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Tras aterrizar en el aeropuerto de Bilbao, Mel y Jimin no se sorprendieron cuando, al salir por la puerta, un hombre de mediana edad y gesto amable los miró y, dirigiéndose a Min, preguntó
—¿Señor Jeon?
El asintió, y el hombre le indicó con una encantadora sonrisa al tiempo que le tendía la mano:—
Soy Antxo Sostoa. Su marido, el señor Jeon, llamó a las oficinas para indicar que
venían ustedes a la feria y necesitaban un coche que los recogiera y los llevara al hotel Carlton.
Los chicos intercambiaron una mirada. Como siempre, Kook estaba en todo y, sin dudarlo, se montaron en el vehículo para ir hasta el gran y majestuoso hotel.
En el camino, Mel llamó por teléfono a Tae y, mientras hablaba y reía con él, Jimin
simplemente escribió en su teléfono: «Ya estoy en Bilbao». Poco después, recibió un frío «Ok».
Min suspiró y miró por la ventanilla. Odiaba estar a malas con Kook, pero estaba visto que no podía hacer nada. Sólo necesitaba despejarse un poco y disfrutar con Mel de un fin de semana de omegas. No pedía más. Una vez llegaron al precioso hotel y después de que Antxo les indicara que los esperaría en la puerta para llevarlos a la feria, subieron rápidamente a la habitación, dejaron las maletas y
bajaron al coche. No querían perderse nada. En la feria, Jimin pudo ver que Jeon tenía un estupendo stand con sus productos. Allí saludó a varias personas que conocía de cuando trabajaba en corea, y éstos se sorprendieron al verlo allí en representación de su marido.
Poco después, y tras saludar a todos los empleados de Jeon, Mel se fue a dar una vuelta por la feria y Jimin se preocupó de buscar al director, ya que quería saludarlo.
Mientras daba un paseo por la feria, Mel de pronto vio una cara conocida y, acercándose, dijo:
—¡¿Amaia?!
La aludida se volvió al oír su nombre y, parpadeando, exclamó:
—Ahí va, la hostia, Melania. Pero, tía, ¿qué haces aquí?
Rápidamente las dos mujeres se abrazaron con gusto y comenzaron a a hablar.
Mientras tanto, Jimin había encontrado al director de la feria, el señor Imanol Odriozola, al que se presentó como el omega del señor Jeon, el dueñoTras hablar con él omitiendo el incidente del año anterior, Jimin se encargó de dejarle muy claro lo importante que era para su empresa estar en aquel evento. Aquello
le gustó al hombre, y el enseguida supo que se lo había metido en el bolsillo.
A mediodía, Min comió un simple sándwich como el resto de los empleados; había ido allí a trabajar. Por la noche, cuando cerraron la feria, el director pasó por el stand de Jeon y amablemente invitó a Jimin y a Mel a cenar a un precioso restaurante del Casco Viejo, donde degustaron unos increíbles platos.
Una vez acabada la cena, el hombre, que estaba encantado con el hecho de que el propio esposo del superjefazo hubiera ido a la feria en representación de su empresa, los acompañó al hotel. Cuando él se marchó, Jimin le dijo a su
amiga:
—Creo que los problemas de Jeon con el director de la feria se han solucionado de por vida. Mel sonrió y, agarrada de su brazo, afirmó:
—Eres un excelente relaciones públicas ¿lo
sabías? —Min rio, y ella añadió—: Kook te va a comer a besos cuando regreses.
Jimin dibujó una forzada sonrisa en su rostro. No le había contado nada de lo ocurrido a su amiga y, guiñándole el ojo, replicó:
—Seguro que sí. No te quepa la menor duda. Durante un rato, ambos hablaron sobre la feria, hasta que Mel dijo:
—¿Sabes? Me he encontrado con una antigua amiga.
—¿Aquí, en Bilbao?
Mel asintió encantada.
—Fue novieta de un primo mío de Asturias, hasta que lo dejó por atontado. Al parecer, trabaja para no sé qué laboratorio y está en la feria también. Mañana te la presento, ¿vale?
