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Tras pasar la tarde en casa de Neill y Romina, cuando Tae y Mel regresaron a la suya estaban agotados pero felices. Estar con aquellos amigos era siempre divertido.
Ese día le tocaba a Tae bañar a Sami mientras Mel preparaba la cena. Cuando terminó, la exteniente sonrió al oírlos cantar en el baño: «Y ya tú vas a estar limpia, bella y todo lo demás, con mis toques vas a entusiasmar, nombre y honra nos darás»
A su hija siempre le había gustado aquella canción de la película Mulán, y Tae, que era consciente de ello, se la había aprendido después de verla tantísimas veces con la niña. Siempre que la bañaba ella le pedía que se la cantara, a lo que
él accedía gozoso.
Una vez terminaron del baño, cenaron los tres y, luego, de nuevo a Tae le tocó contarle un cuento a la pequeña, momento que Mel aprovechó para preparar su sorpresita.
Como siempre que le tocaba a él contar los cuentos, la niña se aprovechaba y le hacía leer dos capítulos en vez de uno, y él accedía. Era incapaz de decirle que no a su pequeña.
Cuando acabó, Mel oyó desde el pasillo que Tae aún leía. Sonrió. Sami no podría tener mejor padre.
Entonces, la niña preguntó:
—Papi, ¿por qué la bruja le da una manzana roja a Blancanieves?
—Porque era tan guapa... tan guapa... que la bruja, celosa de su belleza, quería envenenarla.
—¿Y por qué la manzana era roja y no verde o amarilla?
Tae sonrió. Sami y sus preguntas...
—Porque las manzanas rojas son mágicas y muy... muy dulces y en ocasiones conceden deseos, y a la bruja le concedió el deseo de envenenar a Blancanieves.
Su respuesta pareció convencer a la niña, y Tae continuó hasta que Sami lo interrumpió de nuevo:
—Papi ¿y por qué Mudito no habla? ¿No sabe hablar?
Al oír eso, Mel se asomó para ver la cara de
Tae. Él, suspirando, pensó un momento la respuesta y finalmente dijo:
—Tú sabes que hay niños que están malitos de los ojos y no pueden ver, ¿verdad? —La cría asintió y él añadió—: Pues Mudito nació malito de
la voz y no podía hablar, pero por lo demás él...
—Pero ¿no le enseñaron a hablar?
Tae sonrió. Explicarle ciertas cosas a una niña de la edad de Sami no era fácil.
—Lo intentaron todos los enanitos, incluida Blancanieves, pero la voz nunca quiso salir.
—Pobrecito, ¿verdad? —Tae asintió, y Sami añadió a continuación—: Y si mi voz mañana no quiere salir y no puedo hablar más, ¿cómo te voy a
pedir que me cuentes un cuento por las noches? Al oír eso, Mel se emocionó, y Tae, enternecido por los sentimientos que aquella pequeña rubia le despertaba, contestó cerrando el cuento:
—Te aseguro, princesa, que si mañana no te saliera la voz, yo con mirarte a los ojos sabría lo que me pides.
—¿De verdad?
Tae la besó en la frente y asintió.
—Cariño, los papás y las mamás muchas veces
sabemos lo que quieren nuestros niños sólo con
mirarlos a los ojos. ¿O acaso no te has dado cuenta de cómo en ocasiones, sin que tú digas nada, mamá o yo sabemos que quieres un helado o una chocolatina?
La niña asintió y, abriendo mucho los ojos, cuchicheó:
—Sois mágicos, como las manzanas rojas.
El abogado sonrió.
—Exacto —convino—. Somos mágicos, y ahora, ¿continuamos con el cuento?
Sami asintió y Tae siguió leyendo hasta que, pasados diez minutos, cerró el libro y dijo:
—Ahora, a dormir, señorita.
—Jo, papi...
—A dormir —insistió él con cariño.
Sami no tardó en claudicar y Tae la arropó. Adoraba a su pequeña tanto como adoraba a su madre y, dándole un beso en la punta de la nariz, le acomodó su muñeca preferida y susurró:
—Buenas noches, princesa.
—Buenas noches, papi.
Feliz, Tae encendió el intercomunicador por si la niña los necesitaba durante la noche y salió de la habitación. Al encontrarse con Mel en el pasillo vestida con su bata de satén negra excesivamente abrochada, sonrió. Ella le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca.
—Hola, mi amor —susurró.
