, tras abrir la puerta de la librería, salgo y corro al baño.
Dos minutos después, y con la vejiga vacía, me miro al espejo y sonrío al ver el collar de cuero de Beto en mi cuello. Beto y sus rarezas. Tras
atusarme un poco el pelo, me cierro la bata roja sobre la cintura y salgo del baño. Camino de regreso hacia el despacho y, cuando me dispongo a entrar, me doy de bruces con alguien que sale a toda prisa.
¡Mi hermana!
Al verme, Hye me agarra de la mano y, con el gesto desencajado, murmura:
—Ay..., Trompu..., ay, Trompu..., ¡vámonos de aquí!—
¿Qué pasa? —pregunto preocupado.
—Tenemos que coger a los niños y marcharnos de aquí.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
Voy a moverme cuando mi hermana se lleva la mano a la boca y murmura:
—No..., no entres en el despacho. ¡Ay, virgencita, qué depravación!
Según dice eso, sé lo que pasa, y se me pone la carne de gallina.
Joder..., joder..., joder...
Pongo un pie en el despacho y, con disimulo, miro y veo que me he dejado la puerta de la librería abierta al salir. ¡Maldita sea!
Hye tira de mí. ¡Está histérica!
Como puedo, la llevo hasta la cocina para darle un vaso de agua.
Pobrecita, mi hermana, con lo impresionable que es para estas cosas.
Tiembla. Yo me agobio y, cuando se ha terminado de beber el vaso de agua, lo deja sobre la encimera y cuchichea:
—Ay, Dios mío..., ay, Dios mío..., ¡qué fatiguita!
—Tranquila, Hye. Tranquila.
Mi hermana se da aire con la mano, está blanca como la cera y, como temo que se desmaye, la siento en una silla.
—Tenía sed —empieza a explicar entonces con voz temblona—. Vine a la cocina a por agua y, al salir, oí ruido. Fui hasta el despacho y, al entrar, yo... yo vi esa puerta abierta, me asomé y... y... Ay, Trompu, ¡vámonos de aquí!
—Hye, respira.
Pero Hye está, como decía la canción de Shakira, bruta, ciega y sordomuda, y tiembla... tiembla como una hoja del susto que tiene.
Ay, pobrecita, mi chicarrona, ¡qué mal ratito está pasando!
Voy a por otro vaso de agua, esta vez para mí.
Lo necesito. Saber que mi hermana ha visto lo que ha visto, me reseca hasta el alma.
Bebo..., bebo y bebo mientras intento pensar rápidamente en una explicación que darle cuando ella se acerca a mí y murmura:
—Kook... Kook estaba con esos depravados.
—Escúchame, Hye...
—No, escúchame tú a mí —insiste con la respiración entrecortada—. He... he visto algo horroroso, impúdico y guarro. Kook estaba desnudo y mirando, mientras Mel y Lluvia estaban a cuatro patas como unas perrillas... Ay, Dios... Ay, qué fatiguita, ¡no puedo ni decirlo!
—Respira, Hye..., respira.
Pero mi sorprendida hermana no atiende a razones y, levantándose, prosigue:
—Ellas llevaban unos collares de cuero negros como si fueran perros, Beto tiraba de una correa, mientras Tae y creo que... que... César las... las...
¡Ay, Dios, qué asco! —Y, tomando aire, suelta—:
Estaban follando, ¡follando como conejos! ¡Todos revueltos! ¿Cómo... cómo puedes tener amigos así?
Joder..., joder..., joder, qué mal rato me está haciendo pasar a mí también.
No sé qué responderle.
Nunca me imaginé viviendo una escena así con Hye. Entonces, mi hermana se agacha en el suelo y se pone a llorar. Pero ¿por qué tiene que ser tan dramática?
Me agacho con ella con la intención de levantarla y la pobre, hecha un mar de lágrimas, murmura:
—Cuánto siento lo de Kook, Trompu..., con lo que tú lo quieres, y... y él... —Y, cogiendo fuerzas, sisea—: Ese desgraciado es un depravado, un cochino, un cerdupedo..., un... un... —Entonces grita levantándose del suelo—: ¡Ay, virgencita de la Merced!
—¿Y ahora qué pasa, Hye?
Mi hermana levanta un brazo y, señalándome con un dedo acusador, dice con voz temblorosa:
—Tú... tú llevas otro collar de perrilla como los que llevan ellas...
Ostras, ¡el collar!