—Vale —dijo su amigo sonriendo.
Al día siguiente, Jimin madrugó para ir a la feria, mientras Mel se quedaba un rato más en la cama. Ella iría más tarde.
Durante todo el día, como hombre del jefazo, Min atendió a todo aquel que se acercaba al stand de Jeon y, cuando Mel llegó, se encargó de repartir publicidad a los asistentes. A las ocho, cuando la feria ya cerraba, una joven rubia se acercó a ellas.
—Jimin —dijo Mel—, te presento a Amaia.
—Eeepa, ¿qué tal? —soltó la rubia, y tras darle un par de besos a Min, añadió—: Vaya..., vaya..., conque tu marido es el todopoderoso dueño de Jeon...
El asintió y Amaia, cogiéndolos a las dos del brazo, dijo:
—Vamos..., los llevo de pinchos por Bilbao.
Durante horas rieron, comieron y bebieron. Si algo se hacía bien en Bilbao era comer. Todo estaba exquisito. La cocina vasca era una maravilla, y tanto Jimin como Mel lo disfrutaron de lo lindo.
Esa noche, cuando llegaron a su hotel, Amaia comentó antes de marcharse al suyo:
—Oye, ¿por qué no se vienen conmigo mañana a mi pueblo? —Los chicos la miraron y ella insistió—: He quedado con mi cuadrilla y unos amigos para ir al pueblo de al lado, Elciego, a disfrutar de un maridaje estelar.
—¿Maridaje estelar? —dijo Mel riendo—.
Pero ¿eso qué es?
Amaia soltó una risotada y, con gesto de intriga, cuchicheó:
—Ah, no..., eso no se lo digo, así les picará la curiosidad y vendran.
Mel y Jimin intercambiaron una mirada, y Amaia insistió:
—Venga, vengan. Se pueden quedar en mi casa de Elvillar a dormir. Allí hay sitio de sobra. Jimin sonrió. Parecía buena idea, y Mel, al ver el gesto de su amigo, afirmó:
—De acuerdo, ¡nos apuntamos!
Los tres rieron por aquello y Jimin, animado, dijo:—
Vale. Entonces lo mejor será que mañana alquiles un coche y, desde allí, el domingo por la mañana nos podemos ir a Asturias para ver a tu abuela, ¿te parece?
—¡Perfecto! —asintió Mel feliz.
Esa noche, cuando Mel se estaba duchando en el hotel, Jimin llamó a su casa.
Jeen rápidamente cogió el teléfono y, tras saludarlo con cariño, le indicó que los niños estaban bien y durmiendo. Cuando le preguntó si quería hablar con Kook, que estaba en el despacho, en un principio Min dudó. ¿Debería hablar con él?
Sin embargo, la necesidad que sentía de oír su voz era tan grande que al final asintió.
Pasados unos segundos, oyó la ronca voz de Kook:—
Dime, Jimin.
Volvía a llamarlo por su nombre completo. Su tono era frío e impersonal e, intentando darle esa calidez que el necesitaba y él le negaba, Min lo saludó:
—Hola, cariño. ¿Qué tal todo por ahí?
—Bien, ¿y tú?
Ella suspiró. Kook no se lo iba a poner fácil, y respondió:
—La feria va estupendamente, el señor Odriozola te manda saludos.
Kook asintió. Él mismo había hablado aquella tarde con Imanol Odriozola y éste no había parado de decirle una y otra vez lo encantador que era su omega y el buen trabajo que estaba haciendo en la feria. Pero Kook no se lo comentó a Jimin. No quería que se sintiera vigilado y se lo pudiera reprochar.
El silencio se apoderó entonces de la línea telefónica. Estaba claro que la brecha entre ellos era cada vez mayor, por lo que Jimin dijo:
—Mañana, cuando acabe en la feria, Mel y yo iremos con una amiga suya a un pueblo que... —¿A qué pueblo?
