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En los servicios sociales, Tae rellenaba varios papeles mientras Mel, a su lado, le pasaba con cariño la mano por la espalda y murmuraba:
—Tranquilo, cariño. Estás haciendo lo correcto.
Tae asintió. Sabía que lo estaba haciendo pero, mirando a Mel, musitó:
—Como el chucho ese se mee en el coche por haberlo dejado solo, te juro Mel que...
—Que no, cariño, que Leya es muy buena. No pienses eso.
El inspector que había llevado todo el caso, una vez Tae le hubo dado los papeles firmados para entregárselos a la mujer de los servicios sociales, los miró y dijo:
—El chico estará aquí dentro de cinco
minutos. Una patrulla puede acompañarlos a casa del muchacho para recoger lo que el crío necesite.
La casa es de alquiler, y el propietario ya ha reclamado las llaves, que le serán entregadas dentro de dos días. Todo lo que dejen allí irá a la basura, díganselo al niño.
—De acuerdo —afirmó Mel tomando nota al ver aparecer a Peter al fondo, sonrió y, sin saber por qué, fue hacia él.
El inspector y Tae se quedaron mirando el abrazo que aquellos dos se daban, y el policía cuchicheó:
—Si ese muchacho les roba o les da el más mínimo problema, no dude en ponerse en contacto conmigo. No sería ni el primero ni el último que causa estragos una vez entra en su nueva casa.
Tae asintió y, consciente de que aquel muchacho era ahora su responsabilidad, indicó:
—Espero no tener que llamarlo. Tae los observó mientras se acercaban. Él
era una persona afectuosa con los demás y, finalmente, tendiéndole la mano, el muchacho se la estrechó y, tras estrechársela también al inspector, este último dijo:
—Pórtate bien, Peter, y no te metas en líos, ¿entendido?
El crío asintió con la vista fija en el suelo. La mirada de Tae lo acobardaba.
Una vez el inspector se marchó, el abogado miró bloqueado a Mel, que lo observaba, y finalmente fue ella la que dijo:
—Venga. Vayámonos de aquí.
Un par de minutos después, cuando salían de la comisaría y Mel le explicaba al crío que tenían que ir a su casa a sacar lo que él quisiera, éste replicó:
—Pero yo tengo una casa, no necesito ir a la suya.
Tae se disponía a contestar, pero Mel se le adelantó:
—Escucha, Peter, eres menor de edad y los menores no pueden vivir solos.
—Pero yo sé cuidarme. Mi abuelo me enseñó. No necesito a nadie.
Conmovida, Mel miró a Tae a la espera de que dijera algo pero, al ver que no lo hacía, añadió:
—Estoy convencida de que tu abuelo te enseñó muy bien, Peter, pero sólo tienes dos opciones: o ir a un centro de menores o venir con nosotros, y te
aseguro —dijo guiñándole un ojo— que con nosotros estarás muy bien. Tenemos una habitación preciosa para ti y para Leya, y la podrás decorar como tú quieras.
El crío miró a Tae en busca de una señal de que estaba de acuerdo, y entonces él, para echarle una mano a Mel, dijo:
—Peter, el propietario de la casa donde vivías con tu abuelo ya la ha reclamado y hay que devolvérsela. Si, cuando estés con nosotros, no te encuentras cómodo por las circunstancias que sean, podrás hablar con servicios sociales e irte. Te lo aseguro.
—¿Me lo promete?
—Te lo prometo —le aseguró él.
Al llegar frente al coche, Tae le dio al mando y Mel exclamó abriendo la puerta:
—¡Sorpresa!
Leya salió enloquecida del interior del vehículo y se tiró sobre el muchacho. Al verla, Peter la abrazó mientras Mel y Tae eran testigos de cómo aquellos dos se adoraban.
Cinco minutos después, cuando la perra se tranquilizó, subieron al coche. Tae miró el asiento trasero, donde el animal había esperado, y, tras comprobar que todo estaba en orden, dijo:
—Muy bien, Leya. Te has portado muy bien.
Al oír eso, el muchacho replicó:
—Señor, yo mismo he educado a Leya, y le aseguro que sabe comportarse.
El abogado asintió y, observando al animal, de pelos descolocados y estatura media, preguntó:
—¿De qué raza es?
—No lo sé. El abuelo la encontró una noche cuando era una cachorrita y la trajo a casa.
—¿Y cuántos años tiene Leya? —preguntó Mel interesada.
—Tres.