Embrujado por aquella demostración de amor, Tae cuchicheó:
—¿Quieres que te cuente un cuento a ti también?
Mel sonrió, clavó los ojos en aquéllos tan azules y, hundiendo los dedos en la espesa cabellera oscura de su chico, musitó:
—Llévame a la habitación.
—¿Así? ¿Del tirón? —dijo él riendo.
—Llévame a la habitación —insistió ella.
Con cara de pilluelo, Tae hizo lo que ella le pedía. Pensó que, sin duda, a Mel le había ido bien quedar con Neill y Fraser para olvidarse un poco de lo ocurrido últimamente. Al entrar en la habitación, se encontró con que la estancia estaba
por completo alumbrada con velas.
—Cierra la puerta —pidió ella.
De nuevo, Tae hizo lo que ella le decía.
Luego la miró y murmuró:
—Esto se pone muy... pero que muy interesante.
Encantada por cómo él la miraba, Mel cogió un sobre y se lo tendió.
—Léelo.
Tae, que a cada instante sentía más curiosidad, abrió el sobre y leyó:
 
 
Sami duerme y no quiero despertarla. Coge el intercomunicador para poder oírla si se despierta y, después, dame la mano y vamos a tu despacho.
 
 
 
Los ojos de él buscaron los de ella, y ésta dijo con una sonrisa:
—Lo siento, amor. Debes abrir la puerta y...
—No... —murmuró Tae decepcionado como un crío, mirando la cama.
Mel asintió, se encogió de hombros e insistió: —Vamos. Tu sorpresa te espera en el despacho.
Saber que allí también tendría sorpresa lo hizo sonreír y, tras coger el intercomunicador, Tae abrió la puerta y caminaron hacia su despacho, un lugar bastante alejado de la habitación de Sami y del resto de la casa, ya que se encontraba en el piso de al lado.
Una vez allí, al encender la luz, ésta se tornó roja y, divertido al ver los cientos de bombillas de colores de la decoración de Navidad, él cuchicheó mirándola:
—Recuerda que luego debemos recogerlo, o mañana toda la oficina se preguntará qué ha ocurrido aquí.
Mel sonrió. A continuación, lo guio hasta su gran mesa, lo hizo sentarse en su silla de cuero negro y, tras darle un beso en los labios caliente y pasional, se separó de él y preguntó:
—James Bond, ¿estás preparado?
Tae asintió como un tonto cuando ella, cogiendo el mando a distancia del equipo de música, accionó un botón y, de pronto, comenzaron a sonar los primeros acordes de la canción Bad to the Bone, y aplaudió encantado.
Mel se abrió la bata negra y, para su sorpresa, Tae vio que iba vestida con sus pantalones de camuflaje y su camiseta caqui. Luego, poniéndose la gorra militar, sonrió y comenzó a contonearse al compás de la música.
A Tae lo chiflaba aquella canción, y verla bailar de aquel modo..., uf... Lo excitaba. Lo ponía cardíaco. No era la primera vez que ella lo hacía,
y él esperaba que no fuera la última.
Cuando la bata cayó al suelo, Tae aplaudió, mientras Mel, encantada, se dejaba llevar por el momento y bailaba única y exclusivamente para él.
Con sensualidad, se subió a la mesa y se quitó las botas militares. A continuación, comenzó a desabrocharse el pantalón mientras contoneaba las caderas y observaba cómo él seguía hipnotizado todos y cada uno de sus movimientos.
Cuando los pantalones terminaron en una esquina del despacho, lo siguiente en volar fue su camiseta caqui, por lo que quedó vestida únicamente con un conjunto verde de camuflaje de braga y sujetador.
Tae la observaba encantado. Aquella mujercita descarada lo había enamorado y, cuando ella se volvió para enseñarle el tatuaje del atrapasueños de su costado, él sintió que enloquecía. Adoraba cada centímetro del cuerpo de aquella mujer. Entonces ella empezó a mover los hombros y se metió sus chapas identificativas
en la boca, y a Tae se le resecó hasta la razón.
Mel era sexi...
Mel era tentadora...
Mel era provocativa...
Convencida de lo que su baile estaba ocasionando en él, bajó de la mesa, se sentó encima de sus piernas y, hechizada por su mirada, se quitó el sujetador mientras movía las caderas sobre las suyas y se pasaba una mano por los
duros pezones para hacerle ver lo excitada que estaba por su mirada.