Ella lo pensó. No recordaba el nombre, y respondió:
—La verdad es que ahora mismo no me acuerdo del nombre...
—¿Cómo puedes ir a un sitio del que no recuerdas el nombre? —gruñó Kook.
Jimin cerró los ojos. Hablar con él no había sido buena idea y, perdiendo parte de su fuerza, murmuró:
—Bueno, lo cierto es que...
—Mira, mejor no continúes —la cortó él sin dejarlo terminar.
Cansado de su frialdad, Jimin se sentó en la cama.
—Kook, no me gusta estar contigo así.
—Tú lo has provocado.
El suspiró. El alemán no se lo ponía fácil. —Kook, cuando tú viajas y llamas a casa, por muy molesto que yo esté, procuro ser amable contigo y...
—Si has llamado para discutir, no me apetece.
¿Quieres algo más?
Su insensibilidad le rompió el corazón a Min.
¿De verdad no iba a ser ni una pizquita amable?
¿En serio que no lo añoraba tanto como el lo añoraba a él?
Y, sin ganas de prolongar aquello, sacudió la cabeza y murmuró:
—Sólo llamaba para saber cómo estaban. Sólo para eso. Adiós.
Y, sin decir nada más, cortó la comunicación y tiró el teléfono sobre la cama. Lo que no sabía Jimin era que, a muchos kilómetros de distancia,
un hombre llamado Kook maldecía y se arrepentía por su falta de tacto, pero su maldito orgullo le impedía volver a llamar al omega que amaba.
Al salir de la ducha y ver a su amigo con gesto preocupado, Mel fue hasta el y le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
Jimin, necesitada de hablar, le explicó la verdad.
—Pero ¿por qué no me has contado antes lo que pasaba? — preguntó Mel mirándola fijamente. Jimin se retiró el pelo de la cara y suspiró.
—No lo sé. Quizá pensé que, si evitaba hablar de ello, lo olvidaría y las cosas se suavizarían hasta regresar a casa. Pero, después de hablar con Kook, siento que todo va de mal en peor. Ya no es sólo por Mike, no le puedo echar las culpas sólo a él, sino...
—Min, mírame —la cortó Mel cogiéndole las manos—. Si hay una relación entre dos personas que yo siempre he considerado buena y verdadera, es la tuya y la de Kook. Sin duda, estan pasando por una mala racha. Todas las parejas en un
momento dado pasan por ello, pero estoy convencida de que lo superaran. Ya verás como sí.
Jimin sonrió y, meneando la cabeza, respondió:
—Quiero a Kook y sé que él me quiere a mí, pero últimamente somos incapaces de comunicarnos.
—Y si encima hay un cabroncete de niño a nuestro lado dando infinidad de problemas que lo sobrepasan, sin duda la cosa no puede ir a mejor. Min suspiró, y Mel, tratando de animar a su amigo, añadió:
—Vamos..., ve a darte una ducha. Ya verás como luego te sientes mejor.
Con una triste sonrisa, Jimin se levantó, cogió una toalla limpia y, guiñándole un ojo, desapareció tras la puerta del baño.
Mel esperó unos segundos y, cuando oyó correr el agua, cogió su teléfono y, tras marcar, dijo, consciente de que la teniente Parker nunca lo abandonaría:
—Hola, Kook, soy Mel. ¿Cómo eres tan rematadamente gilipollas?
 
 
Al día siguiente, tras pasar Jimin la mañana trabajando en la feria, Amaia y Mel lo esperaban a la salida con las maletas en un coche de alquiler.
Entre risas y bromas, los tres se dirigieron hacia el pueblo de Amaia, Elvillar de Álava, mientras la joven reía contándoles que allí había un dicho que decía «Con el vino de Elvillar, beber y callar». Riéndose estaban por aquello cuando ésta, antes de llegar, tomó un desvío y dijo:
—les voy a enseñar una cosa que me fascina de mi pueblo. Mel y Jimin sonrieron. Estaban charlando cuando de pronto Amaia paró el coche. Bajaron, y Jimin y Mel, con unos ojos como platos, señalaron al frente.