Poco después, mientras circulaban por Múnich, Mel dijo para romper el silencio:
—¿Sabes, Peter? Sami tenía una mascota. Era un hámster llamado Peggy Sue, pero se murió hace unos meses, y ni te imaginas el cariño que se tienen ya Leya y ella.
Peter asintió mirando por la ventanilla. No tenía la menor duda de ello.
Cuando llegaron al barrio del chaval, Tae miró a su alrededor, levantó la cabeza y observó la ventana del segundo piso que había a su derecha.
Allí había vivido su infancia y su adolescencia.
No había regresado a aquella zona tras marcharse con su padre y su hermano. Consciente de lo que pensaba, Mel le preguntó:
—¿Estás bien, cariño?
El abogado asintió y, siguiendo a los policías que ya los esperaban allí y al muchacho, caminó hasta entrar en el portal. Una vez el niño hubo sacado unas llaves de su bolsillo, abrió la puerta y, mirándolos, dijo:
—Pueden pasar.
Los agentes entraron y después lo hicieron Mel y Tae. La casa era pequeña, apenas tendría cuarenta metros cuadrados, pero se la veía limpia.
La perra corrió a beber agua a un cazo que había en la cocina y Mel, mirando al niño, le indicó:
—Mete en una mochila o en una maleta todo lo que necesites.
El crío no se movió.
—¿Y qué pasará con lo que deje aquí? — preguntó.
Al oírlo, Tae respondió:
—Como te he dicho, el propietario de la casa la ha reclamado, y todo lo que te dejes aquí, una vez le entreguemos las llaves al dueño, será suyo.
El niño negó con la cabeza, miró a su alrededor y murmuró:
—El abuelo y yo no teníamos muchas cosas,
pero hay algunas que me gustaría conservar. A Mel le tocó el corazón oír eso. Aquel muchacho necesitaba sus recuerdos; entonces Tae dijo:
—Guarda ahora en una mochila lo que necesites. Mañana contrataremos a alguien que venga a recoger todo lo que quieras y veremos dónde podemos colocarlo, ¿de acuerdo?
Rápidamente el crío se movió y, tendiéndole la mano, como aquél había hecho en la comisaría, murmuró:
—Gracias, señor..., gracias.
Mel miró a Tae emocionada, y éste, tras suspirar, cogió la mano del chico y, después, tocándole con la otra la cabeza, musitó:
—De nada, Peter.
Recuperados de aquel contacto, el muchacho se separó de él y entró en un cuarto que había a la derecha mientras Mel observaba a su alrededor.
Siguiendo al crío, Tae se apoyó en el quicio de la puerta y miró con pesar aquella triste habitación y su minúsculo ventanuco.
El lugar era pequeño y, sobre una vieja mesa que ocupaba más de la mitad de la estancia, había un monitor y varias torres de ordenador tuneadas.
Desde la puerta, y mientras Peter metía algo de ropa en una mochila, preguntó:
—¿Desde aquí pirateabas mi página web?
El chico paró de hacer lo que hacía y, mirándolo, afirmó:
—Sí.
Tae asintió. De pronto vio una foto sobre la mesilla. En ella reconoció a Katharina sonriendo con un Peter más pequeño y, sin quitarle ojo, preguntó:
—¿Y por qué lo hacías?
El niño torció el gesto, se encogió de hombros y respondió:
—Porque estaba enfadado con usted. Sé que mi madre nunca le habló de mí y usted no sabía de mi existencia, pero yo estaba enfadado.
—¿Y ya no lo estás?
—No. Ya no.
—¿Por qué ya no?
El crío volvió a mirar a Tae durante unos segundos y finalmente respondió:
—Porque, a pesar de que no le gusto, ni le gusta mi perra, me está ayudando y no me está dejando tirado en la calle como pensé que iba a hacer cuando supiera usted de mí.
Su respuesta tocó directamente el corazón del abogado, y se sintió tan mal que no supo responder. Si alguien había luchado porque aquello no ocurriese había sido Mel. Si ella no se hubiera empecinado en llevarse a la perra a casa y obligarlo a hacerse las pruebas de paternidad, Tae no sabía qué podría haber ocurrido.
Estaba abstraído en sus pensamientos cuando el crío preguntó:
—Señor, me gustaría llevarme mis ordenadores.
El abogado miró lo que le señalaba y, todavía bloqueado, asintió.
—Por favor, Peter, llámame Tae —dijo, e intentando ser amable, añadió—: Si no lo haces, tendré que llamarte yo a ti también señor y será muy incómodo, ¿no crees?