Inconscientemente, me lo toco y murmuro mientras comienzo a sentir un picor en el cuello:
—Hye, escúchame.
El gesto de mi hermana ha pasado del horror a la incredulidad y, ya sin llorar, dice:
—¿Qué... qué has hecho, Jimin?
—Hye...
—¡Ay, virgencita! ¿Qué te ha obligado a hacer Kook?, porque juro que cojo un cuchillo y le rebano el pescuezo de lado a lado.
He de explicarme. Necesito decir algo antes de que saque conclusiones erróneas.
—Hye —respondo—, Kook no me ha obligado a nada.
—¡Mientes!
Tratando de no perder los nervios, insisto:
—No, Hye, no miento. Kook y yo disfrutamos así del sexo. Y, aunque sé que es complicado entenderlo, ni él me obliga, ni nadie de los que están ahí dentro está obligado.
Veo que pestañea. Lo que acabo de decir la deja loca.
—¿Te va esa perversión? —murmura. Asiento acojonado y entonces ella grita—: ¡Pero ¿es que estás mal de la cabeza?!
—Hye, no chilles.
Se separa de mí. Yo intento cogerla, pero me da un manotazo. Se sienta en una silla. Sé que no entiende nada y, acomodándome junto a ella, prosigo:
—Kook, yo y todos los que están en esa habitación no estamos mal de la cabeza, Hye, es sólo que, a la hora de disfrutar del sexo, nos gusta hacerlo con más gente y...
—¡Guarro! Eso es lo que eres, ¡un guarro y un cochino! ¡Qué vergüenza! Tus
niños durmiendo a pocos metros de aquí y tú zorreando como un perdido.
—Hye... —murmuro intentando entenderla.
—¿Cómo puede gustarte eso?
Entiendo su indignación.
Entiendo lo que piensa.
Entiendo que piense mil cosas de mí.
Yo también pensé todo eso la primera vez que Kook me mostró ese mundo. Así pues, tratando de ponerme en su lugar y también de hacerle comprender, prosigo:
—Yo no lo veo como una cochinada, sino simplemente como otro modo de ver, entender y disfrutar del sexo. —Y, antes de que pueda hablar, añado—: Kook y yo somos una pareja normal, como tú, como Tae y Mel o Beto y Lluvia pero, a la hora del sexo, nos gusta algo más.
—¿Pareja normal?
—Sí.
—Mira, guarrito..., eso de normal no tiene nada. Eso lo hacen los depravados y los que no están bien de la cabeza. Y tú... y tú... ¡Ofú, qué calor!—
A ver, Hye —insisto rascándome el cuello—. Tú misma me has confesado que Juan y tu disfrutan en su cama jugando con vibradores y consoladores y...
—Eso no es lo mismo, Jimin...
—Lo es. Escúchame y déjame explicarme.
—No digas tonterías.
—Hye, tú y tu marido juegan como jugamos Kook y yo. La única diferencia es que nosotros jugamos con gente de verdad y ustedes con aparatos de silicona y con su imaginación.
—Pero ¡¿qué tontería estás diciendo?! —chilla.
—No digo ninguna tontería, Hye. —A continuación, clavo la mirada en ella y pregunto
—: ¿Por qué juegas con vibradores con Juan?
Mi hermana se pone roja, pero al ver que espero contestación responde:
—Porque me da la gana y me sale del potorro; ¿y a ti qué te importa?
Su contestación me hace sonreír, e insisto:
—Lo haces porque te causa morbo. Que yo recuerde, me dijiste hace tiempo que tenías un consolador llamado Al Pacino y otro Kevin Costner. ¿Por qué les pusiste esos nombres?
Hye se da aire con la mano mientras yo me rasco el cuello.
—He dicho que no es lo mismo —sisea—. No intentes convencerme, ¡cochino!
Vale..., no voy a enfadarme porque me llame cochino. Hye es Hye.
—Les pusiste esos nombres a los juguetitos porque en el fondo te gustaría que fueran Al Pacino y Kevin Costner quienes estuvieran allí — insisto—, y...
—Por favor, ¡cuánta tontería tengo que oír! —
grita mi hermana—. ¿Quieres dejar de decir porquerías desagradables? Que tú seas un guarro no significa que yo tenga que serlo también. Ay, Jimin, qué decepción, ¡qué decepción!
—¿Me consideras un guarro? —
Hye ni siquiera pestañea, y añado—: Pues siento mucho que pienses eso de mí.