—Ostras, qué pasada —murmuró Jimin.
—Pero ¿esto qué es? —preguntó Mel.
Amaia sonrió. Era una de las curiosidades del pueblo y, observándolos, dijo con orgullo:
—Es un dolmen o, como dirían los expertos en la materia, un monumento megalítico funerario, aunque aquí se ha llamado de toda la vida la
«Chabola de la hechicera».
Boquiabiertos al ver aquello tan antiguo y fuera de lo común, los chicos se acercaron a él, y Jimin preguntó:
—¿Y por qué se le llama así?
Amaia se encogió de hombros y, tocando una de las legendarias piedras, respondió:
—Según me contaba mi abuela, su nombre evoca una leyenda que lo relacionaba con el hogar de una hechicera a la que en la mañana de San Juan se la oía cantar y pregonar.
—Uf..., se me han puesto los pelos como escarpias —se mofó Mel, enseñándoles el brazo. Jimin suspiró e, inconscientemente, pensó en kook. A él le habría encantado ver y tocar aquello.
Le gustaba mucho leer libros sobre esa clase de monumentos megalíticos, y se entristeció al sentir que no podía compartir lo descubierto con él.
—La Chabola de la Hechicera —prosiguió Amaia— fue descubierta, si no me equivoco, en 1935 a pesar de ser algo prehistórico, y posteriormente fue restaurada. —Luego, bajando la voz, cuchicheó—: También tengo que decirles que muchos de los que vivimos por los alrededores hemos venido aquí a echar algún             polvete que otro sobre las piedras del dolmen.
Los chicos rieron y entonces Amaia añadió:
—Aunque, poniéndonos serios, les diré que es uno de los dólmenes más importantes de Euskadi y el mejor conservado de la zona. Pero si hasta se estudia sobre él en algunas universidades norteamericanas.
—Qué pasada —murmuró Jimin tocando las piedras.
—Venga, tienen que venir para las fiestas en agosto —afirmó Amaia—. Se celebra un aquelarre, con una representación con un macho cabrío, cabalgata de brujas, títeres, hacemos una gran queimada, y todo eso se acompaña con la música de la txalaparta y otros instrumentos.
—Qué chulada. Creo que a Tae le gustaría —afirmó Mel, tocando las pintorescas piedras.
Al oírla, Amaia se mofó:
—Vaya nombrecito más raro que tiene tu churri...
Mel sonrió divertida y respondió:
—Pues llámalo Blasito, que es como lo llama mi abuela.
La carcajada de Amaia y Jimin no se hizo esperar, y la vasca replicó:
—Si es que tu abuela ¡es la hostia! ¡Cuidado con el mokordo!
Mel y Jud se miraron. ¿Mokordo? ¿Qué era eso?
Al ver cómo la miraban, Amaia señaló una gran caca de vaca.
—En mi tierra a eso lo llamamos ¡mojón! — contestó Jimin.
—Vaya conversacioncita más chula, ¡¿eh?! — dijo Mel riendo divertida.
Durante varios minutos, los tres chicos hablaron junto al dolmen de un sinfín de
diferencias entre las distintas comunidades autónomas, hasta que la vasca, mirándose el reloj, dijo:—
Creo que es mejor que nos vayamos o al final llegaremos tarde.
Apenado, Jimin miró por última vez aquellas piedras y, tras sacar su móvil, les hizo una foto.
Algún día le gustaría tener la oportunidad de enseñársela a kook. Sin duda, le gustaría ver aquel lugar. Veinte minutos después, descargaron las maletas en casa de Amaia. Mientras sacaba su ropa, Jimin vio que Mel hablaba con tae por
teléfono. Le encantó oírla reír y bromear con él. Al menos, a alguien le iba bien en el amor.
Mirándose al espejo, se quitó el vaquero que llevaba y la camisa y se puso una pantalon hippy negra hasta los pies y una camiseta rosa fuerte.
