37

1.8K 207 0
                                    


¡Viva corea! ¡Y viva Busan!
He llegado a mi tierra y, en cuanto bajo del jet y veo a mi padre esperándome con mi sobrina Hana, sonrío y corro hacia ellos. Necesito su abrazo. Los necesito.
—Mi lobito ya llegó —murmura mi padre cuando me abraza feliz.
Su abrazo lleno de amor y seguridad me hace sentir bien. Eso es lo que preciso para coger fuerzas.
—Ofú, tito, pero qué delgado estás.
Me separo de mi padre, abrazo a la locatis de mi sobrina Hana, que ya es toda una mujercita, e intentando sonreír, cuchicheo:
—A ver si te crees que sólo tú quieres estar guapa en esta vida.
Hana me abraza hasta que ve a mis niños y, soltándome, corre hacia ellos. El pequeño Kook se coge a su cuello. Adora a Hana, mientras Emily, en los brazos de Pipa, los mira. Minutos después, cuando todos estamos en el coche de mi padre, sacó el móvil y escribo:
 
 
 
Ya estamos en Busan.
 
 
 
No pasan dos segundos cuando Kook responde:
 
 
 
 
Te quiero y te echo de menos.
 
 
 
Leer eso me emociona, y mi padre, al ver que me limpio las lágrimas, me mira y pregunta:
—¿Qué te ocurre, Lobito?
Tragándome las lágrimas, sonrío, me guardo el móvil y, tras ponerme las gafas de sol, respondo:
—Nada, papá. Sólo que estoy feliz por estar contigo.
Mi padre asiente, y yo comienzo a cantar la canción del ¡tallarín! Todos la terminamos cantando.
Al llegar a casa de mi padre, allí está mi hermana con su maravilloso marido y los
pequeñines y, al verme, corre a abrazarme. Cuando me suelta, murmura:
—Pero, trompu..., qué seco te estás quedando. Pero si sólo tienes tetas.
Vale, mi hermana y sus desafortunados comentarios.
La miro. Ella también mira y, sonriendo, dice:
—Bueno, pensándolo mejor, así los vestidos de hanbok te quedarán de lujo, porque últimamente te habías puesto un poco ceporrito.
Sonrío. Hye y sus rápidas conclusiones.
Mi cuñado, el grandote mexicano, me mira y, abriendo sus brazos, murmura:
—Pero qué lindo te ves, cuñado.
Encantado, lo abrazo y sonrío. Necesito eso.
Mimos y positividad, a pesar de que sé que mi cara no es lo que fue en otros momentos.
Mi padre, como siempre, se afana en darnos lo mejor, y a la hora de comer la mesa parece la mesa de un convite de boda. No falta de nada. Sin embargo, cuando veo el kimchi, ese que tanto me gusta y que mi padre compra para mí, se me contrae la boca del estómago.
No me jorobes... No me jorobes que ahora, con el embarazo, me va a dar asco lo que más me gusta. Miro el Kimchi con decisión. No voy a permitir lo que mi estómago me dice y, tras coger un cachito, me lo como y mi padre, que pasa por mi lado, dice:
—Ya sabía yo que te ibas a lanzar al Kimchi.
El trozo me sabe raro..., raro, y mi hermana, que está a mi lado, al ver mi gesto pregunta:
—¿Qué te ocurre?
—¿No huele mucho, el Kimchi?
Hye suelta una risotada y, metiéndose un cachito en la boca, responde:
—Anda, mi madre, ¿y a qué quieres que huela?, ¿a calamares?
Lo que acabo de decir es una auténtica tontería, y me río. Sólo espero que mi hermana no le dé vueltas a eso del olor.
 
 
Después de unas horas me fui a villa lobito con mis hijos pro mi hermana se empeño en ir conmigo
 
—¿Por qué no ha venido Kook?
Mientras observo el precioso y cuidado jardín que ante mí aparece, entro con el coche y respondo:
—Se ha quedado con Mike. Tenía exámenes.
Paro el vehículo y, cuando me bajo de él, mi hermana, que se baja también, cuchichea:
—Espero que le vayan bien.
Asiento. Yo también lo espero pero, la verdad, lo tiene difícil. Ha echado todo el curso a perder por su mal de amores, y seguro que tendrá que repetir. Creo que Kook y yo ya contamos con eso.
Con seguridad, llego hasta la puerta de la casa y, tras sacar las llaves del bolsillo delantero de mi pantalón, abro la puerta blindada y la luz de los ventanales me inunda.
—Anoche pasamos Juan Alberto y yo para comprobar que estuviera todo bien, y esta mañana papá ha venido para airear la casa. Se imaginó que vendrías a echarle un ojo y quería que la vieras llena de luz —explica Hye  Luego, asomándose a una de las ventanas, murmura—: Uisss...
Ese «Uisss» llama mi atención y, asomándome a mi vez, veo sobre la hamaca de la piscina un par de vasos medio vacíos. Ver aquello me provoca risa y, mirando a mi hermana con una sonrisa, pregunto:
—Vaya..., vaya..., no me digas que tu cucuruchillo y tú han estado utilizando mi casa como polvera. ¡Serás zorrón!
Hye abre la boca, se coloca un mechón de pelo tras la oreja y, alejándose de mí, resopla:
—Desde luego, trompu..., mira que eres.
Bajamos juntos a la piscina y, tras coger los vasos, ella los huele y dice:
—Esto es coñac, y esto otro..., pacharán.
¿Quién bebe pacharán?
Divertido, me encojo de hombros y la veo que desaparece de mi vista.
Sin ganas de seguir pensando en quién bebe pacharán, me meto de nuevo en la casa y miro a mi alrededor.
Ese lugar está impregnado de Kook por todas partes. Nuestra historia en cierto modo comenzó en esa bonita casa y, acercándome a la chimenea, cojo una foto en la que estamos Kook y yo sonriendo en nuestra luna de miel y murmuro:
—Qué bien lo pasamos aquí.
Emocionado, dejo la foto y observo otras que hay al lado. Sonrío al ver a Emily y al pequeño Kook divertidos con mi marido en la playa, otra de Mike con mi padre u otra en la que estamos Kook y yo bailando acaramelados en una fiesta.
Recuerdos..., recuerdos..., todo allí son bonitos recuerdos.
Alejándome de la chimenea, me dirijo hacia nuestra habitación, y al entrar, Kook vuelve a estar allí. Cierro los ojos y soy capaz de verlo corriendo detrás de mí por la estancia o riendo cuando en nuestro primer cumplemés le llevé una tarta y ésta acabó bajo mi trasero.
Mis ojos se llenan de lágrimas, pero tan pronto como oigo que mi hermana se acerca, me las limpio y rápidamente salgo al jardín. Es mejor que me vaya de allí.
 
