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La boda de Jiyu... llega.
Ese día, nos ponemos todos guapísimos. Pero quienes menos importamos somos nosotros. Allí la que importa es Jiyu, que va preciosa con su bonito vestido de novia y su incipiente barriguita.
Eun, mi suegra, se pasa toda la ceremonia agarrada de la mano de Kook. Lo necesita, y entiendo que lo haga. Es su hijo y, por mucho que haya madurado, será su niño toda la vida, como mi hermana y yo somos los niños de mi padre.
Una vez finalizada la ceremonia, reparto saquitos de arroz entre los invitados para que lo echen y, cuando mis ojos se encuentran con los de Ginebra, ésta me mira y dice:
—Pero qué guapo estás, Jimin. —Yo asiento, río y entonces ella, dejándome sin palabras, prosigue—: Gracias por permitirme venir a la boda. —¡¿Qué?! —murmuro boquiabierto.
Ella, que tiene más tablas que un ajedrez, sonríe y susurra:
—Jimin, a pesar de mis esfuerzos por caerte bien, sé que te sigo incomodando. Y de verdad que lo siento.
No contesto. Oírla decir eso me llega al corazón, y finalmente, guiñándole el ojo,
respondo:
—Estoy feliz porque estés aquí. Venga, disfrutemos de la preciosa boda.
Ginebra asiente. No dice más, y yo, dándome la vuelta, prosigo mi camino mientras me siento como una bruja piruja.
Al salir de la iglesia, Mel y yo tiramos un buen arsenal de arroz, mientras reímos por la cara que ponen los novios. Kook y Tae, que lo saben, se alejan de nosotros. No quieren ensuciarse sus
trajes con el polvillo. ¡Vaya dos pijoteros!
El convite se organiza en un hotel cercano a la iglesia y todo sale de maravilla.
Sólo con ver la cara de Jiyu, todos sabemos lo feliz que es y, cuando los novios bailan el vals que han elegido, todos aplaudimos, mientras yo me siento tan feliz como la novia al lado de mi amor.
En la vida me habría imaginado a Jiyu bailando un vals el día de su boda, pero sé que ha querido darle el gusto a su madre y a los padres del que ya es su marido. Y se lo aplaudo. Eun se lo merece, y los padres de él seguro que también.
Eso sí, una hora después, llega un grupo de jóvenes que suben al escenario, y sonrío al ver unos timbales, unas guitarras, bongós y maracas.
Feliz por ver el rumbo que va a tomar la fiesta, me acerco a mi cuñada, que está hablando con Lemus, Máximo y algunos amigos del Guantanamera, y digo:
—Qué buena idea has tenido, Jiyu.
Ella me mira y yo señalo a los jóvenes y digo:
—¡Muy buena idea! Ahora sí que vamos a bailar.
Veo que mi cuñada clava la mirada en aquéllos, y sonriendo, cuchichea:
—Pues, lo creas o no, no sé qué hacen aquí. —
Luego, echando un vistazo al resto de los amigos, pregunta—: ¿Los has contratado?
Todos niegan con la cabeza a pesar de lo mucho que les agrada la idea, hasta que oímos decir a nuestras espaldas:
—Los he contratado yo.
Al volverme y encontrarme con mi increíble y guapo marido, sonrío..., sonrío y sonrío, mientras veo cómo Jiyu se tira a sus brazos y lo besuquea
con amor. Lemus, Máximo y el resto, tras alabar el detalle, corren hasta los recién llegados y, segundos después, los timbales suenan y la gente comienza a bailar.
Sin moverme de mi sitio, sigo mirando a mi sorprendente marido, y no sé si comérmelo a besos o desnudarlo directamente y hacer todo lo que se me antoje con él. Kook, que es mucho Kook, sabe lo que pienso al ver mi gesto y, acercándose a mí, el muy canalla murmura:
—Recuerda, pequeño: pídeme lo que quieras y yo te lo daré.
Me río, no lo puedo remediar. Y, abrazándome al hombre que me vuelve loco de deseo y de amor entre otras cosas, respondo:
—Tú sí que sabes, mi amol.
Encantado, mi chico me rodea con los brazos, me acerca a él y me besa. Me devora y yo lo disfruto hasta que oigo la voz de Ginebra, que dice:—Vamos, parejita, ¡a bailar!
Oír eso me hace sonreír. ¿Bailar, Kook?
Y éste, que sigue abrazándome como un oso, dice entonces con su preciosa sonrisa:
—Quiero que bailes, rías y grites eso de «¡Azúcar!», y que lo pases fenomenal con tus amigos. Y, tranquilo, prometo no encelarme ni pensar tonterías.
Contento por lo que acabo de oír, suelto una risotada justo cuando la orquesta comienza a tocar
537 C.U.B.A.
—¡Diosss! —grito—, ¡me vuelve loco esta canción!
Kook sonríe, me da la vuelta y, dándome un azotito cómplice en el trasero, dice empujándome:
—Anda, ¡ve y disfruta de la música!
Tras guiñarle el ojo, llego bailoteando hasta mis amigos y ya no paro durante horas. El grupo que mi amor ha traído es buenísimo, y nos divertimos mientras gritamos aquello de «¡Azúcarrrrr!». Un par de veces hago una pausa
para beber algo. Si no bebo, me deshidrataré.
Cada vez que me ve, mi amor, que está charlando con unos amigos, me ofrece una coca-cola fresquita. ¡Cómo me conoce el canalla!
Mi suegra y sus amigas se hacen cargo de los niños, disfrutan con ellos. Incluso Mike sonríe. Eso me gusta.
Pero una de las veces, cuando dejo de bailar y camino hacia Kook, veo que está hablando por teléfono apartado del grupo con gesto serio, y me da mala espina.
Al verme llegar, Tae me pasa la coca-cola
fresquita, y le pregunto:
—¿Con quién habla?
—No sé —responde él.
De pronto Kook cuelga el teléfono, se toca el pelo y, por cómo mueve la cabeza, sé que ocurre algo. Eso me alerta. Pero más me alerta cuando se da la vuelta y clava los ojos en mí.
Tras unos segundos en los que intuyo que ordena sus ideas, camina hacia mí y, antes de que abra la boca, yo pregunto:
—¿Qué ocurre?
Tae y Mel ya están a mi lado, y Kook, cogiéndome la mano, dice:
—Era Victor. Está con Bam en urgencias.
De pronto, para mí la fiesta acaba. Bam... ¡Mi Bam! ¿Qué le ocurre? Y, como puedo, con un hilo de voz pregunto:
—¿Qué ha ocurrido?