Como no tenía ganas de peinarse, se recogió el pelo en una pequeña coleta alta y, probándose la cazadora vaquera para ver cómo quedaba, se miró al espejo,
sonrió y murmuró al ver a la Jimin de antaño:
—¡Sí, señor, éste soy yo!
Una vez los tres muchachos terminaron de vestirse, montaron en el coche de alquiler y se dirigieron a Elciego, un precioso pueblecito que estaba a escasos kilómetros de Elvillar. Allí se encontraron con la cuadrilla de Amaia y unos
amigos de éstos y, tras ser presentados, todos se encaminaron hacia las Bodegas Valdelana.
Al entrar en aquel increíble sitio, Jimin lo miró con curiosidad. Como diría su padre, el lugar tenía solera e historia. ¡Qué maravilla!
Minutos después, un hombre que reunió al grupo les habló sobre la historia de las bodegas y les hizo una visita guiada.
Cuando acabó la visita, todos montaron en sus vehículos particulares y fueron a la dirección que el guía les había dado. Allí los aguardaban para continuar con la particular experiencia.
Al llegar al punto indicado los esperaba un amable enólogo, y con él fueron hasta un impresionante lugar llamado el «Balcón de las Variedades», donde continuaron con la visita.
Durante un rato, todos disfrutaron paseando por los viñedos, hasta llegar a un sitio donde había preparadas varias mesas con manteles  inmaculadamente blancos y sillas.
—Qué lugar más bonito —murmuró Mel al verlo, y Jimin asintió.
Los asistentes se sentaron entonces para ver el atardecer.
La puesta de sol allí era preciosa y, cuando oscureció y aparecieron poco a poco las estrellas, comenzó aquello de lo que Amaia les había hablado. El enólogo les explicó entonces que el maridaje estelar consistía en conjugar cinco copas luminosas, cinco vinos y cinco leyendas de constelaciones.
Escucharon a aquél hablarles de cómo las cinco estrellas llamadas Arturo, Vega, Altair, Polaris y las que configuran la Corona Boreal, además de tener sus increíbles leyendas, habían marcado el mundo de la vid. A continuación,
cuando pusieron ante ellos unas copas de luz, todos sonrieron al oírlo decir:
—Señoras, señores, a partir de este instante, relájense y déjense mimar por el vino, la noche y las estrellas.
Al oír eso, Jimin miró con picardía a su amiga Mel y cuchicheó:
—Si ves que me paso con el vino, párame, que no es lo mío; ¿de acuerdo?
Mel asintió y, en confianza, murmuró guiñándole el ojo:
—Lo mismo digo.
Con la ayuda de un programa informático, el enólogo capturó la imagen de aquellas estrellas y las proyectó en una gran pantalla estratégicamente
colocada. Con cada estrella, aquél narraba su leyenda, y Jimin, al terminar de escuchar la historia de Vega y Altair, miró emocionado a su amiga y susurró:
—Qué historia tan bonita y triste a la vez. —
Mel asintió—. Pobre Vega y pobre Altair. ¡Ofú, qué penita!
Al ver aquello, Mel le quitó de la mano la copa de vino a su amigo y, mirándolo divertido, preguntó:
—Jimin, ¿estás bien?
El asintió y, recuperando su copa de vino, murmuró para que nadie la oyera:
—Tranquila. Es sólo que añoro a mi cabezón. Mel sonrió. Sin duda, a ella también le había llegado al corazón la triste historia de Altair y Vega y, chocando su copa de luz con la de su amigo, dijo:
—Despeja la mente y, como ha dicho el enólogo, déjate mimar por el vino, la noche y las estrellas y olvídate del resto, incluido el cabezón. el joven señor Jeon asintió. Su amiga tenía razón. Debía disfrutar de aquella increíble experiencia y olvidarse del resto del mundo. Por lo que, prestando atención a la nueva leyenda, se centró en lo que se contaba en referencia a la estrella Arturo. Sin duda, ninguna de aquellas estrellas había tenido una buena vida.
¡Pobrecillas!

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