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El viernes, tras dejar a nuestros niños y a Sami y a Peter con Jeen, Victor Bea y Pipa, sin mirar atrás o no nos iremos, nos disponemos a pasar un gran fin de semana plagado de sexo y morbo.
Al llegar al hotel donde nos vamos a alojar los próximos dos días, tras pasar por recepción y dar nuestros nombres, Tae y Mel, Kook y yo nos dirigimos hacia nuestras respectivas habitaciones.
El hotel es bonito y, cuando Kook y yo cerramos la puerta de la nuestra, nos miramos, nos comunicamos con los ojos como siempre hemos hecho, y sabemos que todo está bien.
Tengo ganas de divertirme con él. Entonces veo una botellita con pegatinas rosa metida en hielo junto a dos copas y sonrío, seguro de lo que quiero, y sé que él también quiere.
—Desnúdate —me pide.
Esa noche, alejados de los niños y de los problemas, mi marido y yo nos hacemos
mutuamente el amor sin reservas.
Nos necesitamos...
Nos queremos...
Nos amamos...
Y cuando, de madrugada, caemos agotados en la cama, Kook murmura:
—Creo que tú y yo necesitamos más fines de semana como éste.
Encantada, sonrío. No me cabe la menor duda y, poniéndome a horcajadas sobre él, afirmo:
—Tendremos todos los que tú quieras.
A la mañana siguiente, tras llamar a casa y saber que todo está bajo control por allí, los cuatro nos dirigimos hacia la casa de Alfred y Maggie. Al ver que Tae y Kook conversan, Mel se acerca a mí y cuchichea:
—Tengo que hablar contigo.
—¿Qué pasa?
Mi amiga me hace señas para que calle y murmura:
—Luego hablamos.
Asiento. Mel sonríe y, mirando el enorme casoplón que se cierne ante nosotros, pregunta:
—¿Tanto dinero tienen los anfitriones?
Kook y yo intercambiamos una mirada y mi amor responde:
—Son dueños de medio Múnich, y tienen acciones en distintas productoras de cine estadounidense.
Mel se sorprende al oír eso, pero más sorprendida se queda cuando se los presentamos y ellos la reciben en su casa con aire campechano. La gran fiesta es por la noche. Maggie nos enseña por encima los preparativos y, mientras
caminamos por las distintas salas ambientadas, Mel murmura:
—Madre mía. El dineral que deben de haberse gastado en todo esto.
Sonrío. Sin lugar a dudas, los anfitriones pueden gastarse eso y más. Sólo hay que mirar alrededor para darse cuenta del coste de todo. No quiero ni imaginarme lo bonito que va a ser aquello iluminado por la noche.
Alfred ha ordenado traer columnas labradas y pedestales para ambientar las impresionantes habitaciones, junto a bustos y estatuas de hombres y mujeres, y la mesa principal del comedor es enorme.
Tras salir del gigantesco salón, entramos en otro espacio lleno de mesitas bajas rodeadas por grandes y mullidos almohadones de colores. Con picardía, Maggie se ríe y nos dice que es para quienes quieran seguir comiendo en público tras la
cena. De allí pasamos a otro enorme salón, en el que unos trabajadores ultiman detalles. Los hombres nos observan curiosos, pero siguen con su trabajo.
Nosotros paseamos entre columpios de cuero sujetos al techo y, al ver varios jacuzzis cubiertos por enredaderas para dar efecto, nos miramos y
Maggie murmura que era un capricho de su marido. Los tres nos reímos cuando pasamos a otra sala donde vemos varias cruces acolchadas, cepos de madera con grilletes, jaulas y otros artefactos.
Mel clava sus ojos en mí, y yo, sabiendo lo que piensa, me río y murmuro:
—Aquí no entro yo ni loco.
Una vez salimos de esa estancia, Maggie nos muestra varias habitaciones pequeñas sin puerta en las que hay una cama en su interior, y una de ellas
con cortinas a modo de puerta, un columpio de cuero en el centro y un gran espejo. Se trata de la sala negra. Nos habla de que hay gente a la que no le gusta estar rodeada a la hora de hacer el intercambio, y finalmente vamos a otra sala grande llena de camas con sábanas doradas y plateadas.
Acabada la visita, salimos al exterior de la enorme casona y vamos hasta un jardín al aire libre, donde nos esperan los chicos junto a otros invitados. Pasamos gran parte de la mañana allí y, tras una improvisada comida en uno de los restaurantes del pueblo, nos despedimos y regresamos al hotel. Debemos prepararnos para la
fiesta de la noche.
Entre risas, me arreglo con Mel y, cuando me miro al espejo, me acuerdo de Mina y de Nam.
Con añoranza, recuerdo mi primera fiesta con ellos vestidos de los años veinte. Por desgracia, esos buenos amigos no han podido desplazarse para esta fiesta a causa del trabajo de Nam y, aunque los añoro, sonrío. Sé que están bien y felices. Eso es lo único que importa. Una vez Mel ha acabado de recoger su pelo en un moño, se da aire con la mano y le pregunto:
—¿Qué te pasa?
Acalorada, ella murmura rápidamente:
—Tengo mucho calor. ¿No tienes calor?
Asiento. La verdad es que en ese hotel hace muchísimo calor. Me miro al espejo y me gusta el aspecto juvenil y lozano que ese peinado me otorga cuando oigo a Mel decir tras terminar de ponerme en la cabeza una corona de laureles:
—Estás monísimo.
Encantado al oír eso, me fijo en su corto y engominado pelo oscuro y afirmo:
—Tú sí que estás guapa, con esos laureles alrededor de la cabeza y los coloretes que tienes por el calor.