Kook me aprieta la mano.
—Al parecer, cuando Victor sacó la basura, se dejó la puerta de la cancela abierta, Bam corrió tras él y un vehículo lo... lo atropelló.
Según oigo la última palabra, me suelto de Kook y llevo mi mano directa al corazón mientras mis ojos se inundan de lágrimas. Sin esperar un segundo, Mel me coge y murmura:
—Tranquilo..., Min..., tranquilo.
Pero mi tranquilidad ya no existe. Bam, mi Bam, ha tenido un accidente, y yo rompo a llorar mientras siento cómo Kook me acerca a su cuerpo,
me abraza y me dice una y mil veces que me tranquilice, que todo va a salir bien.
Al verme en ese estado, mi suegra viene rápidamente hacia mí, y yo me doy la vuelta para que nadie más me vea llorar, mientras les pido que no les digan nada a Mike ni a Jiyu. No quiero jorobarle la boda a mi cuñada ni asustar al niño.
Kook pasa la mano con dulzura por mi rostro mientras Tae y Mel me dicen una y otra vez que no me angustie, pero yo ya no veo... Ya estoy histérico y, mirando a Kook, pregunto:
—¿Qué más te ha dicho Victor?
El gesto de Kook es serio.
—Cariño, el veterinario está haciendo lo que puede.
Siento que me falta el aire. ¡Me asfixio!
En ese instante aparece Mike y, al verme así, pregunta:
—Papá, ¿qué ocurre?
Kook me mira, entiende que ha de ser sincero con Mike, y responde.
—Un coche ha atropellado a Bam y...
—¿Bam está muerto? —pregunta el crío con un hilo de voz, lo que a mí me hace llorar aún más.
—No..., no —aclara rápidamente Kook—. El veterinario está con él.
La angustia me carcome mientras mi marido da explicaciones al niño y éste, a pesar de lo nervioso que está, demuestra que es un jodido Jeon y ni se despeina. Quiero irme. Quiero ir a la clínica, pero no puedo hablar. Y entonces Kook, que me conoce muy bien, clava los ojos en su madre, que está a mi lado, y pregunta:
—Mamá, ¿te puedes llevar a Pipa y a los niños a tu casa?
—Por supuesto, hijo..., por supuesto.
Kook asiente y, agarrándome con fuerza de la mano, dice:
—Vamos, Min. Iremos a la clínica.
—Voy con ustedes —dice Mike.
Kook asiente.
—Nosotros también vamos —afirma Mel. Mi amor la mira.
—No, Mel, es mejor que se queden con los niños mientras dure la fiesta y luego los lleven con mi madre a su casa.
Mi amiga, mi buena amiga, me mira y yo asiento. Kook tiene razón.
—No te preocupes, Kook —dice Tae—. Nosotros nos encargamos.
—De acuerdo —conviene Mel—. Pero quiero que me tengas informada.
Asiento y Kook también y, cogidos de la mano, vamos hacia la salida. Pero de pronto Kook se detiene, mira a la derecha y, dirigiéndonos hacia Félix y Ginebra, pide:
—Félix, necesito tu ayuda.
—¿Qué te ocurre, Jimin? —pregunta Ginebra al ver el estado en el que me encuentro.
Rápidamente Kook explica lo ocurrido, y Félix, al oírlo, dice:
—Iremos con ustedes.
En ese instante recuerdo que Kook me dijo que Félix tenía varias clínicas veterinarias en Estados Unidos y, apenas sin hablar, los cinco nos dirigimos hacia la calle. Lo único que quiero es ver a Bam cuanto antes.
¡Necesito ver a Bam!
Veinte minutos después, cuando Kook aparca el coche, literalmente me tiro del vehículo y corro hacia la clínica.
La puerta está cerrada, son las doce y media de la noche, pero Victor, al verme, se levanta de donde está sentado y me abre.
—¿Cómo está? —pregunto preocupado viendo las manchas de sangre en su ropa.
El hombre me mira y murmura con gesto apenado:
—Jimin, lo siento. No me di cuenta de que la verja se quedaba abierta y...
—Victor, ¿cómo está? —insisto nervioso.
En ese instante entran todos y Victor, tan
preocupado como yo, responde mirando a Kook: —No lo sé. El veterinario me dijo que esperase aquí.
Entonces se abre la puerta de la consulta y el veterinario de urgencias, al ver a tanta gente elegantemente vestida, pregunta:
—¿Vienen todos por Bam?
—Sí —afirma Kook con rotundidad. —Soy su dueño. Quiero verlo —digo
angustiado—. ¿Cómo está?
—Es mejor que no lo vea ahora —responde el veterinario—, porque...
—He dicho que quiero verlo —insisto.
Kook, que me conoce, coge mi rostro entre las manos y, mirándome, dice:
—Escucha, cariño. Lo importante ahora es atender a Bam, ya lo verás más tarde.
Sé que tiene razón, que yo no puedo hacer nada. Pero con un hilo de voz murmuro:
—Estará asustado, y si me ve seguro que...
—Está sedado para que no sienta dolor —me corta el veterinario.
Saber de su padecimiento me machaca el alma, y entonces el veterinario prosigue:
—El golpe que ha recibido ha sido fuerte, pero está fuera de peligro. Tiene diversas contusiones y se ha fracturado la pata delantera izquierda y, la
verdad, aunque quiero ser positivo, no veo muy buena solución a eso.
De repente,. Kook, que aún no me ha soltado la mano, mientras me sienta en una silla, murmura:
—Tranquilo, pequeño..., tranquilo.
Asiento. Tiene razón. Debo estar tranquilo.
Debo comportarme como un adulto estando Mike con nosotros.
—Doctor —pregunta Kook entonces—, ¿puede operar a Bam ahora?
—Sí —afirma él—. Estábamos esperando a que llegaran ustedes para que dieran su consentimiento y firmaran estos papeles. Aquí se explican los riesgos de la anestesia y la cuantía de la operación. Pero he de decirles que quizá, aun
con la intervención, la pata del animal no quede bien. Kook coge los papeles mientras Félix comienza a hablar con el doctor. Como veterinarios, ambos
se entienden a la perfección.
Mi amor se saca un bolígrafo del bolsillo y, agachándose, se apoya en una silla y firma los papeles sin leerlos. Algo que siempre me dice que yo no haga lo está haciendo él por Bam. Una vez Kook se incorpora, me guiña un ojo con
cariño y oigo que Félix dice:
—Lo más acertado es operarlo. Le he pedido al doctor Faüter que me permita estar presente en el quirófano para ayudar: soy especialista en este tipo de fracturas. ¿A ustedes les parece bien?
Kook me mira. Yo asiento, y entonces él murmura tendiéndole la mano:
—Gracias, Félix.
Cuando los dos hombres desaparecen tras la puerta, Ginebra, que hasta el momento se ha mantenido callada, se sienta a mi lado y, cogiéndome la mano, dice:
—Todo va a salir bien. Tranquilo, Jimin. Félix no va a permitir que a Bam le pase nada. Como ha dicho, es especialista en ese tipo de fracturas y ha operado a infinidad de animalitos en sus clínicas.
Me dice justo lo que necesito oír: positividad, e intento sonreír. En ese instante, Mike se sienta en la otra silla y, cogiendo mi otra mano libre, murmura:
—Mamá, tranquilo. Bam es fuerte y se recuperará.
Su contacto, sus palabras y, en especial, que me llame ¡«mamá»! y se preocupe por mí me provocan de nuevo el llanto, y lo abrazo. Llevo tanto tiempo sin abrazarlo, sin sentirlo cerca que lloro de felicidad, dentro de mi tristeza, por tenerlo junto a mí. Necesito a Mike. Adoro a Mike, y sólo quiero que me quiera.
Pasados diez minutos, en los que no he podido parar de llorar como si me fuera la vida en ello, y es que me va, Mike se levanta de mi lado, y Kook se acerca a Victor y dice:
—Creo que es mejor que regreses a casa.
—No, señor. Prefiero quedarme aquí. —Y, mirándome con gesto pesaroso, susurra—: Lo siento, Jimin. Lo siento mucho.
Su expresión me hace saber que lo dice sinceramente. Pobre, el disgusto que tiene encima. Si hay alguien que siempre me ha querido y me ha demostrado su cariño desde que puse los pies en Múnich, ése es el buenazo de Victor. Me levanto y le doy un abrazo.
—Tú no tienes la culpa de nada, Victor — aseguro—. Por favor, no vuelvas a disculparte. Ya sabemos todos lo inquieto que es y lo loco que
está Bam y, tranquilo, seguro que se recuperará. Sonreímos, y luego Kook insiste:
—Vamos, Victor, vete a casa. Jeen debe de estar nerviosa. Prometo decirte algo cuando regresemos. —Y, volviéndose, pregunta—: Mike, ¿quieres irte con él?
—No —responde mi hijo—. Prefiero quedarme con ustedes.
Victor se resiste, pero al final lo convencemos entre todos y se va. Una vez sale por la puerta de la clínica, Kook la cierra desde dentro y se sienta a mi lado. Sólo podemos esperar. Una hora después, Félix y el doctor aparecen ante nosotros, y este último dice:
—Ha salido todo como esperábamos. Hemos tenido que darle puntos en el hocico y tiene varios dientes rotos. En cuanto a la pata, le hemos puesto una placa con tornillos que deberemos cambiar dentro de unos meses en una segunda operación.
—De acuerdo —consigo murmurar.
—Bien —oigo que dice Mike a mi lado.
—De momento —prosigue el veterinario—, Bam tendrá que quedarse aquí algunos días. Pero tranquilo, todo está bien.
Estoy como en una nube. Bam, mi precioso Bam, parece que se encuentra fuera de peligro y, mientras Kook continúa hablando con el veterinario, Félix se acerca a mí y dice:
—Tu bichillo es más fuerte de lo que crees. Se repondrá, aunque quizá tenga una cojera de por vida, pero eso te da igual, ¿verdad?
Su comentario me hace sonreír, ¡claro que me da igual! Lo abrazo y susurro:
—Gracias..., gracias..., gracias.
Félix sonríe y oigo que Ginebra ríe cuando él dice:
—De nada, hombre.
Mi felicidad es completa, y abrazo también a Ginebra. La verdad es que la mujer no se ha separado de mi lado y no ha parado de darme ánimos durante las horas en las que yo veía más oscuridad que luz.
¡Joder, qué negativo me vuelvo en algunos momentos!
Una vez me suelto de ella, abrazo feliz a mi amor y entonces oigo que el veterinario dice:
—Jimin, ¿quiere verlo ahora?
Asiento. Asiento como un niño chico y,
mientras Félix se queda con Ginebra, yo entro en una habitación de la mano de mi amor y de Mike.
Veo jaulas con otros animalitos que me miran curiosos, hasta que el veterinario se detiene ante una de las jaulas, que tiene una luz roja en el techo, y dice abriendo la puerta:
—Está sedado y permanecerá así un buen rato, pero está bien.
Me quedo bloqueado mirando a mi Bam. Verlo así me impresiona. Tiene la cabeza vendada y también parte del cuerpo. De pronto parece estar más delgado de lo que por norma está y, acercándome a él, lo beso sobre la venda del hocico y las lágrimas se me escapan. Qué indefenso parece.
—Tranquilo, cielo..., mami está aquí y no te va a dejar —murmuro con el corazón encogido. Durante varios minutos, me olvido del resto del mundo y sólo me centro en Bam, sólo en él.
Lo beso. Lo toco con cariño y le dedico las mayores palabras de amor y ternura que soy capaz de articular en ese instante.
Kook y Mike siguen a mi lado, no se separan de mí y, con gesto serio, me observan hasta que mi hijo da un paso al frente y toca con afecto a Bam.
Nos miramos y sonreímos. Estamos felices por tener a nuestro perro con nosotros. Kook nos observa en silencio y, conociéndolo como lo conozco, sé que ver a Bam así debe de estar destrozándolo. Si hay alguien que no soporta ver el dolor o las enfermedades en los demás, es él.
—Se pondrá bien, Kook, tranquilo —digo.
Al oírme, mi amor sonríe y, tras acercarse a la jaula, le da al animal un beso en su vendadacabeza y responde:
Bam todavía tiene mucha guerra que dar. Al salir de la clínica son cerca de las tres de la madrugada, y Kook y yo nos empeñamos en llevar a Ginebra y a su marido al hotel. Es lo mínimo que podemos hacer por ellos.
Una vez los hemos dejado, me apoyo en el reposacabezas y cierro los ojos. Estoy contento ¡dentro de mi Bam por Bam! Pero todo parece que está saliendo bien.
Al llegar a casa, Victor y Jeen nos esperan junto al pobre Camaron, que está triste y solo. Rápidamente les indicamos que todo está controlado y, cuando se marchan a dormir y Mike se sube a Camaron a su cuarto para que esté
acompañado, Kook me abraza y murmura mirándome a los ojos:
—Todo va a salir bien, pequeño..., te lo prometo.
Asiento. Quiero que así sea y, si mi Kook me lo dice, ¡lo creeré!
 
 
 
 
 
El lunes, cuando a las siete de la mañana sonó el despertador, Mel quería morirse pero, alargando la mano, lo paró y siguió durmiendo.
Tae, que lo había oído, abrió los ojos y observó divertido cómo ella se arropaba con las mantas.
—Cariño... —murmuró—, hay que levantarse.
Mel, sin querer abrir los ojos, musitó con el pelo enmarañado:
—Cinco minutos..., sólo cinco minutos más.
Tae asintió y, tras darle un beso en la punta de la nariz, dijo cogiendo el despertador para volver a poner la alarma:
—Te daré una hora. Yo me encargaré de levantar a Sami, ¿vale? Pero luego te levantas y la llevamos juntos al colegio.
Con una ponzoñosa sonrisa, Mel asintió y, suspirando con gustito, repuso:
—Eres el mejor, cariño..., el mejor.
Tae se levantó sonriendo de la cama y, desperezándose, fue hasta la habitación de la pequeña, donde reinaba la paz. Con cariño, se acercó hasta la cama y, sonriendo al ver que dormía con el pelo enmarañado como su madre, se
tumbó a su lado y saludó:
—Buenos días, mi preciosa princesa. Hay que levantarse.
Al oírlo, la niña abrió un ojito y protestó:
—Papi, no quiero, tengo sueñito.
Tae sonrió. Mel y Sami eran el centro de su vida. Las adoraba. Las amaba con locura. Y, besando la cabeza rubia de la pequeña, cuchicheó:
—¿Sabes, prinsesa? Mami está dormida; si te levantas ahora podrás elegir la ropa que tú quieras.
Los ojos de la cría se abrieron de inmediato y, sentándose en la cama, se retiró el pelo de la cara y preguntó:
—¿Lo que yo quiera?
Al ver su expresión de pilluela, Tae rio y afirmó:
—Lo que quieras, excepto los disfraces de princesas y las coronas. Ya sabes que al cole sólo se pueden llevar cuando hay fiesta de disfraces.
—Jooooooooooooooooooo.
A cada segundo más encantado por las reacciones de la pequeña, Tae le guiñó un ojo y cuchicheó con complicidad:
—Pero puedes llevar el vestido rosa con la cara de las princesas que te compré y los zapatos nuevos. ¿Qué te parece?
—Síiii.
Como si fuera un cohete a propulsión, Sami se tiró de la cama, abrió el armario y, tras sacar aquello que su papi había dicho, lo miró y afirmó con gesto pícaro:
—Mami se va a enfadar.
—De mami me encargo yo —dijo Tae riendo y cogiendo a la pequeña en brazos—. Ven, vamos al baño. Hay que lavarse la carita y los dientes.
Una hora después, cuando Tae y Sami estaban desayunando ya vestidos, él con su impoluto traje y ella con su vestido nuevo, Mel se levantó y, al ver a la pequeña, murmuró mientras se llevaba una mano a la cabeza:
—Cariño, por favor, que Sami va al colegio, no a la entrega de los Oscar.
La pequeña miró entonces a Tae, que respondió:
—Lo sé, pero es que Sami es tan elegante como su papi.
Mel asintió y, sonriendo, se dio por vencida.
—Vale, voy a vestirme. Eso sí, si a sus majestades no les importa, yo iré en vaqueros y camiseta.
Cuando desapareció, Tae y Sami chocaron las manos con complicidad.
—Papi, eres el mejor —cuchicheó la pequeña.
Feliz por el comentario de la pequeña, él soltó una carcajada mientras exclamaba:
—Por mi princesa, ¡lo que sea!
Media hora después, Mel y Tae salieron de la casa, bajaron al garaje y se montaron en su coche.
Al llegar al colegio coincidieron con Louise, Heidi y otras mujeres, y Mel, al verlas, se tensó y murmuró:
—Espero que esto no sea una nueva encerrona o lo vas a lamentar.
Al ver a las mujeres, Tae se encogió de hombros.
—Yo no sé nada. Te lo prometo.
Con Sami en el centro y cogida por ambos de la mano, Heidi y las demás se acercaron y esta última los saludó:
—Buenos días, parejita. Qué alegría encontrarlos aquí.
—El placer es mío, Heidi —saludó encantado Tae al tiempo que la besaba.
—Heidi es una zorra —soltó de pronto Sami.
—¡Sami! —la regañó Tae.
—Y una perra..., eso dijeron mamá y el tio Min. Mel, que se había quedado sin habla y no sabía dónde meterse, observó a su hija mientras sentía la mirada acusadora de Tae y de las mujeres y, como pudo, susurró:
—Sami, eso no se dice. —Luego, mirando a Heidi, que se había quedado a cuadros, añadió—:
No lo dice por ti, Heidi; siento el desacertado comentario.
Y, sin más, cogió a su hija en brazos y se alejó para dejarla en el colegio antes de que les cerraran la puerta, mientras Tae se quedaba con aquéllas.
Sin permitirle abrir la boca a su hija, la besó y se la entregó a la señorita mientras pensaba qué explicación darle a Tae pero, cuando se volvió y vio a las mujeres sonriendo como tontas alrededor de él con una actitud que no le gustó nada de nada, apretó el paso.
—Sin duda, ese traje tan bien cortado te queda maravillosamente bien —decía Heidi.
Tae, que era un conquistador nato, sonrió con un gesto que hizo que todas las mujeres se ruborizaran, hasta que Mel llegó e, incapaz de no decir nada, replicó sin cortarse:
—Pues les aseguro que sin traje está mucho mejor.
Su comentario hizo que todas la observaran con la boca abierta y Tae la mirara incómodo.
¿Por qué habría dicho aquello?
Entonces, de pronto Heidi preguntó:
—Melania, ¿te vienes con nosotras a desayunar?
Tae no habló. En su mirada, Mel podía leer lo que él quería que hiciera, y más tras sus dos desafortunados comentarios, pero ella replicó sin dejarse embaucar:
—Lo siento. Dentro de media hora tengo una cita a la que no puedo faltar por nada del mundo.
Heidi asintió y, disimulando su incomodidad con la mejor de sus sonrisas, respondió:
—No hay ningún problema, Melania. Ya nos veremos otra mañana. Adiós, Tae.
Y, dicho aquello, la pandilla de urracas, entre las que estaba Louise, se dieron la vuelta y se marcharon.
Tan pronto como aquéllas se alejaron, Tae miró a Mel incrédulo y, cuando se disponía a protestar, ella se le adelantó diciendo:
—Odio cuando me llaman Melania de esa manera. ¡Me da hasta repelús!
—¿Qué es eso de que Heidi es una zorra y una perra?
Tratando de no sonreír, Mel cuchicheó:
—Ay, cariño, lo siento. El otro día le estaba contando a Jimin, el día que...
—Por el amor de Dios, Mel. ¿Sami acaba de llamar zorra y perra a la mujer de Gilbert Heine y tú te ríes? Y, por si encima era poco, no se te ocurre otra cosa que decir que sin ropa estoy mejor.—
La verdad, cariño. La purita verdad.
—Mel... —gruñó él.
Al ver el poco sentido del humor de Tae, ella cambió el gesto y murmuró:
—Vale. Lo siento, cariño. Tienes razón. Ha estado fuera de lugar y...
—¿Qué tal si comienzas a ser algo más agradable con Heidi y esas mujeres?
—Imposible.
—Imposible, ¿por qué? —protestó él.
—Pues porque no me gustan y no quiero tener nada que ver con ellas. Comprendo que tu ilusión sea entrar en ese dichoso bufete, pero entiende que
yo no quiero saber nada de ellos. Por tanto, si tú has de representar un bonito papel para que ellas y ellos te quieran, ¡adelante!, pero yo no lo voy a hacer, porque no les gusto y te aseguro que no les voy a gustar nunca, ¿entendido?
El abogado clavó los ojos en la morena descarada que lo retaba con la mirada pero, cuando se disponía a responder, sonó su móvil.
Contestó y, tras hablar unos segundos, lo cerró y dijo mirando a Mel:
—Era la policía.
—¿La poli? ¿Qué ha pasado? —preguntó ella sorprendida.
—Han pillado al hacker que atentaba contra mi web, y el inspector Kleiber quiere que vaya a comisaría.
Sorprendida y encantada al oír eso, Mel lo cogió de la mano y, sin dudarlo, dijo:
—Vamos. Iremos juntos a ver a ese desgraciado.
Tras callejear por Múnich, una vez aparcaron el vehículo, entraron en la comisaría sin soltarse de la mano. Preguntaron por el inspector Kleiber y les indicaron que su despacho estaba en la segunda puerta a la derecha.
—Te juro que, cuando vea a ese desgraciado de Marvel —sentenció Tae caminando—, me las va a pagar esté o no la policía delante.
—Cariño —murmuró Mel—, tranquilízate. Ya lo han cogido, y dudo que vuelva a piratearte la web. Tae asintió e intentó relajarse, pero en el fondo deseaba echarse a la cara a aquel destructor de lo ajeno. Al llegar frente a una puerta, de pronto
ésta se abrió y apareció ante ellos el inspector Kleiber. Al verlos, se apresuró a cerrar de nuevo y dijo:—Creo que es mejor que antes pasen a mi despacho.
Mel asintió, pero Tae, desobedeciendo las indicaciones del policía, abrió la puerta que éste acababa de cerrar, dispuesto a comerse al maldito hacker, y se encontró a una mujer mayor y a un adolescente de la edad de Mike. Con gesto
contrariado, su mirada pasó de la mujer al niño y, cuando tuvo claro que el hacker era aquel crío de pelo largo y descontrolado que no lo miraba, dio un paso atrás sin decir nada y cerró la puerta.
—Como le he dicho, es mejor que pasen antes a mi despacho —insistió el inspector.
Pero Tae necesitaba que le confirmara lo que creía, y preguntó sin moverse:
—¡¿El hacker es un crío?!
—Sí —afirmó el inspector.
—¿Ese muchacho es Marvel? —preguntó sorprendida Mel al darse cuenta de que lo conocía.
—Sí —volvió a asentir el policía.
—¡Joder! ¿Y qué hace un niñato pirateando mi web?
El inspector abrió una puerta y, señalando, insistió:
—Por favor, pasen. Tenemos que hablar. Alucinados, entraron y tomaron asiento. El inspector se sentó a su vez, colocó ante ellos unos papeles y declaró:
—Ese muchacho es un cerebrito en informática, y si le digo esto es porque algunos de sus compañeros así lo han descrito al ver las cosas que hace. Si no hubiera sido porque nos llamaron del instituto al que va para avisarnos de su falta de asistencia desde la muerte de su abuelo, difícilmente la unidad de delitos informáticos podría haberlo cazado por lo que le hacía a usted en su página web. El chico es muy bueno en lo que hace..., créame.
Mel y Tae se miraron sorprendidos. Sin lugar a dudas, los hackers eran cada vez más jóvenes.
A continuación, el inspector abrió una carpeta y preguntó:
—¿Le suena el nombre de Bastian Fogelman?
—No —respondió Tae.
—¿Está usted seguro, señor Hoffmann? —
insistió el inspector.
Tae se disponía a protestar cuando aquél añadió:
—¿Recuerda el nombre de Katharina? Una muchacha suiza.
Al oír eso, Tae se incorporó de la silla.
Claro que la recordaba.
—¿Qué ocurre con Katharina?
—¿Quién es Katharina? —preguntó Mel.
Sin entender a qué venía todo aquello, Tae miró a Mel y se apresuró a responder:
—Era una amiga. Una vecina. —Y, viendo la expresión de ella al mirarlo aclaró—: Llevo sin verla muchos años, no me mires así.
Al ver cómo se miraban, el inspector dijo:
—Katharina era la hija de Bastian Fogelman, su vecino.
Tae levantó las cejas y, clavando sus ojos en él, preguntó:
—¿Y?
—El crío que ha visto y que ha estado pirateando su web es el hijo de Katharina, nieto de Fogelman... —y, entregándole un papel, añadió—: y por lo que él dice, es su hijo también.
—¡¿Qué?! —exclamaron incrédulos Mel y Tae a la vez.
El inspector se disponía a decir algo cuando Tae se puso en pie de un brinco.
—¡¿Qué tonterías está diciendo? —soltó—. La única hija que tengo se llama Sami, no mide un palmo y acabo de dejarla en el colegio.
Mel, todavía sin reaccionar, miró a Tae cuando éste cogió malhumorado el papel que el policía le tendía y comenzó a leer. Efectivamente, aquello era una partida de nacimiento en donde en la casilla de padre ponía claramente «kim taehyung». Sin entender absolutamente nada, se sentó de nuevo en la silla y, dejando el papel sobre la mesa, murmuró mirando a Mel:
—No sé qué es esto. Ni tampoco sé quién es ese crío, pero desde luego no es hijo mío.
—Señor kim
—¡No diga tonterías, inspector! —lo cortó Tae—. Si yo tuviera un hijo, tenga por seguro que lo sabría, y muy bien.
Al ver su desconcierto, Mel lo cogió de las manos y, atrapando su mirada, susurró:
—Tranquilo, cariño.
—Señor Kim, escúcheme —insistió el inspector Kleiber—. Nos llamaron del colegio para denunciar que, tras el fallecimiento de su abuelo, un menor no iba a clase y seguramente vivía solo. El muchacho nos vio en la puerta de su casa, se asustó, y ha estado toda la noche vagando por las calles. Cuando unos de mis agentes lo localizaron durmiendo en un parque, lo cogieron y, antes de traerlo a la comisaría, el muchacho suplicó que tenía que ir a su casa a por su perro.
Mis hombres lo acompañaron y, allí, tras observar ciertas cosas en su habitación, se encontraron con la sorpresa de que era él quien le pirateaba su página web.
Tae cada vez entendía menos. Era como si le hablaran en chino.
—Al principio, el muchacho no soltaba prenda —prosiguió el inspector—. No contestaba a nuestras preguntas, a pesar de que las pruebas lo delataban, pero al final se ha roto cuando hemos querido separarlo de su mascota. ¿Usted vivió en
el barrio de Haidhausen?
El abogado, confundido, asintió al recordarlo.
—Sí. Viví allí.
El inspector miró los papeles que tenía delante e indicó:
—Por problemas con su madrastra, usted, su padre y su hermano se marcharon del barrio de la noche a la mañana, ¿verdad?
Con los ojos velados por los recuerdos, Tae asintió.
—Sí. Mi madrasta se enamoró de un norteamKookano llamado Richard Shepard..., y tuvimos que marcharnos.
—Tae —murmuró Mel, consciente de lo que le costaba hablar de aquello.
Al sentir a su mujer a su lado, el abogado la miró para hacerle saber que estaba bien, y a continuación señaló:
—Inspector, no sé a qué viene recordar mi pasado, pero sí, todo cuanto dice es cierto. Mi padre lo había puesto todo a nombre de aquella mala mujer, y ella nos lo quitó. Nos dejó en la calle y tuvimos que marcharnos del que había sido nuestro barrio de un día para otro.
Un incómodo silencio los rodeó, hasta que el inspector afirmó:
—Pues he de decirle que, cuando usted se marchó, Katharina regresó a Suiza embarazada de usted. —¡¿Qué?! —exclamó Tae, bloqueado.
Durante un par de segundos, su mente se inundó de recuerdos pasados, y de pronto siseó—: Si eso fuera cierto, ¿por qué no me buscó para contármelo?
—Eso, señor Hoffmann, no lo sé. Yo sólo sé lo que el niño nos ha dicho.
Mareado como nunca en su vida, Tae se apoyó en el respaldo de la silla. Mel sabía lo que le dolía recordar aquello y, al verlo en aquel estado, cogió un papel y comenzó a darle aire mientras le susurraba:
—Tranquilo, cariño..., tranquilo.
Pero la palabra «tranquilidad» era lo que menos le rondaba por la cabeza a Tae. Sólo podía pensar en lo que aquel policía le decía.
Tenía un hijo, ¿y se enteraba casi quince años después?
El inspector Kleiber puso una botellita de agua delante de Tae. Mel la cogió, la abrió y, entregándosela, exigió:
—Bebe agua. Bebe.
Tae bebió y bebió y bebió y, cuando la botella se acabó, la dejó sobre la mesa y,
levantándose, negó:
—No puede ser. Es imposible que sea mi hijo. Katharina me lo habría dicho. Quiero hablar con ella, ¡quiero verla! Y estoy seguro de que todo se solucionará.
—Siento decirle que Katharina murió de cáncer hace ocho años en Suiza —informó el inspector—. Entonces, el abuelo del crío se hizo cargo de él aquí, en Múnich, hasta que murió también hace poco más de un mes.
A cada instante más bloqueado, Tae exigió:
—Quiero ver a ese muchacho. Exijo hablar con él y aclarar todo esto.
El inspector levantó entonces el auricular de
un teléfono y dijo:
—Le pediré a la asistente social que nos avise cuando termine de hablar con Peter.
Tae se mesó el pelo. Aquello era una locura.
¿Cómo iba a tener un hijo y no saberlo?
—Cariño..., cariño..., cariño... Es mejor que te tranquilices — insistió Mel levantándose para ponerse a su altura—. Antes de hablar con el niño,
creo que...
—¿Peter? ¡¿Ha dicho que se llama Peter?! — preguntó de pronto Tae.
El inspector asintió y Mel, al oír aquel nombre, murmuró sentándose:
—Dios santo.
Si algo le gustaba a Tae eran sus discos de vinilo y sus cómics de Spiderman. Los cuidaba como oro en paño, y muchas habían sido las veces que había comentado con ella que, si tenía un hijo, se llamaría como su superhéroe favorito: Peter.
A cada instante más confundido, Tae no sabía qué pensar. Entonces, la puerta del despacho se abrió y la mujer que estaba segundos antes con el crío dijo:
—Pueden pasar ahora para hablar con él.
Mel no se movió, sino que miró a Tae a la espera de su decisión.
—Vayamos, pues —dijo él finalmente.
Al salir del despacho, Mel se apresuró a cogerle la mano. Quería que sintiera que estaba con él, y Tae, al darse cuenta de ello, la miró e intentó sonreír. Pero la preciosa, inquietante maravillosa y cuadrada sonrisa del abogado no salió y, de la mano, pasaron a la sala con el inspector.
Al entrar, el muchacho, que vestía un pantalón vaquero raído, una sudadera con capucha azulona y unas zapatillas que, sin lugar a dudas, habían visto tiempos mejores, no levantó la cabeza.
Continuó con la vista fija en el suelo, y entonces Mel reparó en el monopatín rojo y en el perro blanco y marrón que estaba a sus pies y supo a ciencia cierta que ya los había visto antes.
Por su parte, Tae se sentó al otro lado de la mesa, frente al muchacho, con la esperanza de que éste lo mirara. Él era un gran abogado, un hombre acostumbrado a lidiar con todo tipo de situaciones, e iba a controlar también aquello.
Entonces, el crío se movió. Levantó el rostro para observar, pero su pelo largo no los dejaba ver su cara con claridad, y Mel, consciente de que ya se conocían, lo saludó:
—Hola, Peter, soy Mel.
—Lo sé.
—Tú y yo ya nos hemos visto antes, ¿verdad?
—insistió ella ante la sorpresa de Tae. Él asintió.
—Sí.
Mel tenía muy claro quién era el chaval, y dijo:
—Te he visto varias veces en el parque adonde llevamos a Sami, ¿verdad?
—Sí.
—Y en el supermercado...; tú eres el chico que algunos días recoge los carritos.
—Sí —volvió a afirmar el muchacho y, mirándola, añadió al ver que ella no lo comentaba
—: Y también nos vimos hace poco en la puerta del colegio.
Al oír eso, Mel simplemente asintió con la cabeza, y Peter entendió que no debía comentar lo ocurrido aquel día con aquel hombre.
Pero Tae, que estaba histérico escuchándolos, preguntó:
—¿Y qué hacías en esos lugares? Porque, si pirateabas mi web, ¿acaso también pretendías hacerle algo a mi familia?
—Tae —protestó Mel.
—No... No..., yo nunca les haría daño. Nunca —murmuró el chaval.
Por debajo de la mesa, Mel puso una mano sobre la nerviosa pierna de Tae, que no paraba de moverse, y le pidió tranquilidad. El chaval estaba asustado. Sólo había que ver lo encogido que estaba para darse cuenta, y Tae, tras entender lo que su novia quería decirle, cambió el tono y preguntó:
—Peter, ¿por qué dices que eres mi hijo?
—Porque mamá siempre lo decía. Escribió su nombre en una foto en la que están los dos y desde pequeño me dijo que usted era mi padre. Mi abuelo también lo afirmaba.
Bloqueado y confundido, Tae miró al adolescente. ¿Cómo podía tener él un hijo sin saberlo?
—Y si tu madre y tu abuelo lo decían, ¿por qué no te acercaste a mí? —volvió a preguntar—. ¿Por qué piratear mi web?
El crío no respondió, sino que simplemente bajó la cabeza. Entonces, el inspector dio un paso
al frente y lo amenazó: —Si no respondes, tendremos que llevarnos a
tu perro.
—¡No! —gritó el muchacho agarrándose al chucho blanco y marrón—. No me separen de Leya. Por favor, es lo único que tengo.
Aquella súplica pilló a todos por sorpresa, y a Mel le rompió el corazón.
Oír al chico decir aquello le hizo recordar algo que hacía mucho... mucho tiempo un buen amigo le había contado y, emocionada, pensó en él. Si él estuviera allí, no permitiría que ocurriera.
¿Debía permitirlo ella?
Tae miró a Peter y, cuando se disponía a decir algo, el crío se retiró el pelo de la cara y explicó:
—Un día fui hasta la puerta de su trabajo, pero el portero del edificio me echó y entonces pensé que, si aquel hombre me había echado, qué no haría usted, y me fui. No quise insistir. Durante un buen rato, el inspector y Tae hicieron preguntas al muchacho y éste fuecontestándolas educadamente como pudo. En ningún momento lloró. En ningún momento se desmoronó. En ningún momento se mostró chulo o desagradable. Pero Mel, que lo observaba, sabía que tras toda aquella integridad había un muchachito que, en cuanto nadie lo viera, se vendría abajo.
Bloqueado como nunca antes en su vida, Tae se levantó de la mesa y, sin decir nada, salió de la sala. Mel lo siguió y, ya en el pasillo, oyó que él decía:—
No puede ser. ¿Cómo va a ser mi hijo?
—Tae...
—No..., no puede ser, Mel. Yo no tengo ningún hijo.—
Escucha, cariño... Mírame, Tae —susurró tan impactada como él.
El inspector salió entonces también a su encuentro.
—Creo que todos hemos tenido bastante por hoy —dijo—. La asistente social se va a llevar a Peter a un centro de menores y...
—¡No! —exclamó de pronto Mel.
Tae y el inspector la miraron y ella continuó:
—No pueden llevárselo. Él... él nos tiene a nosotros.
El abogado miró a Mel sorprendido.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Tae —insistió ella—. Ese muchacho podría ser tu hijo.
—Mel, no saques conclusiones que puedan ser erróneas —siseó enfadado—. Nunca he oído hablar de él, y...
—Mi sexto sentido me dice que es verdad — insistió ella.
Tae la miró molesto.
—Ojalá utilizaras tu sexto sentido para otras cosas que yo necesito —replicó.
Enfadada por su contestación, Mel lo miró y gruñó:
—Mira, si lo dices por esa pandilla de imbéciles que hemos visto hace un rato en la puerta del colegio, sólo te diré que...
—Déjalo, Mel.
—No. No voy a dejarlo —respondió ella.
Luego se hizo el silencio. Sin duda, aquello comenzaba a hacer mella entre ambos cuando Tae, desesperado por lo que acababa de descubrir, siseó:
—Por el amor de Dios, Mel... ¿Acaso pretendes que llevemos a un extraño a casa?
—Sí.
Al oír eso, el inspector Kleiber dijo:
—Creo que tendrían que hablar de eso tranquilamente en su casa. Éste no es lugar. Mientras tanto, la asistente social puede llevarse a Peter al centro y...
—No, imposible. Lo separarán de su perro — volvió a repetir Mel.
A cada instante más descolocado, Tae clavó sus bonitos ojos en su chica y murmuró:
—Mel, esta situación se me va de las manos, pero entiendo menos aún tu reacción, y más sabiendo que ese crío es el puto hacker que me ha estado volviendo loco. ¿De verdad pretendes meter a ese muchacho y a su perro en casa con Sami?
La exmilitar asintió sin saber por qué.
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—Porque sí. Porque... porque es un niño que necesita cariño.
—Eso no me vale, ¡joder! —protestó Tae.
—Pues te tiene que valer.
—Mel...
Sin ceder un ápice, ella insistió:
—Se vienen con nosotros. Peter y Leya se vienen con nosotros.
—Mira que eres cabezota —gruñó él.
—Y tú también, pero se vienen a casa. Sin entender nada, Tae clavó la mirada en
ella y, suavizando el tono pidió:
—Vamos a ver, cariño, ¿me puedes explicar por qué insistes tanto en ello?
Con los ojos vidriosos, Mel suspiró.
—Mi buen amigo Robert Smith, el teniente que fue abatido en vuelo y al que sabes que quería como a un hermano, al morir sus padres cuando él tenía doce años, estuvo durante dos en una casa de acogida. Me habló de la tristeza de sentirse solo, de lo complicado que fue asumir como niño que no le importaba a nadie, y que no entendió que también lo separaran de su perro, que era lo único real de su pasado que le quedaba. —Y, tomando aire para no emocionarse, añadió—: También recuerdo su sonrisa cuando contaba que el día que Nancy y Patwin lo llevaron a su casa fue el más feliz de su vida, hasta que conoció a su mujer.
—No sabemos quién es Peter y los problemas que nos puede originar en nuestras vidas.
—Nancy y Patwin tampoco sabían quién era Robert. Vieron en él a un niño necesitado de cariño, que es lo mismo que he visto yo en Peter.
Pero ¿es que no te das cuenta? Tae se mesó el pelo ofuscado. Quería salir
de la comisaría cuanto antes, y sentenció:
—Lo siento, pero no. Ese muchacho no se viene a casa.
—Tae...
El abogado, que no quería discutir más el tema, dio media vuelta y se encaminó para hablar con el inspector, que se había apartado de la conversación anteriormente.
Con el corazón encogido, Mel observó a través del cristal de la puerta de una sala cómo la asistente social intentaba hablar con el chaval mientras éste le suplicaba una y otra vez que no lo separaran de su perra. Sin saber qué hacer, Mel
miró en dirección a Tae y al inspector y, finalmente, entró en la sala, donde el chico ahora lloraba desconsolado abrazando a su mascota.
—Peter..., Peter..., mírame —murmuró agachándose para ponerse a su altura. Cuando él la miró con los ojos llenos de lágrimas, ella le dijo al ver que la asistente social hablaba por teléfono
—: ¿Puedo hacerte unas preguntas? —El crío asintió—. ¿Por qué te he visto en varios lugares antes de hoy, como por ejemplo el parque al que solemos ir con Sami? Peter tragó el nudo de emociones que tenía en la garganta y respondió:
—Porque quería conocer a mi hermana y me gustaba sentarme a observarlos. Nunca los molesté. Sólo deseaba ver cómo él jugaba con Sami, para imaginar cómo habría sido conmigo si mamá le hubiera dicho que yo era su hijo.
La respuesta caló hondo en ella. El chico creía que Sami era hija de Tae y, sin querer sacarlo de su error, Mel volvió a preguntar:
—¿Qué hacías el otro día en la puerta del colegio?
Peter miró más allá y, cuando vio que Tae no podía oírlos, contestó:
—Fui a verlas como muchas mañanas. Me encanta ver a Sami contenta. Pero, tranquila, no le contaré a Tae lo que ocurrió con ese tipo. Sin embargo, debería contárselo usted. No me gustó cómo la agarró.
Dolida por lo que estaba oyendo, Mel suspiró.
Aquel muchacho, sin conocerla, estaba dispuesto a guardarle el secreto y, sin saber por qué, preguntó:
—¿Estás seguro de que eres hijo de Tae?
Secándose las lágrimas con la mano, el chaval respondió:
—Mi madre siempre lo decía. —Entonces, desesperado, vio cómo la asistente social se levantaba y murmuró—: Por favor, señora, no deje que se lleven a mi perra. La meterán en una perrera y, si yo no la reclamo en unos días, seguramente la sacrificarán y... y ella es lo único que tengo.
Con la pena en el cuerpo, Mel no sabía qué hacer y, al ver cómo el chico la miraba, dijo cogiendo la cadena del animal:
—Yo la cuidaré hasta que todo esto se solucione, ¿quieres?
El muchacho dejó de llorar y, mirándola, susurró:
—¿Haría eso por ella? —Mel asintió y, conmovida, estuvo a punto de echarse a llorar cuando el crío la abrazó con desesperación y musitó—: Gracias, señora, gracias. Siempre he tenido la intuición de que usted era especial. Le prometo regresar a por ella y...
—Te he dicho que me llamo Mel. Llámame Mel, por favor.
El crío sonrió con tristeza.
—Gracias, Mel.
—Escucha, Peter, todo esto se resolverá. Ya lo verás.
El muchacho miró hacia el pasillo, donde Tae hablaba con el inspector, y dijo:
—Él no cree que yo sea su hijo, ni quiere que lo sea, y yo... no quiero ser una carga para él. Cuando consiga salir del lugar adonde me van a llevar, recogeré a Leya y regresaré a mi casa.
—Si eres su hijo, te querrá. De eso me encargo yo —afirmó Mel—. Y, si no lo eres, te aseguro que yo misma te ayudaré a encontrar un sitio donde vivir.
Peter se abrazó a su perra y musitó:
—Pórtate bien con la señora y...
—Mel, recuerda, Mel.
El crío sonrió y repitió:
Leya, pórtate bien con Mel hasta que yo regrese, ¿de acuerdo?
La perra lo miró y, cuando éste se levantó, ella lo hizo también. En ese instante la asistente se dirigió al chico y dijo:
—Vamos.
Angustiada, Mel miró a Peter, después a la mujer, y preguntó:
—¿Adónde lo llevan?
Ella consultó los papeles que llevaba en la mano y señaló:
—A una casa de acogida que tenemos en Neuhauser Strasse. Si les interesa, el inspector les dará más información.
Peter tocó la cabeza de su perra y, tras darle un abrazo a la mujer que se quedaba con ella, murmuró apenado:
—Cuídala, Mel. Regresaré a por ella.
Enternecida, ella asintió y, en cuanto el muchacho se marchó, al ver que la perra de estatura media tiraba y ladraba para ir tras él, se agachó y, abrazándola como había hecho instantes antes su dueño, musitó:
—Tranquila, Leya..., tranquila. Yo te cuidaré hasta que Peter regrese.
El animal pareció relajarse y, cuando Mel supo que así era, se levantó del suelo, justo en el momento en que Tae entraba en la sala y, mirándola, preguntaba:
—¿Qué haces con ese chucho?
—Nos lo llevamos a casa.
—¡¿Qué?! —preguntó sorprendido.
Dispuesta a cumplir su promesa, Mel siseó:
—Mira, Tae. Le he prometido a ese muchacho que la cuidaría y lo haré.
Ofuscado, él gruñó:
—¿Acaso pretendes llevarme hoy la contraria en todo?
—¡¿Sabes por qué Peter estaba en el parque?!
—gritó mirándolo furiosa—. Ese pobre chico cree que Sami es su hermana y sólo quería ver cómo tú jugabas con ella para imaginar que así habrías jugado con él si su madre te hubiera dicho que era tu hijo. Y, en cuanto a la perra, le he prometido que la voy a cuidar porque, si se la llevan y nadie la reclama en unos días, la sacrificarán y yo me... me niego a ello; ¿te has enterado o te lo repito?
Boquiabierto, el abogado la miró y asintió sin decir nada. Estaba claro que, fuera Peter o no su hijo, la perra se marchaba a casa con ellos.__

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