—Guau, nena —consiguió balbucear él.
Luego, tras levantarse, Mel se subió de nuevo a lo alto de la mesa y, con sensualidad, placer y erotismo, comenzó a quitarse las bragas lenta, muy lentamente, frente a él. Frente a su amor.
Tae apenas si podía reaccionar. Le sudaban hasta las manos al ver el festín que ella colocaba ante sus ojos. Cuando estuvo totalmente desnuda y la canción acabó, Mel se sentó sobre la mesa y, casi sin resuello, murmuró:
—Estoy segura de que lo que acabo de hacer escandalizaría a las mujeres de esos frikis de abogados que tienes como amiguitos. Pero en este instante yo soy tu regalo, 007. Haz conmigo lo que quieras.
No hizo falta decir nada más. Excitado como estaba, Tae la hizo tumbar a lo largo de la mesa y, abriéndole las piernas, la chupó, la degustó y le hizo el amor con la lengua con total frenesí, hasta que sus instintos más salvajes lo hicieron bajarse
la cremallera del pantalón y, tras sacar su duro y aterciopelado miembro, la penetró y ambos se arquearon de placer.
Al ver que a ella le temblaban las piernas a causa de la excitación, Tae se sentó en su silla y, arrastrándola hacia sí, la sentó a horcajadas y la
besó. No hablaron. No hacía falta hablar. Sus sentimientos, unidos al morbo del momento y la necesidad imperiosa que tenían el uno de la otra, lo hicieron todo. Con urgencia se amaron. Con premura se tocaron. Con exigencia se poseyeron y,
cuando el clímax les llegó y quedaron tendidos una en brazos del otro, Mel murmuró:
—Como preliminar, no ha estado mal. —Nada mal, Parker —afirmó él sin resuello.
Instantes después, Tae volvió a endurecerse e hicieron el amor sobre la mesa con auténtica locura.
—Dicen que no hay dos sin tres —cuchicheó Mel tras ese segundo asalto.
Agotado y sudoroso, Tae la miró y sonrió.
—¿Estás dispuesta a matarme, cariño?
Mel asintió y lo besó.
—Sin duda alguna —afirmó—. Hoy estoy dispuesta a todo por ti.
Encantado por la entrega que estaba demostrando aquella noche, el abogado la besó sin resuello hasta que ella propuso:
—¿Qué tal si vamos a la cocina a por algo de beber antes de que nos deshidratemos?
Divertido y a medio vestir, Tae aceptó. Mel recogió rápidamente su ropa y, tras desenchufar las luces rojas de Navidad, se puso su bata negra.
—Vamos, cariño..., sígueme —dijo.
Tae fue tras ella sin dudarlo. Abrieron la puerta que comunicaba el despacho con la casa y, después de cruzar el pasillo, llegaron a la cocina, donde soltaron la ropa y las luces. Sedienta, Mel abrió la nevera y sacó dos cervezas. Las abrió y le
ofreció una a Tae, que se apresuró a cogerla y, tras chocarla con la de ella, dijo:
—Por ti y porque me sigas sorprendiendo. Mel sonrió. Eso esperaba.
Apoyados contra la encimera de la cocina, ella reía ante los comentarios provocadores que él hacía en referencia a cómo lo ponía que Mel bailara para él. Cuando se terminaron las cervezas, ella se sacó otro sobre del bolsillo de la
bata de seda negra y se lo entregó diciendo:
—Ábrelo y lee lo que pone.
Complacido, Tae hizo lo que le pedía y leyó:
 
 
Para esta noche tan especial habría querido tener fresas, pero no tuve tiempo de ir a comprarlas. Aun así, tengo chocolate y una fruta mágica; ¿adivinas cuál es?
 
 
Él la miró sorprendido y susurró:
—Fresas y chocolate, ¡qué buenos recuerdos!
Esto cada vez promete más.
Mel sonrió satisfecha por su comentario y, tras abrir la nevera, sacó una reluciente manzana roja y un bote de Nutella.
No hay fresas, mi amor —dijo—, pero he oído en algún lado que las manzanas rojas son mágicas y en ocasiones conceden deseos.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Y, entregándole la manzana, añadió—:
Para ti. Tae la cogió y, sin mirar la fruta, murmuró:
—Eres mi Eva y pretendes que muerda la manzana como Adán.
—Sí. Sería un placer ver cómo la muerdes.