LOs dos reímos, y a continuación nos ponemos nuestras sandalias romanas de tacón blanco.
Cuando nos miramos al espejo, ambos silbamos. Estamos sexis y tentadores vestidos con esos cortos vestidos de romanas en blanco y oro.
Sin duda, fueron una buena elección.
—Mira que no me pones nada, pero reconozco que así vestida estás impresionante.
Mi amiga suelta una carcajada y, dándome un beso en la mejilla, cuchichea:
—Me encanta no ponerte nada —y, mirándome, añade—: Escucha, yo quiero cont...
En ese instante llaman a la puerta de la habitación. Los dos sabemos quiénes son y, con una pícara sonrisa, nos colocamos en plan diosas del Olimpo y decimos:
—Adelante.
La puerta se abre y aparecen nuestros guapos gladiadores. Tae está impresionante, pero yo no puedo apartar la mirada de mi rubio alemán.
Vestido de gladiador con ese traje con faldita de cuero marrón, la capa y las sandalias romanas..., uf..., uf..., por el amor de Dios, ¡qué sexi está!
Al ver nuestros disfraces, los chicos sonríen, les gustan tanto como a nosotros los suyos. Entonces, con picardía, me levanto la corta falda de mi vestido y, enseñándole a Kook mi recién depilado monte de Venus para la ocasión, murmuro:
—Sin nada debajo, como a ti te gusta.
Mi amor asiente, y veo cómo la nuez de su garganta se mueve cuando traga. Estoy ensimismado en sus ojos cuando oigo que Mel dice ante la mirada de Tae:
—Pues yo sí llevo. No sé ir sin bragas.
Mi amigo suelta una carcajada, Kook sonríe, y yo, dispuesto a demostrarle que me siento como un dios vestido así, me muevo con premeditación, nocturnidad y alevosía y pregunto:
—¿Te gusta mi vestidito de romana, Iceman?
La nuez de la garganta de mi amor vuelve a moverse mientras lo veo asentir, y entonces sé lo que va a pasar cuando mi rubio camina hacia mí y, desabrochándose el cinturón que reposa sobre sus caderas, veo que la espada cae al suelo y dice:
—Pequeño..., quítate el vestido si no quieres que te lo arrugue.
—¿Ahora?
Mi amor asiente, y yo sonrío satisfecho por lo que he provocado, pero entonces veo que Tae murmura mirando a Mel:
—Estás tardando en desnudarte, precioso.
Sin un ápice de vergüenza, y excitados por lo que aquellos dos titanes nos ordenan, nos miramos y, con una pícara sonrisa, desabrochamos los pasadores que llevamos al hombro y nuestros vestidos caen al suelo en décimas de segundo.
Kook me come con la mirada.
¡Uf..., qué brutote se está poniendo!
Sus ojos me hacen saber lo mucho que me desea y, acercándose a mí, susurra antes de besarme con delirio:
—Seré el primero y el último en hacerte mío esta noche. Acto seguido, me tumba en la cama, observo cómo se quita el bóxer, me cubre con su cuerpo y, separándome las piernas con las suyas y sin mimo, me hace suyo. Me aprieta contra sí y yo me dejo llevar disfrutando al máximo de la fogosidad de mi
amor.
Con Kook sobre mí y con mi voluntad anulada por nuestra locura, no sé cuánto tiempo pasa cuando soy consciente de que Mel está tumbada a mi lado mientras Tae la besa y se mueven al unísono entre jadeos y susurros.
Como digo, nuestra amistad es especial, diferente. Compartimos intimidades y momentos pasionales que otros amigos no comparten, pero a nosotros nos gusta, nos encanta poder hacerlo, y los cuatro disfrutamos sobre la cama haciendo el
amor con delirio.
Una vez acabado ese loco primer ataque que nosotros hemos provocado, los dos gladiadores se levantan de la cama y nos levantan a nosotros.
Entre risas, pasamos al baño para asearnos y, en el momento en que me miro al espejo, gruño:
—Joder..., mi pelo está hecho un desastre.
Kook, que adora mi morena melena, se pone detrás de mí, la besa y responde:
—Déjatelo suelto.
Feliz por aquello, le hago caso y, cuando salimos del baño, mientras esperamos a que Tae y Mel regresen, Kook dice mientras se acomoda el cinturón con la espada:
—No te separes de mí en la fiesta, ¿de acuerdo, cariño?
Asiento. Ni loco me separo de él. ¡Anda que no habrá lagartas!
Arropados con unas capas gruesas que nos hemos comprado para la ocasión, nos montamos los cuatro en el coche de Tae. Hace frío, y éste se apresura a poner la calefacción. Divertidos, nos dirigimos a la fiesta, pero al coger la carretera que
nos llevará hasta la mansión, unos hombres a caballo vestidos de romanos nos paran y nos indican que debemos dejar el coche allí.
Cuando nos bajamos, nos fijamos en que a los lados hay varias cuadrigas tiradas por caballos, y vamos en ellas hasta la casa. Eso nos encanta.
Ambientación desde el minuto uno. Sin duda, Alfred y Maggie saben dar fiestas.
Una vez las cuadrigas nos dejan en la entrada, nos apresuramos a acceder a la enorme mansión y de inmediato nos quedamos boquiabiertos.
Realmente aquello parece la antigua Roma. Por todas partes hay hombres y mujeres vestidos de aquella época, y la caracterización del lugar es fantástica. Más tarde, me entero de que ha ayudado en la decoración uno de los equipos que trabajó en la película Gladiator. Sin duda, todo aquello es increíble.
De la mano de mi amor, camino por la casona convertida en la antigua Roma y me fijo en los cuencos rústicos llenos de uvas, las jarras finas para el vino y las hermosas copas. En aquella fiesta no hay cerveza, no hay coca-cola, no hay
champán.
Las paredes están decoradas con finas cenefas, antorchas y lámparas de aceite.
—Increíble. Maggie y Alfred cada día se superan más —afirma Tae echando un vistazo a su alrededor.
Los tres asentimos asombrados mientras aceptamos unas copas de vino, que más tarde sabemos que es aromático, y bebemos mientras saludamos a muchos conocidos.
Todos los presentes lo queremos pasar bien. La gran mayoría nos conocemos de otras fiestas o de encontrarnos en ciertos locales swingers. Nadie está allí por equivocación.
—Pero ¡qué alegría volver a verlos aquí! —
oigo de pronto.
Rápidamente me doy la vuelta y me encuentro con Ginebra y su marido. ¿Qué están haciendo ellos allí?
Kook se apresura a agarrarme de la mano, y entonces Alfred se acerca a nosotros y dice:
—Kook, no sé si conoces a mi buen amigo Félix.
Vaya..., vaya... ¿Alfred es amigo de Félix?
Sinceramente, no me extraña. El tipo de sexo que he visto que les gusta a aquéllos y a los anfitriones es muy parecido.
Entonces, Kook sonríe y afirma:
—Sí. Lo conozco a él y también a su mujer, Ginebra.
La aludida sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Mientras todos hablamos, me percato de que Ginebra no se acerca a Kook ni lo mira de manera que yo me pueda molestar. La verdad es que siempre guarda muy bien las distancias pero,
cuando se alejan de nosotros, me alegro. De pronto suenan unas trompetas y un cañón de luz enfoca hacia lo alto de la escalera. Allí están Alfred y Maggie con sus caros disfraces. Como anfitriones, dan la bienvenida a sus invitados. Nos hacen saber que somos ciento treinta personas escogidas selectivamente para la fiesta, y a continuación unos guapos sirvientes romanos nos entregan unos papeles. En ellos viene un plano de la casa explicando las salas y sus temáticas.
Una vez acaban la explicación, con una grata sonrisa, Alfred nos invita a todos los asistentes a pasar al comedor y, encantados, todos nos dirigimos hacia allí. Cada uno de nosotros tiene asignado un lugar en la mesa, y me alegra ver que Maggie nos ha puesto junto a Tae y Mel.
Cuando nos acomodamos, unos criados nos sirven más vino y después comenzamos a degustar manjares que supuestamente se comían en la
antigua Roma.
De entrada nos sirven un exquisito puré de lentejas con castañas. Al principio pienso que no me lo voy a comer, pero ¡está buenísimo! A Mel, en cambio, le horroriza el olor.
Llenan mi copa con algo que no conozco y, al preguntar, el camarero me dice que es mulsum. Yo vuelvo a mirarlo. No sé qué es eso, y éste con corrección dice:
—El mulsum es un vino típico de la época del Imperio romano. Está hecho de una mezcla de vino o mosto con miel. Después se remueve hasta que la miel se disuelve y se sirve templado con los entrantes.
Doy un traguito y Mel, mirándome, afirma:
—Me muero por una birra, ¿no hay?
—Y yo por una coca-cola.
Los cuatro llegamos al convencimiento de que aquello no es lo que más nos apetece, y entonces nos traen vino de rosas y vino de dátiles. ¡Repito varias veces! Están increíbles.
Kook sonríe.
—No bebas mucho que, cuando regresemos al hotel, tengo encargada para ti una botellita con pegatinas rosa.
Yo me río con complicidad al oírlo. Sabe que por su culpa me encanta el champán Moët & Chandon Rosé Impérial. Me lo hizo beber en nuestra primera cita en el Moroccio y se ha convertido en un compañero habitual en nuestros momentos.
—Tranquilo, amor —susurro—, que para mi botellita de pegatinas rosa siempre tengo hueco.
Los camareros traen paté de olivas, moretum, distintos quesos frescos de hierbas, sésamo y piñones y, como plato fuerte, un increíble lechón asado y relleno con hojaldre y miel.
Mel y yo nos chupamos los dedos, todo está buenísimo y, cuando traen las manzanas asadas con frutos secos, creo que voy a reventar.
¿Por qué mi padre me habrá enseñado que hay que terminarse siempre todo lo que hay en el plato?
Acabada la cena, mientras todos charlamos tranquilamente y estoy tomando algo que llaman hidromiel, veo que Alfred se levanta, llevan hasta él cuatro carritos de servicio con ruedas vacíos y él, tras coger un micrófono para que todo el mundo
pueda oír, dice:
—Amigos, en la antigua Roma, después de comer en banquetes concurridos como éste, siempre se organizaba algún tipo de espectáculo.
Había varios y todos eran sangrientos, como, por ejemplo, atar a un pobre hombre a una estaca para que una fiera hambrienta lo despedazara mientras los comensales observaban.
Todos los presentes arrugamos el entrecejo; ¡qué asco!
¿De verdad hacían eso los romanos y no echaban luego la pota?
Al ver nuestro gesto, Alfred sonríe y continúa:
—En nuestro caso, he pensado crear un espectáculo llamado «el postre común». Consistirá en que tres mujeres y tres hombres, los que se ofrezcan, serán atados a estos carritos y serán ofrecidos como postre a todo el mundo durante una
hora. Después, serán liberados, todos saldremos del comedor y podremos dirigirnos a las distintas salas para continuar con la fiesta.
Las risas de muchos de los asistentes se oyen junto a algunos aplausos. Mel me mira y, acercándose a mí, murmura:
—Ni loca me presto a eso.
Yo sonrío y afirmo:
—Ya somos dos.
Nuestros chicarrones, que están a nuestro lado y nos han oído, asienten. Piensan como nosotros.
Encantado al comprobar que estamos de acuerdo, beso a mi rubio y, cuando oigo las risas de los asistentes, no me sorprendo al ver a Ginebra levantarse. Félix, su marido, le da un beso y, tras un azote en el trasero que hace reír a los hombres que están a su alrededor, Ginebra se aleja de ellos con una gran sonrisa.
Detrás de ella salen dos mujeres y tres hombres e, instantes después, se marchan con los criados, que se llevan los carritos, y los demás seguimos sentados a la mesa. Un momento más tarde, las trompetas suenan, las puertas se abren y entran de nuevo los criados con aquéllos desnudos y maniatados sobre los carritos de servicio.
Boquiabierto, observo la escena. Mira que ya he visto cosas raras en mi vida,
pero ver eso me parece surrealista.
Los voluntarios están atados, unos boca arriba, Me fijo en Ginebra, que está boca abajo. Su pecho está pegado a la bandeja, tiene las muñecas y los tobillos atados al carrito de servicio y está por completo expuesta para todos. Los camareros
dejan cada carrito en distintos puntos de la mesa y, a partir de entonces, los invitados comienzan a mover los carritos a su antojo.
Los ofrecidos ríen ante lo que aquellos hombres y mujeres hacen, pero yo sólo puedo fijarme en Ginebra. Le dan cachetitos en el trasero, hasta que un hombre, que está junto a Félix, se pone en pie y, levantándose la faldita de romano
que lleva, se echa hidromiel alrededor del pene y se lo introduce a Ginebra en la vagina. Félix lo anima y, finalmente, levantándose también, mete su verga en la boca de su mujer. La gente aplaude ante lo que ve, mientras yo observo ojiplático.
Ginebra grita, jadea, mientras Félix, con los ojos cerrados, continúa su propio baile particular en la boca de su mujer.
Mel me mira. Yo me encojo de hombros y, acercándome a Kook, murmuro:
—Si Ginebra está tan enferma, ¿por qué hace esto? Kook, que ha dejado de observar el espectáculo, clava los ojos en mí y responde:
—Porque es lo que le gusta, cariño, y Félix no le dice que no a nada.
La gente se levanta y se arremolina alrededor de Ginebra y las otras personas que están en los carritos de servicio para jalear, tocar y hacer todo lo que se les venga en gana, pero nosotros, al igual que otras personas, no nos levantamos. No nos
interesa ese tipo de juego.
Olvidándonos de lo que ocurre a escasos metros de nosotros, comenzamos a hablar entonces con otros invitados, hasta que suenan las trompetas. En ese instante todo el mundo se sienta
y, cuando los camareros entran a por los voluntarios para llevárselos, yo me quedo sin habla: van sucios, cubiertos de comida y de lo que no es comida pero, por extraño que me parezca, se les ve felices. Sin duda, han disfrutado con algo
que a mí particularmente me horroriza.
Los invitados continuamos sentados a la mesa cuando, diez minutos después, las puertas vuelven a abrirse y los seis voluntarios entran de nuevo duchados y con sus impolutos trajes de romanos.
La gente aplaude y los vitorea, y ellos sonríen. Poco después es Maggie la que se levanta, coge el micrófono y dice:
—Amigos, la cena ha acabado. Ahora los invito a que vayan a los distintos salones
acondicionados que hay en la casa para que gocen de su morbo, de su sexualidad y de esta gran fiesta. Recuerden las normas y ¡a disfrutar!
Todos nos levantamos y salimos del comedor. La primera sala que nos encontramos es la que está plagada de mesitas bajas y almohadones. Allí nos
sentamos. Hablamos durante un buen rato con conocidos, hasta que mi rubio murmura en mi oído:—
¿Qué te parece si tú y yo nos vamos a uno de esos columpios de cuero? Creo que las últimas veces que lo probamos nos gustó. —Y mucho —afirmo.
De la mano, caminamos hacia las salas donde sé que están los columpios, mientras Mel y Tae se quedan hablando con otros sobre los cojines.
Al llegar, vemos que no hay ningún columpio libre y, al recordar uno en la habitación negra del espejo, como la llamó Maggie, me dirijo hacia allí. Por suerte, está vacía. Nos besamos y, cuando el beso acaba, veo que un hombre que no conozco está mirándonos. Kook me pregunta con la mirada y yo sonrío, y entonces mi amor dice:
—Cariño, te presento a Josef.
Encantado, sonrío al tal Josef y éste hace lo mismo. Kook, que está detrás de mí, le ordena a Josef que cierre las cortinas para que nadie nos moleste y, tras ello, murmura en mi oído:
—Te voy a quitar el vestido, ¿puedo?
Lo miro con una sonrisa guasona y con un pestañeo sabe que le digo que sí. Acto seguido, mi amor abre el pasador que sujeta mi vestido, éste cae hasta mis pies y yo quedo desnudo excepto por las sandalias romanas de tacón que llevo. Josef
sonríe. No me toca. Nos observa, y Kook, cogiéndome entre sus brazos, me sube al columpio, pasa las correas por mis tobillos y mis muslos y,
una vez que nota que estoy sujeto, me suelta y susurra balanceándome:
—¿Qué le apetece a mi precioso lobito?
Excitado por aquello, sonrío. Quiero disfrutar de mi rubito de mil maneras, de mil posiciones, de mil jadeos. Observo que Josef nos mira, espera instrucciones y, finalmente, sin quitarle la vista de encima a mi buenorro esposo, respondo:
—Quiero disfrutar de todo.
Mi amor asiente. Sonríe, se saca el disfraz de gladiador, que cae al suelo junto al mío, se acerca a mí y, aproximándose a mi boca, murmura:
—Entonces, disfrutemos.
Con su boca, busca la mía y, con una sensualidad que me deja sin palabras, me chupa el labio superior, después el inferior, yo abro los ojos y él finaliza su increíble ritual dándome un mordisquito e introduciendo su increíble lengua en
mi boca.
Nos besamos...
Nos devoramos...
Nos excitamos...
Y, cuando nuestros labios apenas se separan unos milímetros, Kook musita:
—Abre los ojos y mírame, cariño..., mírame.
Gustoso, hago lo que me pide. Nada me gusta más que mirarlo mientras, colgado del columpio del placer, apenas puedo moverme y, casi sin separar nuestras bocas, mi amor introduce la punta de su pene en mi húmeda abertura y siento cómo poco a poco se hunde en mí.
Un jadeo sale de mi boca al tiempo que sale otro de la de él cuando Kook se agarra a las cintas de cuero que hay sobre mi cabeza y, sin permitir que se muevan, susurra a mi oído mientras siento su poder en mi interior:
—Eso es, pequeño..., sujétate a las cintas y ábrete para mí.
Acto seguido, las caderas de mi alemán
comienzan a rotar. ¡Oh, Dios, qué placer! Sus movimientos son asombrosos, inesperados, chocantes, perturbadores. Kook me hace el amor y, como siempre, me sorprende, me vuelve loco, me hace querer más y más. Sus penetraciones son certeras, profundas, sagaces e inteligentes. Para mí no hay nadie como él en el sexo. Nadie es como mi Kook.
Mis jadeos suben de decibelios mientras me dejo manejar por el hombre que amo como una muñeca y sigo suspendido en el aire sobre aquel increíble columpio. Josef continúa mirándonos, pero a diferencia de hace unos minutos, me doy
cuenta de que ya no lleva su disfraz de romano. Mi amor me abraza mientras sigue con sus perturbadoras y pasionales penetraciones.
Enloquecido, le muerdo el hombro, y al mismo tiempo me complace comprobar cómo Josef nos observa. Sus ojos y los míos se encuentran y me habla con la mirada mientras se pone un preservativo. Me hace saber cuánto desea estar
entre mis piernas y lo mucho que le apetece follarme.
Ya no me asusta decir la palabra «follar» como me asustaba al principio. Cuando jugamos, nos excita que Kook me la diga o yo se la diga a él, nos calienta. El lenguaje que en ocasiones utilizamos en esos ardientes momentos es fogoso, acalorado y tórrido. Muy... muy tórrido.
Al sentir cómo le clavo los dientes en el hombro y las uñas en la espalda, Kook jadea, acelera las acometidas y, tras acercar su boca a mi oído, lo oigo murmurar:
—Todo mío. Mía y solo mío, incluso cuando Josef te folle para mí.
Su voz y lo que dice me enloquece. Kook lo sabe, me conoce, y prosigue arrebatado por la pasión:
—Me voy a correr, pequeño. Voy a echar mi simiente en ti y después me saldré y te ofreceré a Josef. Te abriré para él y te encajaré en su cuerpo como ahora te tengo encajado en el mío.
—Sí..., sí... —consigo balbucear. Aquello nos excita...
Aquello nos vuelve locos y, cuando siento que mi amor se contrae y yo grito de placer, tras un último empellón se hunde totalmente en mí y, una vez acaban sus convulsiones, sale de mi interior.
Con las respiraciones sofocadas, ambos nos miramos y, a continuación, él dice:
—Josef...
El aludido ya tiene en la mano una botellita de agua y una toalla limpia. Sin perder tiempo, me lava, me toca, me provoca, cuando Kook, poniéndose detrás de mí, mueve el columpio para que nos veamos reflejados en el gran espejo, me agarra por los muslos y, separándomelos más aún, dice:—
Está húmedo, preparado y abierto.
Observo en el espejo mi descaro y mi desvergüenza y sonrío cuando Josef deja la botella y la toalla a un lado y pregunta señalando mi tatuaje, que está en español:
—¿Qué pone?
Kook y yo intercambiamos una mirada y sonreímos.
—Pone: «Pídeme lo que quieras» —dice mi amor.
Josef asiente. Sin duda, le hace gracia mi tatuaje y, arrodillándose ante mí, dice:
—Pido que separes los muslos para mí y te metas en mi boca.
Su petición es excitante y, abriéndome más para él, lo provoco mientras le enseño el néctar que desea degustar. Kook, que tiene los ojos conectados con los míos a través del espejo, empuja el columpio hasta posar mi vagina sobre la boca de aquél. Le da lo que pide y lo que él y yo gustosos estamos dispuestos a compartir.
Durante varios minutos, aquel extraño me chupa, me lame, me mordisquea el centro de mi deseo, y yo simplemente me muevo sobre su boca y disfruto de aquello sin apartar los ojos del espejo donde estoy enganchado a los ojos de mi
amor. Kook sonríe. Le gusta lo que ve. Le excita mi acaloramiento y, con las manos en mis nalgas, me mueve sobre la boca de aquél.
Adoro que haga eso. Me vuelve loco que dirija nuestro juego. Me excita sentir que él tiene poder sobre mí, como en otros momentos me gusta sentir que yo tengo poder sobre él.
Mis jadeos suben de decibelios mientras Kook me besa para tragarse cada gemido mío. Sus ojos y los míos están totalmente conectados y, cada vez que me susurra aquello de «bien abierto, mi amor, permite que disfrute de lo que sólo es mío», me encojo de placer.
Pierdo la noción del tiempo. No sé cuánto rato disfrutamos así. Sólo sé que me entrego a mi amor y éste a su vez me entrega a otro hombre lleno de placer. Tras un último orgasmo que me hace convulsionar, Josef se levanta, se coloca entre mis muslos abiertos, guía su duro pene hasta mi tremenda humedad y me penetra. Yo jadeo y cierro los ojos. Kook, que está detrás de mí, murmura entonces en mi oído:
—Así, pequeño, no te retraigas y disfruta de nuestro placer.
Echo la cabeza hacia atrás y mi amor me besa mientras la sensación de ingravidez por estar sobre el columpio me vuelve loco. Kook me hace el
amor con la lengua mientras siento que Josef agarra con las manos la cuerda que pasa por mi trasero para introducirse más y más en mí.
Estoy tremendamente excitado por el momento; entonces Kook abandona mi boca y murmura buscando mi mirada a través del espejo:
—Dime lo que sientes.
Los golpes secos que Josef me da, unidos al modo en que Kook me abre para él y a sus palabras, me hacen sentir mil cosas y, cuando puedo, respondo:
—Calor..., placer..., morbo..., entrega...
No puedo continuar. Josef ha cogido la postura correcta y comienza a bombear en mi interior con una tremenda intensidad. Jadeo..., grito..., intento moverme, pero Kook no me deja. Observo la escena a través del espejo y enloquezco. Yo suspendido en el aire, desnudo y entregado, con mi amor tras de mí abriéndome los muslos y Josef delante follándome. Me gusta ver en el espejo cómo su trasero se contrae cada vez que entra en mí, me gusta tanto como a Kook. Josef se vuelve una máquina entrando y saliendo de mi sexo, y yo apenas puedo respirar
pero no quiero que pare. No quiero que se acabe. No quiero que Kook deje de abrirme las piernas. No quiero que mi amor deje de besarme, pero de pronto Josef tiembla, da un lastimero quejido y  tras unas últimas y potentes embestidas, se deja ir y yo lo acompaño.
Una vez Josef sale de mí, Kook acerca la botellita de agua y la toalla, me lava y después me seca.—
Ahora quiero que te sientes tú en el columpio —digo.
—¿Yo?
Asiento. Sé muy bien lo que quiero hacer y, una vez mi chico me ayuda a quitarme las cintas, soy yo quien lo invita a sentarse. Kook sonríe. Le resulta cómico estar él allí.
Una vez se sienta y va a decir algo, apoyo los pies sobre sus muslos, me subo y, mirándolo desde mi sitio más arriba, flexiono las piernas para ofrecerme a él.
Encantado, comienza a regalarme miles de besos, un bonito reguero de besos que van desde mis rodillas hasta mis muslos. Eso me vuelve loco.
Después mordisquea mi monte de Venus, y eso me vuelve tarumba. Finalmente introduce la nariz entre mis piernas y, sujetándome con fuerza por la cintura para que no me mate ni caiga hacia atrás, su caliente, inquietante y juguetona boca llega hasta el centro de mi placer, y yo, al sentirlo, tiemblo y me abro para él.
Me muerde...
Me chupa...
Me succiona...
Y, cuando creo que voy a explotar de calor, lo agarro del pelo, hago que me mire y, como un dios del porno, me dejo resbalar por su cuerpo hasta quedar sentado  sobre él. Mis talones cuelgan tras su trasero y, hechizado por cómo me hace
sentir, agarro su duro y terso pene con la mano y, separando las piernas, lo introduzco en mí. Kook jadea y murmura al sentir mi entrega: —Te quiero, joven Park
Lo sé. Sé que me quiere aunque nuestras discusiones últimamente sean un día sí y tres también.
Nos besamos mientras el columpio se mueve. Adoro sus sabrosos besos cargados de amor, erotismo, complicidad. Adoro esa boca que es exclusivamente mía.
Sin embargo, cuando abro los ojos y miro al espejo que hay frente al columpio, me encuentro con la mirada de Ginebra, que nos observa desde la parte derecha de la cortina. ¿Cuánto tiempo llevará ahí?
Sin querer pensar en ella y romper mi momento con mi amor, decido olvidarme de esa mujer, saco mi parte malota, hago rotar las caderas para encajarme más en mi marido y, cuando lo siento temblar por el movimiento, susurro con sensualidad:
—Te quiero, señor Jeon.
Al oír eso, Kook echa la cabeza hacia atrás. En esta ocasión soy yo el que tiene el poder, y sé cuánto lo excita que lo llame así. Ambos lo sabemos, pero más me gusta saber que él lo sabe.
Sus manos están en mi cintura, pero se las cojo y lo hago agarrarse al columpio.
La respiración de Kook se acelera. Lo vuelve loco que saque esa parte mía tan de malote, y murmuro:
—Ahora mando yo y temblarás de placer.
Él sonríe. Me encanta verlo sonreír de esa manera y, dispuesto a cumplir lo que he dicho, hago un rápido movimiento con la pelvis y mi amor tiembla. Tiembla por mí.
Orgulloso de haber sacado al jimin malo que llevo en mi interior, prosigo con mis movimientos, primero dulces y acompasados para luego convertirse en duros y arrítmicos. Kook disfruta dejándose llevar mientras yo miro de nuevo al espejo y veo que Ginebra ya no está.
Consciente del poder que tengo sobre mi grandullón marido, ondeo las caderas en busca de sus gemidos. Éstos no tardan en llegar, y aumentan cuando paso la lengua lentamente por su cuello y al final, mirándolo a los ojos, le exijo:
—Córrete para mí.
Mi voz. Mi mirada. Lo que le pido. Todo ello unido hace que Kook tiemble y se estremezca, y yo de nuevo vuelvo a chupar su cuello.
Adoro su sabor. Adoro su olor. Pero realmente ¿qué no adoro de él?
Lo observo con los ojos cerrados. El hombre que me enamoró hace casi cinco años sigue siendo un hombre sexi, guapo, varonil y complaciente en la intimidad. Nadie es como Kook. Nadie es como jeon.
Su boca, sus dulces labios me llaman, me gritan que lo bese, que lo devore, pero en lugar de eso, me acerco a su barbilla y la chupo con delicadeza al tiempo que oprimo la pelvis contra la suya y siento su pene presionando en mi interior.
Su respiración me indica que disfruta con aquello y vuelvo a apretar la pelvis. Kook vibra, jadea, y mientras lo repito mil veces más, el que comienza a vibrar y a jadear soy yo.
Todo el mundo sabe que en el interior de nuestro cuerpo hay un punto llamado G, pero con mi rudo alemán, además de ése, siento que también tengo el punto H, el K, el M... ¡Dios, creo que tengo todo el abecedario!
Un ruido bronco sale entonces de la garganta de mi marido y sé que es de goce total y, sin que pueda remediarlo, me agarra de la cintura y, tras un seco movimiento, ambos chillamos al unísono.
¡Uf..., qué placer!
Mis pies no tocan el suelo; me gustaría repetir ese seco movimiento pero no tengo fuerza. No soy tan corpulento como mi alemán, por lo que busco ayuda.
Rápidamente la encuentro cuando observo que Josef sigue a nuestro lado mirándonos. Sin dudarlo, me comunico con él a través de la mirada. Sin necesidad de hablar, sabe lo que quiero, lo que le pido, lo que le exijo y, poniéndose detrás de mí, posa una de sus manos en mi trasero y otra en mi cintura y me mueve con fuerza.
Kook abre los ojos al sentir la rotundidad de ese movimiento y, tras un nuevo gemido de los dos, pregunto a mi amor:
—¿Te gusta así?
Mi cariño asiente mientras las manos de Josef, que son las que me mueven para encajarme de mil maneras en él, nos llevan al séptimo cielo. Entre gemido y gemido, Josef introduce un dedo en mi ano. Eso potencia mi placer. Ya no sólo quiero que me apriete sobre el pene de Kook, sino que ahora quiero que me apriete también sobre su dedo.
El juego continúa y Kook busca mi boca, aunque no me besa. Sólo la coloca sobre la mía para que ambos nos ahoguemos en los gemidos del otro,
hasta que de pronto un gruñido bronco y varonil sale de su garganta, me agarra por la cintura posesivamente y me empala por completo en él haciéndome gritar.
El clímax nos llega y caigo derrotado encima del cuerpo de mi amor cuando siento que Kook, que está recostado sobre el columpio, separa las piernas, abre las nalgas de mi trasero con sus grandes manos y, segundos después, Josef unta lubricante en mi ano y termina con el pene lo que ha comenzado con el dedo.
Sus movimientos hacen que yo también me mueva encima de Kook mientras él me abre las nalgas para el hombre que está detrás de mí. Mis gemidos vuelven a llenar la estancia, y al mismo tiempo Kook murmura sin soltar mis nalgas:
—Disfrútalo..., así..., así..., grita para mí.
Calor..., el calor que me sube por los pies y me llega a la cabeza es inmenso y, cuando Josef al final se corre y sale de mí, caigo sobre Kook agotado. Muy agotado.
Instantes después, Josef me ayuda a bajar del columpio y, tras de mí, lo hace Kook, que rápidamente me abraza y pregunta:
—¿Todo bien?
Yo sonrío y asiento. Todo mejor que bien.
Acalorados, los tres nos dirigimos a las duchas, donde el frescor del agua al recorrer nuestros cuerpos hace que el sudor nos abandone. Una vez nos hemos secado, nos ponemos de nuevo nuestros disfraces, nos despedimos de Josef y
decidimos buscar algo de beber. Estamos sedientos.
Cogidos de la mano, caminamos por los salones donde los invitados practican sexo con total libertad. Admiro el juego de la gente y sonrío al sentir que lo disfrutan a su manera.
¡Olé por ellos!
Al pasar por la sala donde están las cruces y las jaulas, nos detenemos. Vale, entiendo y respeto que es otra forma de sexo, pero a mí no, no, no, no
me llama la atención. Observo que en una de las jaulas hay un hombre encerrado y que otro practica sexo anal con él. Ambos parecen disfrutar de su experiencia y, oye, si les gusta, ¿dónde está el problema?
Luego me fijo en una de las cruces. En ella tienen a una mujer atada de pies y manos, pero a un mismo palo. Con curiosidad, contemplo cómo una pareja le ponen unas pinzas de la ropa en los pezones y en la vagina y las mueven. La mujer de la cruz grita. ¡Uf, qué dolor!
Para mí eso es una tortura, pero Kook me hace saber que para ella es un placer tan respetable como el que nosotros acabamos de experimentar sobre el columpio con Josef.
Los acompañantes de aquélla sonríen, le ponen más pinzas, pero pasados unos pocos minutos se las quitan. Instantes después, ante mis ojos la desatan y la vuelven a atar, pero esta vez le sujetan las manos y las piernas a palos diferentes. Luego pasan una cuerda alrededor del cuerpo de la mujer e introducen una parte de esa cuerda entre sus piernas, la tensan, vuelven a tensarla, y la cuerda queda encajada entre sus labios vaginales.
—Pero ¿eso no le hace daño? —cuchicheo a Kook. Mi amor, que no me ha soltado de la mano, sonríe y murmura acercándome a él:
—Cuando está ahí es porque eso le gusta y le proporciona placer, cariño. Aquí nadie hace nada que no quiera o no le guste.
Asiento, sé que Kook tiene razón. Entonces, unas risas hacen que mire hacia atrás y veo a Félix junto a un grupo de gente. Con curiosidad, tiro de mi marido para ir a mirar y, cuando llego hasta el lugar en el que están, me encuentro con Ginebra totalmente desnuda y atada a una silla de ginecólogo. Sus pechos, que se ven rojos y amoratados, están rodeados por una cuerda, pero ella parece pasarlo bien a pesar de sus gritos mientras es penetrada por uno de los hombres.
Alrededor de Ginebra hay tres personas además del que la penetra: una mujer que la coge del cuello y la besa, un hombre que le da toquecitos con una vara en los pechos y otro que se masturba esperando su momento.
Félix, que está junto a ellos, anima a otros a que se acerquen y la toquen. Varios de los presentes se aproximan, y entonces dejo de ver a Ginebra. Miro a Kook y observo que a él lo incomoda esa escena tanto como a mí, pero entonces Félix, que nos ha visto, se acerca a nosotros y nos dice:
—¿les apetece jugar con mi complaciente mujer?
Tanto Kook como yo negamos con la cabeza y él insiste:
—Kook, ya sabes que Ginebra lo permite todo, y más tratándose de ti.
Boquiabierto, voy a protestar cuando mi amor responde por mí:
—Félix, creo que eso último ha sobrado. Oh, sí. Yo también creo que ha sobrado.
Al entender que nos ha incomodado, Félix rápidamente coge de una mesita auxiliar una jarra de vino y unas copas limpias y, tras llenarlas, nos las ofrece.
—Disculpenme —dice—. Mi comentario ha estado fuera de lugar.
Con seriedad, Kook coge una copa, lo mira con un gesto que haría temblar al más valiente del universo, me la entrega y, tras coger él otra, replica con voz neutra:
—Tranquilo, no pasa nada.
Félix me mira, busca mi perdón, y yo finalmente digo:
—Disculpas aceptadas.
—Gracias por su comprensión — murmura y, mirando hacia el grupo que ríe mientras se oyen los gritos placenteros de Ginebra, añade—: Sé que piensan que mi mujer no debería estar aquí, pero... ella quiere disfrutar de todo mientras pueda.
Oír eso me apena, y entonces Kook dice:
—Aun así, creo que tú podrías hacerla disfrutar de otra manera.
Félix se mueve. Sin lugar a dudas, la dura mirada de Kook lo incomoda, y responde:
—Kook, yo...
—Déjalo, Félix. Nosotros sabemos las normas de ustedes. Pero te aseguro que, si fuera mi omega quien estuviera enfermo, no estaría aquí. Eso te lo puedo asegurar.
—Por Ginebra soy capaz de cualquier cosa, Kook. Y si ella quiere esto o quiere la luna, lo tendrá.
Mi amor, que no me ha soltado en todo ese rato, clava la mirada en él y finalmente responde:
—Para todo hay límites en esta vida, pero en una cosa estoy de acuerdo contigo: si mi omega quiere la luna, también la tendrá.
Se miran. Mi sexto sentido como omega me grita que se están comunicando con la mirada, y tomo nota de que, en cuanto tenga oportunidad, le pediré a mi amor explicaciones.
En ese instante veo a Tae y a Mel salir de las duchas, caminan hacia nosotros. Al llegar a nuestro lado, Félix regresa con el grupo y Kook dice:—
Vayamos a beber algo que no sea vino de dátiles y cosas así.
—¡Nos apuntamos! —exclama Tae riendo.
Cuando comenzamos a andar los cuatro hacia un lado de la casa donde sabemos que podemos tomar algo que no tenga que ver con el Imperio romano, Mel pregunta:
—¿La fiestecita bien?
Encantado por lo ocurrido, asiento y ella cuchichea:
—A mí me ha sentado algo mal.
Al oírla, me paro. La miro y ella, bajando la voz, murmura:
—Pero, tranquilo, ya comienzo a sentirme mejor.
Eso me preocupa. Tae, que sabe cómo se encuentra Mel, pregunta:
—Cariño, ¿quieres que nos vayamos al hotel?
—No, cielo, estoy bien. Pero me sabe mal por ti. No estás disfrutando la noche que esperabas.
Tae me mira. Yo sonrío y lo oigo decir:
—Con estar contigo, me vale.
Ambas reímos. James Bond es muy galante. Continuamos caminando por la casa y pienso en mi hermana. Si ella estuviera aquí viendo lo que yo veo, pensaría muchas cosas, además de que nos faltan más de trescientos tornillos.
Dos horas después, estamos tirados en unos almohadones que hay en una gran sala. Divertidos, charlamos con más gente y Mel susurra:
—Tengo que ir al baño; ¿vienes?
Asiento. Yo también tengo que ir y, tras darle un beso a mi guapo marido, me alejo con ella. Al pasar por varias salas, algunos hombres nos piropean y nos invitan a sus juegos, pero nosotros sonreímos y negamos con la cabeza: tenemos claro
que, sin Kook y Tae, no jugamos con nadie.
Al llegar al baño, como siempre, hay cola.
¿Por qué el baño de omegas siempre está a tope?
Acostumbrados a esperar, nos apoyamos en la pared y Mel cuchichea:
—Min..., cuando lleguemos al hotel, tengo que...—
¿Qué tal la noche, chicos?
La voz de Ginebra nos interrumpe. Está a nuestro lado, recuerdo lo que he visto de ella y lo que ella ha visto de mí, y respondo: —Sin duda alguna, muy bien. La tuya también, ¿verdad?
Ginebra sonríe, saluda con la mano a una mujer que pasa por nuestro lado y susurra:

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now