—Cuando papá se entere...
—¡¿Qué?!
Ah, no..., eso sí que no.
En este instante, saco toda mi artillería pesada y, mirando a mi hermana, replico:
—Hye, si se te ocurre decirle algo a papá de mi vida sexual, ten por seguro dos cosas: la primera, que no volveré a hablarte en la vida, y la segunda, que él también se va a enterar de lo bien que te lo montas con Al Pacino y Kevin Costner.
Nos miramos. Ella está enfadada. Yo también.
En ese instante, Juan entra en la cocina en calzoncillos y, mirando a mi hermana, dice:
—Mi chiquita, estaba preocupado por tu tardanza. ¿Qué ocurre?
Mi hermana se levanta y huye de mi lado para refugiarse en brazos de su marido, cuando en ese momento aparece Kook con una toalla alrededor de la cintura y me mira.
—Cariño, ¿qué pasa? —dice.
Al ver a Kook de esa guisa, Hye lo mira y, como una verdulera, grita:
—¡Guarro, degenerado, indecente, vicioso, corrupto, inmoral...! ¡Eso es lo que pasa!
Su marido y el mío se miran sorprendidos mientras yo resoplo. Me rasco el cuello y le pido a Kook con la mirada que no diga nada. Sin duda, Hye no lo va a poner fácil y, caminando hacia ella, siseo:
—Si vuelves a insultar a mi marido, te aseguro que... —Pero ¿qué pasa? —insiste Juan.
Hye se calla, no dice nada. A sabiendas de que luego se lo va a contar, me planto ante mi cuñado y explico:
—Hye acaba de descubrir que a Kook, a mí y a algunos más de esta casa nos gusta un tipo de sexo diferente del que ustedes practican. Eso es lo que ocurre.
Kook me mira sorprendido por lo que he dicho, y yo añado:
—Y yo le he dicho que, mientras ustedes juegan con consoladores y vaginas de silicona, nosotros jugamos con penes y vaginas de carne y hueso. ¿Dónde está el problema?
Juan abre la boca. El pobre está tan sorprendido como Kook y, mirando a mi hermana, dice:—
Escucha, relinda...
—Vámonos de aquí. No quiero estar en esta casa corrupta llena de... de ¡inmorales!
—Hye... —susurro para pedirle calma.
—¡Vámonos! —vuelve a gritar ella.
—¿Ahora? —pregunta mi pobre cuñado.
—No, el mes que viene, ¡no te jode! —insiste Hye malhumorada.
Tras intercambiar una mirada cómplice con Kook, que de pronto me hace presuponer más de una cosa, el mexicano murmura:
—Cariño, los niños están dormiditos en casa de mis tíos. ¿Cómo los vamos a despertar?
—Me da igual —insiste la cabezota de mi hermana—. No quiero permanecer ni un segundo más bajo el mismo techo que estos perdidos y sucios cochinos.
—Hye, como vuelvas a insultarnos, te juro que me voy a enfadar —siseo.
Kook me coge de la mano y me sujeta. Me conoce y está viendo que al final le voy a cruzar la cara a mi hermana como siga por ese camino.
—Escucha, mi reina —dice Juan—,
quizá no sea el mejor momento para decirte esto, pero antes de estar contigo yo también practiqué lo que ellos hacen.
—¡¿Qué?! —grita mi pobre Hye.
¡Toma yaaaaaaa, lo que acaba de confesar mi pobre cuñado!
—Participé en orgías —prosigue él—, y en su defensa tengo que decir que no me considero ningún corrupto ni ningún degenerado. Es sólo una clase más de sexo, tan respetable como la que tú y yo practicamos.
La boca de mi hermana se abre..., se abre y se abre y, cuando no se puede abrir más, y está claro que van a salir de ella sapos y culebras, Kook dice:
—Juan, llévate a tu mujer a la habitación y tranquilízala.
Inmóvil, veo cómo mi cuñado agarra la mano de mi hermana y, sin decir ni una palabra más, tira de ella con gesto tosco y ambos se marchan.
El corazón se me va a salir del pecho mientras me rasco el cuello. Kook me sujeta entonces la mano, lo mira y, quitándome el collar de cuero negro, musita:
—Cariño, te estás destrozando el cuello.
Agobiado por lo ocurrido, me refugio en sus brazos.
—Llévame a la cama —le pido—. Necesito cerrar los ojos y desconectar.

juegos de seduccion IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora