34

1.6K 195 1
                                    


 
La semana es para mí una tortura. Embarazado... ¿Cómo puedo estar embarazado?
No consigo dejar de pensar en ello, pero me convenzo de que no lo estoy. No puede ser. En casa, veo a Kook pasar por delante de mí y saber lo que sé y no compartirlo con él me duele, a pesar de que soy yo el que no lo comparte. No sé
cómo va a reaccionar y, sobre todo, si realmente estoy embarazado, ¿debo tener este bebé estando como estamos?
Pienso..., pienso..., pienso y, cuando veo a Kook y a Emily, el corazón se me encoge. Pensar que en mi vientre, quizá, esté creciendo una nueva vida, como esas dos que delante de mí sonríen y me hacen sonreír, me parte el corazón.
El miércoles, sin poder aguantar un segundo más, me voy a una clínica. Necesito saber si lo estoy o no para decidir qué hacer. Me hago un análisis de sangre y otro de orina y cuando, horas después, voy a recoger los resultados y veo ese positivo ¡tan positivo!, creo que me voy a morir.
¿Cómo me puede estar pasando esto?
Ese día, Kook llega pronto del trabajo, intenta estar cerca de mí y de los niños, pero yo, en cuanto puedo, me escabullo y me sumerjo en mi burbujita de dudas con respecto a qué hacer. ¿Debo o no seguir con ese embarazo?
En silencio, mientras paseo con mis perros por la noche en la urbanización,
pienso..., pienso... pienso... Y me doy cuenta de que ya no sólo me encuentro mal por lo que ha pasado con Kook, sino que ahora también me siento mal por lo del bebé y por mi frialdad hacia él.
Por increíble que parezca, durante la cena, Mike intenta darnos conversación. Como es lógico, Kook le responde, pero yo me mantengo callado.
Ahora sí que soy un monosabio. Simplemente ceno y, cuando acabo, me levanto y desaparezco de escena.
Si los Jeon tienen mala leche, los Park ¡no nos quedamos cojos!
El jueves, tras un caótico día de trabajo, cuando estoy tirado por la noche en el sofá del salón totalmente apático con los cachorros repanchingados a mi lado, de pronto Kook entra con una sonrisa, me enseña unas pizzas congeladas y anuncia, sin quejarse porque los animalitos esté allí, a pesar de que no le gusta porque dice que dejan pelos:
—Esta noche hago yo la cena.
Vale..., meter unas pizzas congeladas en el horno no es hacer la cena, pero como no quiero decir algo inapropiado, asiento y respondo sin mucho entusiasmo:
—¡Qué ilusión!
Tras decir eso, continúo viendo la televisión mientras, con el rabillo del ojo, observo cómo Kook me mira parado donde está, me observa, busca una conexión, pero finalmente se da la vuelta y se marcha.
Veinte minutos después, entra de nuevo en el salón y dice al ver que estoy viendo la serie «The Walking Dead»:
—Min, la pizza ya está lista. ¿Quieres que cenemos aquí o en la cocina?
Estoy por decirle que cenemos aquí. Sé que a él y a Mike les horroriza la serie que veo, y sé que cenarían sin rechistar, pero no quiero que la cena les siente mal, por lo que paro la serie y digo:
—En la cocina.
—Pues entonces, ¡vamos! Mike ya está allí esperando.
Me desperezo en el sofá mientras soy consciente de cómo él me mira a la espera de una sonrisa, pero no. No voy a sonreír. Lo voy a privar de mi sonrisa como él me priva mil veces de la suya; ¡que se jorobe y sufra!
Con cariño, beso la cabeza de mis animalillos y les ordeno que me esperen allí; no tardaré mucho.
Cuando entro en la cocina veo sobre la mesita tres platos, dos coca-colas y una cerveza. Mike ya está sentado. Me guste o no reconocerlo, en los últimos días la actitud del chaval ha cambiado, incluso Jeen me dijo que vuelve a hablarse con
Josh, el vecino.
¿Le habrá visto las orejitas al lobo?
Sin muchas ganas de cenar, me acerco a la mesa y entonces el mocoso con la nariz llena de granos me pregunta:
—¿Quieres hielo para la coca-cola?
Toma yaaaaaaaa... ¿Mike siendo amable conmigo? Y, con recochineo, lo miro y pregunto:
—¿Cuánto te ha pagado tu padre?
—¿Para qué? —Me mira desconcertado.
A mí me entra la risa. Me siento como Cruella de Vil observando a un dulce cachorrito indefenso y, con chulería, respondo:
—Para que me hables.
Veo que el crío busca la mirada de su querido padre y, sin un ápice de humanidad hacia ellos, murmuro:
—Son tal para cual.
Kook no dice nada. Raro en él, pero ni me reprende, por lo que cojo mi vaso, lo acerco a mi nevera y, cuando se llena de hielo, me siento en la silla y abro mi coca-cola. No los necesito.
Por primera vez en mucho tiempo les estoy demostrando que yo también sé pensar por y para mí. Por primera vez les estoy enseñando que yo también puedo ser egoísta en lo que a mí se refiere y, oye, ¡me gusta!
A través de mis pestañas veo cómo Kook y Mike se miran incómodos ante mi silencio y siento ganas de sonreír, aunque no lo hago.
¿Dónde quedaron esas cenas nuestras en las que yo hacía tonterías y ellos reían?
Después de dar un trago a mi coca-cola, cojo una porción de pizza y me la como en silencio mientras ellos intentan mantener una animada conversación sobre fútbol. Con curiosidad, los oigo hablar del equipo de mis amores, el Atlético
de Madrid, pero yo no entro en el juego. No quiero ser amable con ellos.
Tras mi segunda porción de pizza y sin mucho apetito, me levanto como un maleducado y, mirándolos, digo:
—Sigan comiendo. Me voy a ver a mis muertos vivientes. Son más interesantes que udtedes..
Y, sin más, salgo de la cocina con mi vaso de coca-cola en la mano. Ellos no dicen nada. No sé qué pensarán, pero decir, lo que se dice decir, no dicen nada.
Un rato después, oigo que Kook entra en el salón, se acerca a mí y pregunta:
—¿Vienes a la cama?
Me encantaría decirle que sí. Nada me gustaría más que abrazarlo, besarlo y hacerle el amor pero, manteniendo mi fuerza de voluntad intacta, respondo sin mirarlo:
—No tengo sueño. Ve tú.
Cuando sale del salón, me siento fatal, pero da igual. Hago eso porque quiero. Nadie me obliga, continúo viendo la serie, y reconozco que cada vez que sale Michonne con su katana y corta cabezas a los muertos lo disfruto. Es lo que yo querría hacer con dos que viven en Chicago.
Esa noche, en cuanto me despierto en el sofá, son las cuatro de la madrugada y, con el cuello roto por la postura, una vez saco a los animalitos al garaje, me voy a la cama. Necesito descansar.
El viernes, en Jeon, me encuentro con Kook varias veces por la oficina y, siempre que puedo, me hago el distraído para no saludarlo, a pesar de que sé que me observa. Sentir cómo me sigue con la mirada me excita y me hace recordar aquellos momentos en Jeon corea, cuando él me buscaba continuamente y cuando me conquistó.
¡Qué tiempos!
Es mi último día. Hoy finaliza mi contrato y estoy apenado, aunque en cierto modo quiero alejarme tanto de Jeon como de su dueño. Creo que me vendrá bien, y más porque me voy a Busan.
Necesito los mimos de mi padre.
A las ocho, cuando Pipa se lleva a los pequeños a la cama para dormir, estoy aburrido y me voy al garaje para mirar mi moto. Al día siguiente quiero salir con ella. Sé que, en mi estado, no es recomendable, pero estoy tan nublado por la indecisión y por todo, que me da igual. No sé qué voy a hacer con el bebé.
Mientras escucho música en el garaje desde mi móvil, pienso en todo lo que me está ocurriendo y, cuando comienza la canción angel de troye, los ojos se me llenan de  lágrimas y pienso que, si me estoy comportando con esa dureza, es porque Kook me ha enseñado que la indiferencia duele. Él ha sido mi maestro en
muchas cosas y, ahora, soy yo el que no quiere hablar de amor.
Tan pronto como el tema acaba, vuelvo a ponerlo otra vez más. Necesito escuchar canciones que terminen de marchitarme. Siempre he sido así de masoquista y, cuando ya la he escuchado varias veces, apago la música y rumio en silencio mis
penas. ¡Qué desgraciado soy!
De pronto veo que llega el coche de Kook. Con curiosidad, miro el reloj que hay en el garaje y me sorprendo al verlo. Cada día llega más pronto. Bam, que es el relaciones públicas de la casa, va a saludarlo en cuanto abre la puerta del coche.
Durante unos segundos escucho cómo Kook le habla y eso me agrada.
—Hola, cariño —oigo que dice acercándose a mí.
—Hola —respondo.
El silencio toma el garaje de nuevo, y Kook, al ver que no voy a añadir nada más, da media vuelta y se dispone a entrar en la casa. Sin embargo, en vez de eso, se mete en el coche y de pronto comienza a sonar una canción.
No..., no..., ¡que no me haga eso!
Yo sigo agachado, fingiendo que compruebo la presión de las ruedas de la moto, cuando siento que Kook se acerca de nuevo a mí y pregunta:
—Te gusta esta canción, ¿verdad?
No es que me guste, ¡me apasiona! Ed Sheeran y su Thinking Out Loud
—Sabes que sí —digo.
Kook, mi rubio, cogiéndome del codo, hace que me incorpore.
—¿Bailas conmigo, pequeño?
Ay..., ay..., ay..., ¡que caigo en su influjo! Y, negando con la cabeza, digo:
—No.
Pero él, que ya ha conseguido que mis ojos y los suyos conecten, no me suelta e insiste:
—Por favor.
Ay..., madre..., ay, madreeeeeeeeeeeeee, ¡que me pierdo!
Y, antes de que pueda decir nada más, mi rubio y grandote alemán me acerca a su cuerpo y, rodeándome con los brazos para hacerme sentir chiquitillo, murmura:
—Vamos, cariño, abrázame.
Su cercanía, su olor y el latido de su corazón hacen que cierre los ojos y, cuando siento su boca en mi frente, ya sé que estoy total y completamente perdido ante mi maestro.
En silencio bailamos la canción, mientras los perros  se sientan a contemplarnos en medio del garaje.
—Te echo de menos, Min —susurra Kook de pronto—. Te echo tanto de menos que creo que me estoy volviendo loco.
Su voz...
Su tierna voz tan cerca de mi oído hace que todas mis terminaciones nerviosas se pongan en alerta e, incapaz de no mimar al hombre al que adoro, subo mi sucia mano de grasa hasta su nuca y se la toco.
Al verme tan receptiva, mi amor me aprieta contra su cuerpo.
—Lo siento, pequeño.
Lo miro..., lo miro y lo miro. Cada vez me parezco más a él en cuanto a miraditas se refiere.
—Pídeme lo que quieras —dice entonces— y...
No puede decir más. La puerta del garaje se abre de repente y entra Victor.
El pobre, al vernos en ese plan, se queda como pegado al suelo con cara de circunstancias. Kook se apresura a soltarme y, al ver el apuro de ambos, pregunto con normalidad:
—¿Ya te vas a casa?
—Sí. Jeen se ha ido hace rato —responde Victor sin saber adónde mirar.
Asiento y, como si no pasara nada, paso junto a él y digo saliendo del garaje:
—Entonces, buenas noches, Victor.
Cuando, cinco minutos después, Kook entra en la habitación, cruzamos una mirada. La frialdad ha regresado de nuevo a mí. Vuelvo a controlar mi mente y mi cuerpo. el Min malote ha vuelto y, tras mirar el anillo que Kook dejó sobre mi mesilla con la esperanza de que me lo volviera a poner, siseo:
—No vuelvas a hacer lo que has hecho o me iré de esta casa.
 
Esa noche, Mel veía una película de acción tirada en el sofá vestida tan sólo con una camiseta y unas bragas.
La pequeña Sami y Peter dormían, y Leya estaba tumbada a sus pies.
Aburrida, cogió el móvil y vio la hora. Las diez y veinte. Tae había salido de cena con los idiotas del bufete. Se miró el anillo de compromiso que él le había regalado y resopló.
Todavía no le había contado las cosas que aquellos estúpidos le habían dicho. Cada vez que lo intentaba, terminaban discutiendo y, aunque su personalidad era fuerte y combativa, decidió callar.
Se mantendría alejada de ellos y de Louise para que Tae pudiera cumplir su sueño y asunto concluido.
Una hora después, justo en el momento en que la película acababa, la puerta de la casa sonó e, instantes después, Tae apareció y la saludó guiñándole un ojo.
—Hola, preciosa.
Ella sonrió, y el abogado, arrodillándose frente a ella, la besó en los labios, después le besó la tripa y, divertido, murmuró:
—Hola, pequeñín. Papá ya está aquí.
Al ver aquello, Mel volvió a sonreír. Desde que Tae sabía que estaba embarazada no podía estar más cariñoso. Al ver que tenía una mano tras la espalda, preguntó:
—¿Qué escondes?
Él se encogió de hombros y, tras sacar la mano, dijo enseñándole una cesta con fresas:
—Para ti, mi amor.
Mel soltó una risotada al ver aquello y, cuando fue a coger las increíbles fresas, él las retiró y, mirándola con guasa, murmuró:
—Parker, tenemos que hablar.
—Buenoooooooooooo —se mofó ella.
—Cariño, el embarazo lo ha cambiado todo — prosiguió él—, y no podemos esperar a septiembre, por lo que quiero una fecha.
Mel suspiró y protestó:
—Ya te han dado la tabarra en la cenita...
Al oír eso, Tae rio y respondió:
—No, amor. Estás equivocada. Esto es sólo algo entre tú y yo.
—Pero vamos a ver —protestó ella—, ¿pretendes que me case contigo siendo una bola?
Dispuesto a conseguir lo que pretendía, el abogado afirmó:
—Te quiero, y simplemente pretendo que te cases conmigo.
Mel no contestó.
Durante varios segundos se miraron en silencio, hasta que ella finalmente resopló y murmuró:
—No vas a parar hasta que te dé una fecha, ¿verdad?
—Verdad —asintió Tae—. Creo que esperar a septiembre ahora ya no es una buena idea.
Tenemos la documentación pertinente preparada desde hace meses, un amigo en los juzgados que nos reserva el día que queramos, y yo puedo organizar una preciosa luna de miel para los dos en París. ¿Te imaginas tú y yo caminando por los Campos Elíseos cogidos de la mano? —Mel sonrió y, a continuación, él musitó—: Ya he asumido que nunca vas a querer un bodorrio, por lo que estoy dispuesto a casarme contigo por el juzgado y en pantalones vaqueros; ¡hagámoslo!
La exteniente rio. Sin duda, él no iba a parar hasta conseguir su propósito y, dándose por vencida, y muerta de amor por el hombre que la adoraba y le hacía sus días maravillosos, claudicó:
—El 2 de mayo en el juzgado, pero sólo con la familia y los amigos más íntimos.
—De acuerdo —afirmó Tae con un hilo de voz.
—Íntimos..., íntimos... —aclaró Mel.
Al oír eso, el abogado la entendió a la perfección y sonrió.
Apenas faltaban diez días para la fecha; entregándole las fresas a la mujer a la que adoraba, Tae se sacó del bolsillo de la chaqueta del traje un sobre de chocolate a la taza y declaró:
—Vale, el 2 de mayo y sólo íntimos, ¡acepto!
¿Qué tal si lo vamos celebrando tú y yo?
Divertida, Mel se mordió el labio con sensualidad y luego, recuperando las fresas,
afirmó:
—Éste es mi James Bond.
Él la besó encantado. Los besos comenzaron a calentarse más y más a cada instante, por lo que Mel dejó las fresas sobre la mesita, se levantó y corrió hacia el baño de su habitación seguida de Tae. No quería despertar a Peter o a Sami, y
sabía que allí no los oirían.
Una vez hubieron cerrado la puerta del baño, Tae, excitado por la entrega de aquella mujer, le dio la vuelta colocándola de cara a la puerta y
murmuró mientras paseaba las manos por la cara interna de sus muslos:
—Voy a castigarte por traviesa.
A Mel le entró la risa.
Adoraba sus calientes castigos. Si por ella fuera, estaría castigada día sí, día también por su maravilloso abogado.
Tae cogió entonces el cinturón de su albornoz y, tras pasarlo por sus muñecas, las unió para después atarlas al colgador de la puerta donde estaban las batas.
Una vez el abogado sintió que la tenía sujeta y sin posibilidad de escapar, le besó la nuca, la coronilla y la espalda mientras ella susurraba gozosa:
—Sí..., no pares.
—Cariño..., no le haremos daño al bebé, ¿verdad?
Al oír eso, Mel soltó una risotada.
—Ningún daño —replicó—. Vamos..., no pares.
Los besos subieron de intensidad y él, acercando la boca al oído de ella, musitó:
—Estás embarazada. He de tener cuidado.
Acalorada y excitada, Mel contestó:
—No pares y olvídate ahora del embarazo.
Tae sonrió. Con complacencia, su boca siguió bajando, hasta que Mel la sintió sobre sus glúteos y él, divertido, le dio un mordisco. La exteniente chilló, se retiró y, volviendo el rostro a la derecha, lo miró a través del espejo y gruñó:
—¡Serás caníbal!
Tae sonrió y, sacando su húmeda lengua, la paseó por la cara interna de los muslos de Mel para hacerla vibrar mientras ella cerraba los ojos extasiada y murmuraba:
—No pares, caníbal..., sigue..., sigue.
Jadeante, la joven abandonó su cuerpo al placer. El calor ya la había tomado y, cuando vio que él se sentaba en el suelo, apoyaba la espalda en la puerta del baño y se metía entre sus piernas,
creyó que iba a morir de gusto, y más cuando lo oyó decir:
—Veamos qué tenemos por aquí.
Extasiada por no poder mirarlo a los ojos por la postura de él, Mel jadeó acalorada mientras ondulaba las caderas.
—Tae...
Sin darle un respiro, aquél posó las dos manos en las nalgas de ella y exigió bajándole las bragas:
—Eso es..., sí..., sí..., qué preciosidad.
Mel tembló. Toda ella temblaba ante lo que escuchaba mientras él le sacaba las bragas por los pies. Las grandes manos de Tae le agarraron con fuerza el trasero y, cuando sintió cómo su cálido aliento llegaba a su vagina, tiritó. Su aliento, su
roce, su morbosa intención la estaban volviendo loca y, en el momento en que su húmeda lengua la tocó, vibró sin control.
Sin descanso, el abogado comenzó a chuparla con deleite y sus jugos no tardaron en aparecer mientras él proseguía con desesperación y lascivia.
La respiración de Mel se aceleró como una locomotora y, hundiendo la cara entre los albornoces colgados de la puerta, jadeó, gritó y vibró mientras su amor continuaba su asolamiento y ella se entregaba totalmente a él.
El placer que Tae le ocasionaba era increíble, y el estar atada para él lo incentivaba.
Cuando Mel creyó que ya no podía más y que iba a explotar, aquel experto amante salió de debajo de sus piernas y murmuró en su oído:
—Míranos en el espejo.
Mel miró hacia la derecha y sus ojos chocaron mientras ella observaba cómo él, con un morbo y una sensualidad que dejaría a cualquiera fuera de órbita, se quitaba la camisa y ésta terminaba en el suelo. A continuación se abrió lenta y
pausadamente el botón del pantalón para después bajarse la cremallera y, tras sacar del interior del bóxer su impresionante erección, se la mostró con descaro y, con gesto serio y morboso, le preguntó:
—¿Estás preparada, traviesa?
La exteniente se movió agitada. No estaba preparada, ¡estaba preparadísima!
Tan caliente como ella, y sin apartar sus ojos azules del espejo donde se miraban, Tae comenzó a pasear su duro pene por las nalgas, los muslos y la vagina de Mel para hacerle sentir su fuerza y su poderío. Ella vibró. Lo que aquél hacía y lo que quería la enloquecían. Durante varios minutos, el jueguecito del abogado continuó, hasta que, sin hablar, colocó su pene en la más que humedecida abertura de ella y, lentamente, para no dañarla ni a ella ni al bebé, se hundió en su interior.
El bronco gemido de Tae ante el electrizante contacto no tardó en llegar, mientras ella se acoplaba a su amor. Permanecieron inmóviles unos segundos, hasta que Tae comenzó a mover las caderas muy despacio y luego sus movimientos se fueron acelerando. Mel apenas si podía moverse, él no se lo permitía. Sólo podía abrirse para él y dejar que se hundiera en ella una y otra vez, hasta que un grito de placer pugnó por salir de su boca y, para no ser oída en toda la casa, enterró la cara en los albornoces colgados.
Como el dueño y señor que era de la situación, Tae sonrió al oírla y murmuró:
—Sí..., así me gusta sentirte.
Mel, sujeta con el cinturón del albornoz al colgador de la puerta, cogió aire. No quería que aquello acabara. Le gustaba sentirse poseída por Tae y, deseosa de mucho más, durante un buen rato accedió a todos y cada uno de los deseos del
alemán mientras lo oía decir con la voz agitada contra su cuello:
—Sí..., córrete para mí.
Ella sonrió. Giró la cabeza de nuevo hacia su derecha y, rápidamente, la boca de Tae la atrapó y sus lenguas se hicieron el amor, mientras sus cuerpos no paraban de acoplarse una y otra vez con gusto y desesperación.
Ninguno quería acabar. Ninguno quería terminar.
Estaban seguros de que, si estuvieran solos en una isla desierta, vivirían continuamente bajo aquel influjo de placer y satisfacción. El calor inundaba sus cuerpos, ambos sabían que no podían retrasar más el momento, y entonces el clímax los tomó.
Cuando acabaron, ambos jadeaban. Sus ruidosas respiraciones se oían con fuerza en el baño. Luego, Tae la besó en el cuello y murmuró:
—Me vuelves loco, traviesa.
Mel asintió. Como pudo, se secó el sudor de la frente en los albornoces que tenía delante y musitó:
—Eres increíble, cariño. Increíble.
Feliz por ese comentario, que subía su autoestima como hombre, Tae terminó de
desnudarse. Abrió el cesto de la ropa sucia, tiró allí sus prendas y, cuando Mel vio que iba a meterse en la ducha, preguntó:
—¿A qué esperas para desatarme?
Con gesto divertido, el abogado abrió el grifo de la ducha y dijo:
—Estás castigada.
—¡Tae!
El alemán se metió bajo el chorro de agua.
—Te voy a dejar atada unas horitas por lo que has tardado en darme una fecha de boda.
Boquiabierta, ella lo miró a través del espejo, achinó los ojos y siseó:
—Ni se te ocurra. ¡Estoy embarazada!
Sin contestar, Tae se dio la vuelta y comenzó a enjabonarse mientras silbaba. Mel miró incrédula sus manos atadas al colgador de los albornoces y gruñó:
—¡Suéltame ahora mismo!
Pero, por toda respuesta, él cerró la puerta corredera de la ducha y continuó silbando.
A cada segundo más alucinada, la exteniente trató de desatarse, pero nada. Tae había hecho el nudo a conciencia.
La mala leche comenzó entonces a tomar su cuerpo.
¿A qué estaba jugando Tae?
Instantes después, Mel oyó cómo el agua de la ducha se cortaba, miró la puerta corredera y, cuando ésta se abrió y él salió empapado y fresquito, y no sudoroso como estaba ella, siseó:
—Te juro por mi abuela que, cuando me sueltes, te vas a tragar las fresas con el chocolate y el 2 de mayo se va a casar contigo ¡tu padre!
—Guauuu, ¡qué interesante! —se mofó él.
La exteniente dio un par de tirones al cinturón que la mantenía sujeta, con la mala suerte de que apretó aún más el nudo. Al verlo, Tae sonrió y, poniéndose a su lado, cogió la manija de la puerta y dijo:
—Me voy a la cama. Estoy agotado.
—Tae, ¡suéltame! —chilló ella.
Sin atender a razones, él le dio un rápido beso en los labios y, abriendo la puerta, añadió cuando ella tuvo que moverse a un lado:
—Buenas noches, mi amor. Esto te pasa por ser tan combativa.
Y, sin más, salió del baño, cerró la puerta y la dejó allí atada como a un jamón.
Gritar era inútil. Si lo hacía, despertaría a los niños, y eso era lo último que quería. Pensando estaba en aquello cuando la puerta se abrió de nuevo y Mel tuvo que moverse. Tae apareció y ella pataleó furiosa.
—Me has cabreado y me has cabreado mucho; ¡suéltame!
Tae sonrió. La miró con gesto guasón y, tan pronto como finalmente la soltó, al ver que ésta iba a darle un derechazo, la paró y, con voz cargada de erotismo, murmuró:
—Bien..., aquí está la fiera de mi niña.
—¡¿Qué?!
El abogado sonrió, la cogió entre sus brazos, la metió con él en la ducha y, sin darle opción a decir nada, susurró abriendo el grifo del agua:
—Vamos, fierecilla, hazme tragar las fresas con el chocolate, pero el 2 de mayo, por favor, cásate conmigo.
Sin poder enfadarse con él, Mel lo besó, lo empujó, hasta que su cuerpo dio contra la pared de la ducha y le enseñó qué clase de fiera era. ¡Faltaría más!__

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now