El muchacho sonrió. A Tae le gustó ver la risa cuadrada que se le formaba, tan parecida a la suya
—Mañana regresaremos y nos los llevaremos, ¿vale? —contestó.
Veinte minutos después, abandonaron la casa, se despidieron de los policías que los habían acompañado y se dirigieron hacia su hogar. Una vez aparcaron el vehículo en el interior del garaje, al bajarse, Peter sujetó con la correa a su mascota y ordenó:
Leya, siéntate.
La perra obedeció inmediatamente y Mel, cogiendo la mochila con ropa del chaval, dijo:
—Vamos, Peter, subamos a casa.
Al entrar en la espaciosa casa, el niño, que no soltaba al animal, se sintió intimidado. Allí todo era nuevo y moderno, nada que ver con su hogar, donde todo era viejo y de épocas pasadas. Para que se familiarizara con el lugar, Mel le enseñó la casa mientras Tae se dirigía a la cocina. Estaba sediento.
Cuando Mel llegó junto a Peter y Leya al cuarto de invitados, dijo al entrar:
—Y ésta será tu habitación. ¿Qué te parece? Peter la miró sorprendido. Era enorme. Tenía un ventanal por el que entraba el sol, una cama grande y un armario inmenso. Al ver que el muchacho no se movía ni decía nada, Mel le
aclaró:
—Por supuesto, podrás decorarla a tu gusto. Compraremos una mesa de ordenador, cambiaremos las cortinas y... —¿Por qué eres tan amable conmigo y con Leya?
Esa pregunta la pilló por sorpresa, pero Mel respondió:
—Porque me gustas, como me gusta Leya.
—Tae no está contento, ¿verdad?
Ella miró al muchacho. Se apenó por ese comentario pero, segura de lo que decía, afirmó:
—Te equivocas, Peter. Tae está muy contento pero no sabe cómo demostrarlo. Yo lo conozco muy bien, y te aseguro que está deseoso de conocerte. Sólo le hace falta tiempo. Dáselo y verás como todo sale bien.
—Gracias —dijo él mirándola. Mel sonrió.
—No me des las gracias y haz que todo esto merezca la pena. No te conozco, pero algo en tu mirada me dice que eres buen chaval, a pesar de tus pelos en la cara, tu ropa tres tallas más grande y, por supuesto, los quebraderos de cabeza que le has ocasionado a Tae con lo de su página web.
Peter sonrió y Mel añadió:
—Coloca tu ropa en el armario. Cuando termines, estaré en la cocina con Tae.
Una vez ella se hubo marchado, Peter se sentó en la cama. Aquel lugar era el paraíso. El hogar con el que siempre había soñado y que nada tenía que ver con lo que había vivido. Su abuelo, a pesar de haberle dado un techo, nunca había
podido ofrecerle esas comodidades.
Tocó la colcha con mimo. Era suave, extremadamente suave y, mirando a Leya,
preguntó:
—¿Qué te parece?
La perra se tumbó en el suelo de madera oscura y Peter sonrió.
—A mí también me parece un lugar increíble
—dijo.
Cuando Mel llegó a la cocina, Tae, que estaba apoyado en la encimera, la miró y preguntó:
—¿Qué vamos a hacer con él?
Ella se le acercó, le quitó la cerveza que tenía en las manos y dio un trago.
—De momento, darle de comer —respondió —. Estoy convencida de que el muchacho tiene hambre.
—Mel... —protestó Tae bajando la voz—.
No estoy de cachondeo. Te estoy hablando en serio. Ese chico es mi hijo, y no sé qué voy a hacer con él.
Devolviéndole la cerveza, ella le dio un beso en los labios y añadió:
—Yo también estoy hablando en serio, y creo que lo primero que tenemos que hacer es conseguir que confíe en nosotros...
—Mel, ¡¿quieres centrarte y ver la realidad?!
Joder..., no sabemos quién es ese muchacho, ni qué le gusta, ni si tiene algún tipo de adicción...
—Tranquilízate..., hazme caso.
—Joder, si tenía poco con lo de no estar casado contigo, encima ahora esto.
Al oírlo decir eso, Mel lo miró y preguntóarrugando el entrecejo:
—¿Estás hablando del puñetero bufete? —
Tae no respondió, pero ella, consciente de que era así, añadió—: Pero, vamos a ver, ¿desde cuándo otros dirigen tu vida?
Tae, al entender lo que ella quería decir, replicó:
—Odio que lo llames «puñetero bufete», y mi vida la dirijo yo, pero me jode que surjan problemas.
—¿Peter, Sami y yo somos un problema?
Al oír eso, el abogado la miró y, suavizando el gesto, matizó:
—No, cielo. Pero entiende que...
—Entiendo más de lo que quieres hablar conmigo y me permites decir a mí. Pero sabes lo que pienso de ese bufete y de sus absurdos requerimientos para pertenecer a él, y si el hecho de que Peter esté en nuestras vidas les molesta,
¡que se la machaquen con dos piedras!
—Parker... Podrías ser menos desagradable. La exteniente puso los ojos en blanco. En ocasiones olvidaba que su novio era un fino y afamado abogado de Múnich.
—Vale, 007, mi comentario ha estado fuera de lugar para tus delicados oídos —replicó—, pero que conste en acta que los sé decir aún peores.
—¡Mel!
Ella sonrió al ver su gesto. Al final, Tae se vio obligado a sonreír también y preguntó:
—¿No piensas que quizá la llegada de ese chico sea una mala influencia para Sami?
Mel suspiró. Sabía que tenía parte de razón, pero recordando el modo en que Peter había tratado siempre a Sami, respondió:
—¿Por qué eres tan negativo y no intentas ver lo bueno? ¿Por qué no te relajas y tratas de averiguar a qué colegio va, quiénes son sus amigos, qué cosas le gustan y...?
—Porque mi profesión me hace ser cauto en temas así.
La exteniente sonrió.
—Mira, Tae —dijo—, por mi trabajo, cuando iba a Afganistán, siempre tenía que estar alerta en relación con quién pudiera acercarse a mí con una granada de mano, pero lo que nunca perdí fue la humanidad. Eso es lo único que tienes que
utilizar ahora con Peter, tu humanidad, para que él vea que le estás dando una oportunidad. El mayor, el adulto eres tú, y eso nunca... nunca debes olvidarlo.
Sorprendido por su positividad, el abogado asintió.
—Me tienes entre maravillado y asustado.
—¿Por?
Y, cogiéndola por la cintura para acercarla a él, murmuró:
—Porque me estás demostrando una faceta tuya que no conocía frente al adolescente melenudo con pinta de rapero del Bronx. Vale, está claro que ese muchacho es mi hijo, pero no puedes obviar que no lo conocemos y que nos puede robar, atacar por la noche o incluso...
—Pero ¿qué estás diciendo? —dijo Mel riendo.
—Yo no me río, cariño. Te lo estoy diciendo muy en serio. Tiene la misma edad de Mike, y mira los quebraderos de cabeza que éste les está dando a kook y a Jimin.
Mel asintió. Sabía que en el fondo Tae llevaba razón, pero se negaba a creerlo.
De pronto oyeron un ruido, miraron a su derecha y vieron a Peter cruzar sigilosamente el pasillo con la perra. Tae se apresuró a soltar a Mel y, mirándola, murmuró:
—Como se le ocurra robarnos algo, sale de casa inmediatamente, por muy hijo mío que sea.
—Tae... —protestó ella.
—Pero ¿adónde va? —cuchicheó aquél.
—No lo sé, pero deja de ser mal pensado — replicó Mel.
En silencio, lo siguieron y, al llegar al salón, vieron que Peter estaba parado mirando unos cómics de la librería. Al percatarse de su presencia, el crío se volvió y dijo:
—Tae, me gusta tu colección de Spiderman, ¡qué pasada! Mamá siempre me decía que te gustaban mucho esos cómics. Yo tengo varios en mi casa. Ya te los enseñaré.
El abogado se acercó hasta el chico y, sin saber por qué, sacó un ejemplar y explicó orgulloso:
—Comencé mi colección en los años ochenta. Mi padre me los compraba, y este ejemplar precisamente es el número uno del Asombroso Hombre Araña.
—Guauuu, ¡qué flipe! —exclamó el muchacho.
Mel y Tae se miraron y, sonriendo, este último dijo poniendo el cómic en las manos del crío: —Puedes leerlos si quieres.
Peter retiró rápidamente las manos y Tae insistió:
—Cógelo.
—No.
La rotundidad de su tono hizo que Tae clavara la mirada en él y preguntara:
—¿Por qué no quieres cogerlo?
El muchacho lo pensó.
—Porque no quiero que se rompa y cargar luego con las culpas. Si algo así ocurriera, no tengo dinero para pagártelo.
Al oír eso, a Tae se le descongeló un poquito el corazón.
—Escucha, Peter —dijo—, coge los cómics siempre que quieras. La única condición que te pongo es que los cuides y después los guardes en su sitio y por su orden.
El muchacho miró aquello maravillado como si de un tesoro se tratara y, cogiendo el cómic que el abogado le tendía, cuchicheó:
—Gracias.
Al ver su gesto de satisfacción, Tae sonrió, y Mel pensó en su amigo Robert. Sin duda estaría sonriendo desde el cielo y diciéndole: «Mel, no t arrepentirás».
 
 
 
 
 
 
 
 
Aburrido estoy viendo la televisión cuando Mel me llama para decirme que
Peter ya está en casa y que él y Tae llevan horas sentados en el salón hablando de cómics.
Estoy encantado. Saber que aquello comienza con buen pie es genial.
Antes de colgar, mi amiga me pide que les guarde el secreto y no vaya a decirle nada a Klaus. Quieren esperar unos días antes de darle la noticia. Yo se lo prometo y, finalmente, Mel me pide que los acompañe cuando vayan a hacerlo.
Acepto gustosamente.
No me lo perdería por nada del mundo. Una vez cuelgo, decido llamar a mi padre.
Tengo ganas de hablar con él, y no me sorprende cuando oigo la voz de mi sobrina Hana, que me saluda:
—Hola, titoooooooooooooooooooo.
Sonrío. Ella me hace sonreír.
—Hola, mi niña. ¿Cómo va todo?
—Pues mira..., jodida pero contenta. ¡He roto con el atontado de mi novio!
No esperaba esa contestación y, sin saber realmente qué decir, respondo:
—Vaya, lo siento, Hana...
—No lo sientas, tito. Colorín, colorado, de otro ya me he enamorado.
Durante un buen rato, mi sobrina me cuenta sus cosas con total tranquilidad mientras yo, ojiplático, asiento, asiento y asiento. Está claro que, si le digo algo que no quiere oír, dejará de comentarme todas esas cosas, por lo que me limito
a escuchar y a asentir.
—Y ¿sabes?
—¿Qué?
—La semana que viene, Juan nos va a llevar a corea a mí y a mis amigas Chari y la Torrija a ver a los ¡BTS! ¿Cómo te quedas?
Sé cuánto le gusta a mi sobrina ese grupo que causa furor entre todas las adolescentes, y no tan adolescentes, y sonriendo afirmo:
—¡Genial! Me parece genial.
—Oye, tito. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro, cielo, dime.
—¿Es cierto que Tae y Mel han metido a un indigente en su casa?
—¡¿Qué?! —pregunto sorprendido.
Vamos a ver. Mi sobrina está en corea y nosotros estamos en Múnich. ¿Cómo ha podido volar tan rápida la noticia hasta allí? Y, sobre todo, ¿cómo ha podido llegar esa mentira? Pero, intentando ser lo más discreto posible, pregunto:
—¿Quién te ha dicho eso?
—Jackie Chan
—¡¿Mike?!
—Sí, tito. Hace un rato me lo ha cotilleado por un privado en Facebook.
Sin respiración, escucho lo que mi sobrina me cuenta. Nunca he dicho nada de ese perfil de Facebook que Mike se abrió. He mantenido el secreto para no desvelar que Hana, en cierto modo, me informa de muchas cosas.
—¿Él te ha dicho eso? —pregunto entonces.
—Sí. Y, oye, ¿cómo es ese indigente?
Molesto y enfadado porque el atontado de mi hijo diga cosas así, replico:
—Lo primero de todo, Hana, es que Peter no es un indigente. Es un niño de casi quince años que vivía con su abuelo y que, al morir éste, se quedó
solo. Por tanto, eso de...
—Sí, ya sabía yo que Mike se pasaba —oigo que suspira ella—. Desde que se echó ese novio y esos amigos, no es el mismo.
Al oír que mi sobrina dice eso, me pongo en alerta y, olvidándome de Peter, pregunto:
—¿Qué sabes de ese novio y de sus amigos?
—La verdad es que poco, tito, empezando porque no entiendo bien el alemán y ellos escriben en ese idioma en Facebook... Pero con ver las fotos que publican y ciertos comentarios que traduzco con el traductor de Google, sé que no son
nada buenos.
Durante un rato hablo con mi sobrina, hasta que mi padre le reclama el teléfono. Vaya dos. Finalmente, gana mi padre la partida y murmura:
—Hay que ver la guasa y el arte que tiene la jodía de la niña.
Sonrío. Mi padre y mi sobrina juntos son la bomba.
—Venga, papá —replico—, si te mueres porque los tenga.
Él suelta una carcajada.
—Me encanta que todas mis niñas tengan arte y guasa.
La positividad y el buen humor de mi padre rápidamente me recargan las pilas. Hablo con él de Mike y, como siempre, me da buenos consejos. Sobre Kook y lo mucho que discutimos últimamente no digo nada. Sé que eso lo va a preocupar, y no quiero. Así pues, me habla de Mike y yo escucho todo lo que él tiene que decirme.
Cuando, media hora después, cuelgo el teléfono, siento la necesidad imperativa de hablar con Mike. Tras asegurarme de que está en su habitación, subo, llamo a la puerta y entro pasando frente a su cara de perdonavidas.
—¿Qué quieres? —me pregunta.
Mal..., mal..., comenzamos muy mal. Pero, sin dejarme llevar por su desidia, me siento en la cama y digo mirándolo:
—Creo que tenemos que hablar, ¿no te parece?
—El crío me mira, no sabe de qué hablo, y entonces añado—: ¿Qué es eso de que Tae ha metido a un indigente en su casa?
Mike arruga el entrecejo y farfulla:
—Maldita chivata tu sobrinita.
¡¿«Tu sobrinita»?!
Hasta hace cuatro días, Hana era una de sus mejores amigas. Sin decir que yo también ojeo de vez en cuando ese perfil, me dispongo a protestar
cuando él añade:
—Me parece fatal que la niñata tenga que...
—No es una niñata, es tu prima. Alguien a quien tú querías mucho.
El crío me mira. En un primer momento no dice nada, pero luego prosigue:
—Decía que me parece fatal que te vaya con el cuento de lo que le digo, además de que...
—Peter no es un indigente —aclaro—. Es un niño al que se le murió la madre, se fue a vivir con el abuelo y, al morir también éste, se quedó solo, pero no es un indigente.
Mike sonríe. Su expresión no me gusta cuando dice:—
Según me ha dicho mi padre, ese chaval vivía en un mal barrio que...
—No sé qué te ha dicho tu padre —lo corto furioso—. Pero ese muchacho vivía en un barrio de Múnich, como yo viví en un barrio de Busan. — Y, enfadado, añado—: No todos hemos tenido la suerte de nacer en una familia con dinero como tú.
El descarado del niño sigue mirándome con un gesto que no me hace ni pizca de gracia y, antes de salir de la habitación, lo miro y digo:
—¿Sabes? Por lo que me han contado, Peter tiene cosas que tú no tienes, a pesar de haberte criado entre algodones y de haber estudiado en los mejores colegios. Y esas cosas se llaman educación y sensatez. Ese muchacho, al que seguramente le ha faltado todo lo que a ti te ha sobrado en esta vida, es...
—Corta el rollo y no me marees.
Oírlo decir eso me subleva y, furioso, siseo:
—Me da igual lo que diga tu padre. Pienso llevarte al psicólogo o a donde haga falta para que...—
No. No iré al psicólogo —me reta.
Me muerdo la lengua, mejor me la muerdo. Luego, añado:
—Cuando venga tu padre hablaremos del tema.
Y, así, sin darle la oportunidad de decir nada más, salgo de la habitación o, como esté allí más rato, le voy a soltar un sopapo al colega que lo va a flipar. Pero ¿de qué va?
Una hora después, Kook llama para decir que llegará tarde.
Me enfurezco pero, como no tengo ganas de discutir también con él, asiento, me callo y, una vez termino de cenar sola en el comedor, puesto que Mike se ha negado a cenar conmigo, subo a mi habitación y recibo un wasap de Hana:
 
 
Que sepas que Mike me acaba de bloquear en Facebook. ¡Un mojón para él!
 
 
Boquiabierto, miro el mensaje. Estoy por ir a su habitación, pero desisto. Si lo hago tendremos movida, y no quiero tenerla a estas horas.
Finalmente me tumbo en la cama y me duermo antes de que Kook llegue. Casi que es lo mejor.
Al día siguiente, cuando salgo del trabajo, voy a casa de Mel y Tae. Quiero conocer a Peter. Al llegar, me impacta, pero más me impacta
comprobar la educación y el saber estar que tiene el chaval. Mel no ha exagerado. Tenía razón.
Efectivamente, lleva el pelo demasiado largo para mi gusto, la ropa que usa es enorme, pero sus modales son impecables. Vamos, que una vez más la vida me demuestra que el dinero no lo da todo, y menos la educación.
Después de trabajar, Kook viene también, y terminamos cenando los cuatro con el muchacho y con Sami, que nos demuestra a todos que ella, sin lugar a dudas, es la reina de la casa y está encantada con Peter y con Leya.
Cuando Kook y yo regresamos a casa en el coche, saco el tema de Mike y lo que éste le comentó a mi sobrina, y él se apresura a quitarle importancia. Según Kook, son cosas de chavales.
Según yo, es algo con muy mala leche. Hablo del psicólogo y es mencionarlo y comenzar a discutir. Como siempre, si yo digo blanco, él dice negro, y al final tengo que tomar la determinación de callarme. Kook se niega tanto como Mike a que éste vaya a un psicólogo.
¡Malditos Jeon!
Una semana después, tras una mañana en la que apenas he visto a Kook y cuando me he cruzado con él en la oficina apenas me ha mirado, le mando un
mensaje para saber si lo espero para ir a casa de Mel y Tae. Esa tarde le van a dar la noticia a Klaus.
Mi teléfono suena. Es un mensaje suyo:
 
 
Ve tú. Tengo trabajo. Yo iré después.
 
 
Trabajo..., trabajo, ¡siempre el trabajo! Sin ganas de polemizar, voy a casa de mis
amigos y me dedico a tranquilizar a Tae. Está nervioso por la noticia que tiene que darle a su padre, aunque lo veo feliz con Peter. Sin duda, el muchacho sabe cómo metérselo en el bolsillo, y viceversa.
Con curiosidad, observo cómo se hablan y rápidamente me doy cuenta de la complicidad que se ha creado entre ellos. Me siento encantado
cuando Mel se acerca a mí y cuchicheo:
—Por lo que veo, todo genial entre ellos, ¿verdad?
Mel mira a aquellos dos, que hablan con tranquilidad sentados a la mesa, y responde:
—Ni en el mejor de mis sueños me imaginé que Tae lo pondría todo de su parte, ni que ese chaval fuera tan sensato.
Los dos sonreímos y omito contarle lo que el tonto de mi hijo piensa de Peter.
—Toma una coca-cola —dice Mel—. Beberemos algo mientras viene Kook.
Con satisfacción, la cojo y, mientras la bebo, me fijo en cómo Tae y el chiquillo se comunican. Está más que claro que tanto el uno como el otro están poniendo todo lo que pueden de su parte, y eso me gusta tanto como sé que les gusta a ellos.
A pesar del disgusto inicial de Tae al enterarse de su existencia, noto la admiración que siente hacia el chico. Me lo dice su mirada, y cómo lo habla y lo cuida. Es una pena que Tae no hubiera conocido a Peter de pequeño, pero me
alegra saber que va a ser un gran padre el resto de su vida.
Mientras los cuatro hablamos en el salón, llega Bea, la chica que cuida de Sami y, tras escuchar las indicaciones que Mel tiene que darle, se va al colegio a por ella.
Miro mi reloj. Kook se está retrasando pero, de pronto, suena el móvil de Tae y éste se separa unos metros de nosotros para responder. Cuando
regresa, dice:
—Era Kook. Se le ha presentado un problema en la oficina y dice que irá derecho al restaurante de mi padre.
Asiento. No digo nada. Kook y sus problemas en la oficina. Y, olvidándome de ello, cojo a Peter del brazo como antaño hacía con Mike y los cuatro salimos de la casa. Tenemos que ver a Klaus.
Al llegar al bar restaurante, a pesar de que intenta hacernos ver que está tranquilo, veo que Tae está realmente nervioso. Por ello, mientras Mel y Peter hablan junto al coche, me acerco y le digo:—
¿Qué tal si entras tú solo y lo hablas con tu padre? —Mi amigo lo piensa y yo insisto—:
Tae, la noticia puede afectarle. Creo que deberías hablar primero tú con él para darle tiempo a que reaccione a su manera y, una vez sepa de la existencia de Peter, si ves que se lo toma de buen grado, hacer entrar al chaval.
Tae se toca la cabeza, piensa en lo que le he dicho y asiente.
—Tienes razón. Es mejor hacerlo así.
Mel y Peter se acercan a nosotros y, al ver que Tae está como bloqueado, explico:
—Tae va a entrar primero para hablar con su padre y después nos enviará un mensaje para que entremos nosotros, ¿les parece bien?
Mel nos mira. Eso supone un cambio de planes, pero entonces el muchacho dice,
demostrándonos una vez más su madurez:
—Es una buena idea. Creo que es mejor que se lo cuentes a solas y, si me quiere conocer, yo estaré encantado de entrar.
Tae pone entonces la mano en el hombro del chico y dice:
—Tardaré pocos minutos. Te lo prometo.
Peter está conforme, y Mel, cogiendo la mano de Tae, murmura:
—Te acompañaré.
Yo asiento, cojo a Peter y, mirando un bar que hay enfrente, indico:
—Vamos. Te invito a una coca-cola.
Cuando Tae y Mel se marchan, el chaval los mira y, sin decir nada, nos dirigimos hacia aquel bar. Allí, con tranquilidad, hablamos de música y
me sorprendo al ver que su gusto musical es el
mismo que el de Mike. Estamos ensimismados en la conversación cuando, a los pocos minutos, mi móvil suena y, mirándolo, digo:
—Muy bien, chavalote, ¡tenemos que entrar!
Peter se levanta y, sin dudarlo, coge mi mano.
Eso me gusta. Siento que soy importante para él y, tras guiñarle el ojo, salimos del local y entramos en el del padre de Tae. Mel nos espera en la puerta y, con una sonrisa, dice:
—Están en el despacho.
El gesto de Mel me hace saber que todo ha salido como esperaban. Klaus es un hombre que siempre se toma la vida como le viene y, al abrir la puerta del despacho, siento cómo éste clava los ojos en Peter y, abriendo los brazos, dice:
—Muchacho, ven con tu abuelo.
Me emociono. Soy así de blandito y de tonto y, entre risas y lloros, Mel y yo nos secamos las lágrimas.
¡Qué momento tan bonito acabamos de vivir, y el memo de Kook se lo ha perdido!
Miro de nuevo el reloj. De pronto suena mi teléfono y, al ver que es él, como estoy feliz por los acontecimientos, murmuro encantado:
—Vaya..., vaya, mi rubio preferido. ¿Me has leído el pensamiento?
—¿Por qué?
Sonrío como un tonto mientras observo a Klaus hablar con su nieto y a Mel y a Tae besándose y respondo:
—Estoy con Klaus, ya ha conocido a Peter y ha sido precioso, porque...
—Cariño —me interrumpe—. No puedo entretenerme. Estoy en el aeropuerto y salgo para Edimburgo ahora mismo.
—¡¿Qué?!
¿Cómo que se va a Edimburgo?
Pero, antes de que yo pueda decir nada más, Kook prosigue:
—Hay un problema en la delegación de Edimburgo y he de viajar allí. Imagino que
regresaré dentro de un par de días. —Al ver que no digo nada, Kook, que me conoce muy bien, insiste—: Cariño, me apetece este viaje tan poco como a ti, pero he de ir.
La sonrisa ha abandonado mi cara. No tengo ganas de reír.
—¿Has pasado por casa? —digo.
—No. No he tenido tiempo. Gerta me ha hecho una pequeña maleta con ropa que tengo en la oficina. Un traje y un par de camisas. No necesito más. Vale. Que Gerta le haga la maleta a mi marido me toca la moral, por lo que le pregunto a
bocajarro:
—¿Ella te acompaña?
El resoplido de frustración que oigo a través del teléfono me hace saber lo mucho que lo joroba que le pregunte eso.
—Min..., por el amor de Dios —dice—, es trabajo. Ha surgido un imprevisto y tengo que ir. Cierro los ojos y asiento. Tiene razón. No debo ser tan pesadito con el temita de los celos, e intentando razonar, murmuro:
—Lo sé, Kook. Mándame un mensaje cuando aterrices en Edimburgo, ¿de acuerdo?
—min..., te quiero —dice en un tono bajo para que nadie lo oiga.
—Yo también te quiero.
Y, sin más, corto la comunicación.
Al ver mi gesto, Tae y Mel rápidamente vienen hacia mí.
—Kook se va en este instante a Edimburgo — explico.
Mis amigos saben lo que pienso y, abrazándome, dicen:
—Pues entonces, llama a Jeen y dile que vas a cenar con nosotros.
Asiento y sonrío. Es lo mejor que puedo hacer. Esa noche, cuando llego a casa, tras saludar a los perros, subo a ver a los niños. Todos duermen, incluido Mike.
Entro en mi habitación y de repente me parece enorme. Cuando Kook no está, todo es enorme en esta casa. Pero, como no quiero pensar en nada, me desnudo y me pongo una camiseta. Odio los pijamas.
Sin sueño, cojo el libro que tengo en la mesilla y comienzo a leer cuando suena mi móvil. Un mensaje. Kook.
 
 
¿Estás despierto?
 
 
Rápidamente respondo:

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