Más y más sorprendido cada vez, Tae miró la manzana y, al ver que de ella sobresalía un fino papel enrollado, levantó la vista hacia Mel.
—¿El juego continúa? —preguntó.
—Sí, cariño. El juego continúa. Lee lo que
pone. Disfrutando del momento, Tae desenrolló el
papelito y leyó:
 
 
Porque no quiero vivir sin ti, porque Sami te adora y porque nos quieres a las dos como nunca he visto querer a nadie, ¿quieres casarte conmigo en Las Vegas el 18 de abril y más adelante lo celebramos para la familia en Múnich?
 
 
La cara de Tae al leer aquello era algo que Mel sabía que no podría olvidar en la vida. La miró con sus impactantes ojos azules y, tras parpadear y asumir que lo leído era verdad, asintió emocionado.
—Por supuesto que quiero casarme contigo ese día, mi amor.
Mel se lanzó a sus brazos y él la aceptó.
Amaba con locura a aquella mujer y, por fin, ella se había decidido a dar el paso. Se abrazaron y se besaron hasta que, de pronto, Tae la apartó de él y murmuró:
—Entonces ¿esto hace que olvides la idea de ser escolta?
A Mel no le gustó oír eso pero, como no deseaba romper aquel mágico momento,
respondió:
—Cariño, eso ya lo hablaremos.
Convencido de que era mejor callar y disfrutar de su triunfo, Tae asintió y volvió a besarla.
—Siento no tener un precioso diamante para darte —dijo—, pero te prometo que mañana mismo te compro el que tú quieras.
La exteniente sonrió divertida; el anillo era lo que menos le importaba. Luego, tras abrir el bote de Nutella, metió la mano y, cogiendo el dedo de Tae, lo untó de chocolate a la altura donde se ponen los anillos y señaló divertida:
—Ya tienes tu anillo. ¿Me pones uno a mí?
Asombrado por la originalidad que Mel le demostraba siempre en todo, él metió el dedo en el tarro y, cogiéndole el dedo a ella, le dibujó otro anillo con chocolate.
Segundos después, enamorados y felices, se retiraron juntos a la habitación con el bote de Nutella. Sin duda, recordarían aquel momento el resto de sus vidas, aunque no hubiera ni fresas ni diamantes.
 
 
 
 
 
 
Cuando salimos de casa de Eun, Jiyu y Ginebra llaman a un taxi para ir a sus destinos y nosotros nos dirigimos al garaje para sacar nuestro coche.
En silencio, Kook maniobra mientras yo me pongo el cinturón de seguridad.
Una vez hemos salido de la parcela y le he dicho adiós a Eun con la mano, me apoyo en el reposacabezas y cierro los ojos.
—¿Cansado? —pregunta Kook con voz neutra.
Por su tono, veo que espera que discutamos.
Sabe que haberlo encontrado en casa de su madre con Ginebra no me ha hecho gracia, pero respondo:
—Sí.
—Pequeño, creo que...
—No me llames pequeño, ¡ahora no! —siseo a punto de saltarle a la yugular.
Kook me mira. —min...
Y ya, incapaz de mantener a raya mi incontinencia verbal, respondo:
—Pero ¿tú eres tonto o directamente me tomas a mí por idiota?
Mi respuesta lo sorprende. Veo que acerca el coche a la acera y para. Echa el freno de mano y, mirándome, pregunta:
—¿Me puedes decir qué te pasa?
Mi cuerpo se rebela. Me entra el calor coreano y, mirándolo, siseo:
—¿Qué hacías con Ginebra en casa de tu madre?
—Tenía que hablar con mi madre. Cuando terminamos de comer, lo comenté y Ginebra me preguntó si me importaba que pasara a saludarla.
No pude decirle que no.
—No me habías dicho que tenías que verla, ¡mientes!
Kook cierra los ojos, suspira y finalmente murmura:
—Min. Ella y mamá se llevaban muy bien, y no podido decirle que no.
Asiento. O asiento o lo pateo.
Y, con más calor que segundos antes, me quito el cinturón de seguridad, abro la puerta y salgo al exterior. Necesito aire antes de que me dé algo.
Kook sale del coche como yo. Lo rodea y, poniéndose a mi lado, pregunta:
—Cariño, ¿en serio estás así porque Ginebra haya visitado a mi madre?
Resoplo. Me pica el cuello. Me lo rasco y, cuando él me va a quitar la mano, lo miro y gruño:
—No me toques.
—¡Jimin!
Su voz de ordeno y mando me saca de mis casillas pero no soy un omega que se doblega ante un alfa y, sin importarme la gente que pasa por nuestro lado y nos mira, grito:
—¡¿Tan difícil era decirme que ibas a llevar a Ginebra a casa de tu madre?! —Kook no responde, y yo añado—: Intento confiar en ti. Lo hago.
Intento no pensar tonterías, pero...
—¿Quieres bajar la voz? —protesta al ver cómo nos miran.
Oír eso me subleva. Me importa una mierda quién nos mire, por lo que respondo:
—No. No puedo bajar la voz, como tú no has podido decirle que no a Ginebra. ¿Te vale mi contestación?
Kook levanta las manos. Se toca la nuca, blasfema y, mirándome, dice:
—A veces eres insufrible.
—Anda, mi madre, ¡más vale que me calle lo que a veces eres tú!
Mi contestación, llena de chulería, lo incomoda y sisea con gesto tosco:
—Sube al coche.
—No.
Mi alemán baja la barbilla, achina los ojos y repite:
—Sube al maldito coche y vayamos a casa. Éste no es sitio para discutir.
En ese instante oigo las risitas de unas mujeres que nos observan y, sin ganas de liársela a ellas también, me monto en el coche y doy un tremendo portazo. Kook monta a su vez y da otro portazo.
Pobre coche, el maltrato que le estamos dando...
En un silencio extraño llegamos a casa, pero me da igual. Si se le hace incómodo, que se jorobe. No me importa. Estoy molesto. Muy enfadado.
Una vez he saludado a los perros, pues los pobres no tienen la culpa de nada, entro por la puerta que comunica el garaje con la casa y rápidamente el pequeño Kook viene corriendo a mi encuentro. Me alegra ver que Pipa los ha mantenido despiertos hasta nuestra llegada. Lo cojo, lo beso y lo achucho cuando el niño me mira y dice:
—Mami, he comido galletas.
Satisfecho porque ha dicho una frase entera, miro a Kook, éste sonríe y, quitándomelo de los brazos, le da un cariñoso beso en el moflete.
—Muy bien, Superman —dice—. ¡Muy bien!
Esa pequeña cosa me acaba de alegrar el momento, y sonrío. No lo puedo evitar.
Una vez entramos en la cocina, veo que Emily está muerta de sueño. Es demasiado tarde para ellos, pero la saco de su trona, la besuqueo como antes he hecho con mi pequeño y la niña sonríe feliz por estar con su mamá.
Durante un rato reina la felicidad en la cocina, los niños se merecen que nosotros disimulemos nuestro malestar, hasta que Mike abre la puerta, se para y, al vernos reír a todos, nos mira y pregunta:
—¿Molesto?
Kook y yo lo miramos. Sin duda, el crío ya viene con la escopeta cargada. Mal día. Mal día.
Y, antes de que mi alemán diga algo, respondo:
—No, cariño, claro que no.
Mike entra y, sin mirarnos, coge una lata de coca-cola del frigorífico, la abre, se la bebe de dos tragos y la deja sobre la encimera. Acto seguido, se da la vuelta y se dispone a salir de la cocina cuando Jeen lo llama:
—Mike.
Él continúa andando.
—Mike —insiste la buena mujer.
Él no hace caso, eso hace que Kook y yo miremos y, cuando por tercera vez Jeen lo llama y él ni se inmuta, no puedo callarme ante su falta de respeto y grito:
—¡Mike!
Ahora, sí. Ahora sí se para. Se da la vuelta y Kook, tan molesto como yo, le recrimina:
—¿No oyes a Jeen?
Con gesto contrariado, él resopla y mira a Jeen.
—¿Qué quieres? —pregunta.
La mujer, ya nerviosa por nuestra atención, murmura:
—Cielo, la lata no se deja ahí.
Todos miramos a Mike, y entonces el muy sinvergüenza responde:
—Pues tírala a la basura.
¡¿Cómo?!
Bueno..., bueno..., bueno..., eso sí que no.
¡Chulerías, las mínimas!
Vuelvo a dejar a Emily en su trona y, acercándome a mi adolescente crecidito de humos, pongo mi rostro frente al suyo y siseo:
—Jeon Park Mike, haz el favor de coger esa maldita lata de coca-cola ahora mismo y tirarla a la basura, antes de que pierda la poca paciencia que me queda y te dé tal tortazo que no lo vas a olvidar en la vida.
El crío me mira..., me mira..., me mira. Me reta.
Le sostengo la mirada y, finalmente, con una sonrisita que es para darle dos collejas, coge la lata y la tira a la basura.
Una vez lo ha hecho, vuelve a mirarme y, con una provocación que me pone los pelos de punta, pregunta:
—¿Contento?
En ese instante me acuerdo de lo que hablé con Mel y, como si mi mano tuviera vida propia, le doy una bofetada que suena hasta con eco y, sin poder evitarlo, pregunto:
 
—¿Contento?
 
Sorprendido, Mike se lleva la mano a la cara.
Joder..., joder..., joder..., pero ¿qué acabo de hacer?
Nunca le he pegado. Nunca me he comportado así con él. Sin decir nada, Mike se da la vuelta y sale de la cocina. Lo acabo de ofender. Emily se pone a llorar y, al mirar en su dirección, veo el rostro de Kook. Está blanco, sorprendido y, sin decirme nada y de malos modos, sale de la cocina. Observo a Jeen y, agarrándome a la encimera de la cocina por la temblequera que me ha entrado, murmuro:
—No... no sé qué me ha pasado.
La mujer, tan nerviosa como yo, me hace sentar en una silla. Al ver el percal, Pipa se apresura a llevarse a los pequeños a la cama. Jeen se sienta entonces a mi lado.
—Tranquilo, Jimin —dice—. Tranquilo.
Pero yo no puedo estar tranquilo. Le he dado un bofetón a Mike por el enfado que traía con Kook. La miro y musito:
—He hecho mal..., ¿cómo he podido hacer eso?
Un rato después, me veo cenando solo en la mesa del salón. Ni Mike ni Kook tienen hambre. Mientras me meto un trozo de tomate en la boca, maldigo. ¿Por qué no pierdo el apetito con los disgustos como el resto de la humanidad?
Es que hay que jorobarse, a mí los disgustos ¡me dan hambre!
Una vez he acabado de cenar, no sé qué hacer. Estoy extraño. Me siento mal por lo ocurrido y decido ir a hablar con Kook. Me dirijo a su despacho y veo que no está. Voy a la piscina cubierta y tampoco está. Entro en nuestra habitación y tampoco se encuentra allí. Decaído, paso a ver a mis pequeños. Los dos duermen como angelitos y, después de besarlos con cariño en la cabeza, al salir oigo la voz de Kook. Proviene de la habitación de Mike.
¿Entro o no?
Tras contar hasta veinte para coger fuerzas, decido abrir la puerta.
Los dos me miran con ojos acusadores. ¡Serán cabritos!
Sus miradas me hacen sentir como la madrastra del cuento de Blancanieves. Durante unos segundos ambos permanecen callados, hasta que Kook prosigue:
—Como decía, he hablado con la abuela Eun y ella se quedará contigo durante los días que estemos en México. Le he dado instrucciones en referencia a tus limitaciones por tu castigo.
—Pero yo quería ir a ver a Beto —se queja el crío—. Le prometí que iría la siguiente vez que fuerais y...
—En la vida, toda causa tiene un efecto —lo corta Kook—. Y tú solito, con tu comportamiento, te lo has buscado.
Mike refunfuña. Ni me mira. Yo lo observo y pregunto:
—¿Le has pedido ya la tutoría a tu profesor?
El chaval responde sin mirarme.
—Sí.
Asiento. Quiero disculparme con él por mi bofetón, y digo:
—Mike, con respecto a lo que ha ocurrido hoy, yo...
—Me has pegado —me corta él sin mirarme
—. No hay nada que aclarar.
—Claro que hay que aclarar —afirmo dispuesto a hablar.
El crío, que no está por la labor, mira a Kook en busca de apoyo, y él dice:
—Min, mejor déjalo estar. No lo jorobes más. Alucinado por su respuesta, oigo entonces que Mike dice:
—Ahora, si no les importa, quiero dormir.
Me importa. ¡Claro que me importa! Quiero aclarar lo ocurrido. Quiero que sepa
que estoy arrepentido por ello, pero su frialdad y las palabras de Kook me tocan el corazón, y no sé ni qué decir.
Mi marido me mira, me hace una seña con la cabeza para que me retire y yo salgo abatido. Él sale tras de mí y, mirándome, dice:
—Min, acompáñame al despacho.
Sin cogerme de la mano como habría hecho en otras ocasiones, comienza a bajar la escalera. Sé que no vamos a nuestra habitación para que Mike no nos oiga discutir, y me preparo para la artillería pesada que me va a soltar Iceman. Una vez en su despacho, Kook cierra la puerta y, mirándome, sisea:
—¿Cómo has podido pegarle?
—No sé..., yo...
—¿Cómo que no lo sabes? —sube la voz mi alemán.
Tengo dos opciones: hacerle frente o callarme.
Con lo nervioso que estoy, casi sería mejor callarme, pero Kook es especialista en sacarme de mis casillas, y respondo:
—Es la segunda vez que le falta al respeto a Jeen delante de mí, y no se lo voy a consentir.
Siento en el alma haberle dado ese bofetón, no sé qué me ha pasado, pero... pero...
—No deberías haberlo hecho.
—Lo sé. Sé que no debería haberlo hecho, pero Mike no puede comportarse así. De acuerdo que tú y yo lo tenemos bastante mimado y le damos todo lo que en ocasiones no se merece, pero si no cortamos esa manera de hablarle a Jeen, con el paso del tiempo irá a peor y...
—No vuelvas a ponerle la mano encima.
Su mirada me enfada más que sus palabras, y siseo:—
Y tú no vuelvas a hablarme delante del niño como lo has hecho. ¿Te parece bonito decirme que me calle y no la líe más?
—¿Te ha parecido mal mi comportamiento? —
Asiento, claro que me ha parecido mal. Y entonces él añade—: Pues eso es lo que tú haces continuamente con él; ¿a que molesta?
Vale..., acaba de meterme un golazo por toda la escuadra. Tiene razón. Pero, como no estoy dispuesto a callar, siseo de nuevo:
—Me parece que ese «déjalo estar y no lo jorobes más» ha sobrado, ¿no crees?
—No lo creo —responde él furibundo.
Su voz, tensa y tajante, hace que mi corazón se desboque. ¿Acaso no me está escuchando? Insisto:
—Te aseguro que a mí me duele más que a ti el hecho de haberle dado ese bofetón, pero no podía consentir su falta de respeto. Es un niño y...
—No vuelvas a pegarle nunca más —repite.
Vale..., hasta aquí ha llegado mi paciencia.
Cambio el peso de mi cuerpo de un pie a otro y pregunto:
—¿O qué? ¿Qué pasará si vuelvo a ponerle la mano encima?
Kook me mira..., me mira..., me mira y finalmente, cuando sabe que estoy a punto de tirarme a su yugular por su chulería, responde:
—No voy a responder a tu ridícula pregunta, y ahora, vamos a dormir, es tarde.
Y, sin más, abre la puerta del despacho y se va dejándome con cara de tonto. Pero ¿no íbamos a discutir?
Solo en el despacho, miro a mi alrededor. Con la mala leche que llevo encima, lo destrozaría pero, como la persona civilizada que soy, tomo aire y salgo de allí. Al llegar a la escalera, veo que no está esperándome y, como no tengo ganas de sentirlo a mi lado, me voy hacia la piscina cubierta. Una vez allí, me desnudo y, sin pensarlo, me tiro al agua.
Nado..., nado..., nado y me desahogo y, cuando estoy agotado y sin aire, salgo del agua y me envuelvo en una toalla.
Molesto por lo ocurrido, me encamino hacia la habitación. Al acercarme veo luz por debajo de la puerta y cuando entro Kook no está, pero entonces oigo correr el agua de la ducha. Tengo que ducharme, pero esperaré a que él salga. No me
apetece hacerlo con él.
Primero hemos discutido por Ginebra, y ahora por lo de Mike. Desde luego, el día no ha podido ser más redondo.
La puerta del baño se abre y aparece mi buenorro alemán, mojado y con una toalla alrededor de la cintura. Siempre que lo veo así, se me reseca hasta el alma. ¡Dios, qué bueno está!
Pero, como no quiero hacerle ver lo que en otras ocasiones le digo con la mirada, entro en el baño y cierro la puerta. Allí, me quito la toalla y me meto bajo la ducha. Cuando acabo me seco el pelo con el secador y, al salir, observo que Kook
está tumbado en la cama y me mira.
En circunstancias normales me habría abalanzado sobre él entre risas, pero no, esta noche la circunstancia no es normal y, dirigiéndome hacia mi armario, cojo unas bragas y una camiseta y me las pongo para dormir.
Kook me sigue por la habitación con su mirada y, cuando intuye que no voy a abrir la boca,
dice: —Deja de pensar cosas raras con respecto a Ginebra, que te conozco.
No respondo. Me niego. Me meto en la cama, pero las palabras me queman en la garganta y finalmente siseo:
—Sólo te diré que, si fuera al revés, si tú te hubieras encontrado con mi padre, mi hermana y un ex conmigo en la casa de él sin que yo te hubiera avisado, no te habría gustado. ¡Que yo también te conozco!
Mi alemán frunce el ceño, ¡yo también!, y continúo:
—Estoy confiando en ti. Maldita sea —digo levantando la voz—. Estoy confiando en ti.
—min...
—Te alenté a jugar con ella la otra noche en el Sensations, te animé a que hoy fueran los dos solos a comer, pero... pero tú haces que comience a dudar.
—Escucha, cariño. Ginebra es sólo una amiga.
Nada de lo que te tengas que preocuparte.
Maldigo. Me cago en todo lo que se menea.
—Y en cuanto a Mike —prosigo—, no me toques las narices, Jeon Jungkook: él es tan hijo mío como tuyo, por lo que no vuelvas nunca más a reprenderme de la manera en que lo has hecho hoy o te juro que lo vas a llevar muy mal, ¿entendido?
Su gesto se contrae. Sé que le duele lo que digo. ¡Que se jorobe! Que se jorobe tanto como yo.
—min, escucha...
—No, no quiero escucharte —finalizo tumbándome y dándole la espalda—. Como tú mismo has dicho antes, ¡a dormir, que es tarde!
—Cariño...
—No —siseo quitándome su mano del hombro
—. Hoy no quiero ser tu cariño. Déjame en paz.
No vuelve a tocarme. Siento que se mueve en la cama. Está incómodo, mis palabras le han hecho tanta pupa como a mí las suyas y, finalmente, acercándose por detrás, murmura:
—Ginebra se muere.
El corazón se me para. Lentamente me doy la vuelta y, cuando sus ojos y los míos se encuentran, explica:
—Tiene un tumor cerebral inoperable. Le han dado de cuatro a seis meses de vida y ha regresado a Alemania a despedirse de la gente que ha sido importante en su vida.
No digo nada, ahora sí que no puedo.
—Conocí a Ginebra cuando tenía la edad de Mike —continúa él—. Sus padres eran unos ricos empresarios alemanes dueños de varias fábricas de calzado, pero por lo último que se preocupaban era por la única hija que tenían. Al ver aquello, lo
que hizo mi madre fue quererla, y mis hermanas adorarla como a una hermana más. Durante años, ella fue sólo alguien de la familia, hasta que, en la universidad, sus padres murieron en un accidente aéreo y ocurrió algo entre nosotros que lo cambió
todo. Kook se levanta de la cama, yo me siento para observarlo, y prosigue:
—Me enamoré de ella como un tonto. Ginebra era decidida, impetuosa y divertida, y juntos descubrimos muchas cosas, entre ellas, la sexualidad. Una sexualidad que nos distanció cuando ella comenzó a exigir ciertas cosas que no me agradaban. Cuando conoció a Félix y me dejó por él, me enfadé muchísimo. Le prohibí acercarse a mi madre y a mis hermanas, que eran la única familia que tenía. Me sentía traicionado, y entonces ella se marchó a Chicago. No había
vuelto a verla hasta el día que nos la encontramos en el restaurante, y hoy, mientras comíamos, cuando me ha dicho el motivo de su viaje y me ha pedido ver a mi madre, no he podido decirle que no, min.
Asiento. Sin duda, yo tampoco podría haberle dicho que no. Me levanto dispuesto a abrazarlo, pero entonces él me detiene con los ojos llenos de lágrimas.
—Tú eres mi vida, eres mi amor —dice—,
eres el padre de mis hijos y el unico omega al que yo quiero a mi lado. Pero cuando me he enterado de que Ginebra se moría y me ha pedido ver a mi madre..., yo... yo...
—Lo siento, cariño..., lo siento.
Permanecemos un rato abrazados de pie en medio de nuestra habitación. Kook me pega a su cuerpo y yo me pego al suyo y, cuando nos calmamos, nos metemos en la cama. Siento lástima por Ginebra, y se me resquebraja el corazón.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now