 
 
 
 
En la noche voy a ver a mis amigos. Mis amigos me presentan a otros amigos y
rápidamente me doy cuenta de que hay uno llamado Gonzalo que no me quita ojo y, la verdad, está muy bien.
Vestido con mi traje negro y rojo, bailo  como llevo tiempo sin hacer y,
cuando nos cansamos de esa juerga, nos vamos a tomar algo a un bar ajeno a la feria y saltamos como descosidos cuando le pedimos al pincha que nos ponga Satisfaction de los Rolling Stones.
Agotado, regreso a la barra y entonces siento que detrás de mí hay alguien. El vello del cuerpo se me eriza; ¿y si es Kook? Pero al volverme me encuentro con los ojos verdes de Gonzalo, el amigo de un amigo que, con una sonrisa, pregunta:
—¿Por qué les gusta tanto esta vieja canción?
Divertido, le cuento que ese tema de los Rolling Stones nos ha acompañado todos nuestros veranos y, cuando siento que me mira con interés, me pongo en alerta pero no me separo. No sé qué estoy haciendo, sólo sé que sigo furioso con Kook,
y quizá hacer una maldad sea la única manera de que la furia se me pase.
Mis amigos poco a poco se van marchando, hasta que sólo quedamos Gonzalo, mi cuñado, que lleva un pedito considerable tras tanto fino, mi hermana quiere llevárselo pero se me acerco al verme tanto tiempo hablando con Gonzalo, cuando ve que éste va al baño, se acerca a mí y cuchichea con disimulo:
—Mira, trompu, sé que no estás haciendo nada malo, pero también sé que...
—Venga, va, Hye, ¿sermones ahora? — protesto.
Como siempre he dicho, mi hermana de tonta no tiene un pelo, pero mis palabras la enfadan, y susurra:
—De acuerdo, guapito. Tú sabrás lo que haces. Me llevo a mi cucuruchillo a casa porque, tras tanto finito, ya no sabe si vuela o levita. ¿Te vienes?
Valoro la posibilidad de irme. Tengo el cuerpo algo revuelto pero, sin ganas de aguantar el sermón que seguramente me va a dar la plasta de mi hermana en el coche por cómo estoy flirteando con aquél, respondo:
—Marchense. Me quedaré un poco más.
—Jimin, si Kook se entera de...
—¿De qué se va a enterar Kook? —pregunto molesto.
Mi contestación en ese instante debe de decirle que algo no va bien. Mi hermana sabe que adoro a Kook, y finalmente replica:
—Jimin..., ten cuidado con lo que haces. No seas loco.
Y, sin más, se da la vuelta, coge a mi cuñado de la mano y se van.
Gonzalo, que en ese instante regresa del baño, me mira al verlos salir y, con un gesto que enseguida entiendo, pregunta:
—¿Nos hemos quedado solos?
Asiento y, dándole un trago a mi coca-cola, sonrío cual mujer fatal:
—Sí. Solos, tú y yo.
Él asiente. Yo sonrío otra vez y él murmura a continuación:
—¿Qué tal si nos vamos también?
—¿Y adónde quieres ir?
Gonzalo, que debe de tener más o menos la edad de mi marido, acercándose esta vez un poco más a mí, responde:
—¿Qué tal si vienes a mi hotel y tomamos allí la última?
Dudo. Dudo qué hacer. Lo que me propone es algo que no debería aceptar. Algo inaceptable. Amo a Kook. Quiero a Kook, pero tengo tanta sed de venganza por lo ocurrido, que afirmo:
—Vamos. No iremos a tu hotel, pero sé adónde ir.
Nos montamos en su coche. Tiene un bonito Mazda rojo y, guiándolo, lo llevo hasta un sitio que conozco a las afueras de Busan. Cuando llegamos al lugar, Gonzalo para el coche, me mira y, cuando veo que comienza a acercarse a mí, abro la puerta y bajo. Él sale por la otra puerta y camina hacia mí. Sin hablar, se acerca hasta donde estoy y, en décimas de segundo, me arrincona contra el coche y me besa. Mete la lengua en mi boca, y yo, cerrando los ojos, le permito que la asole, mientras siento cómo sus manos recorren mi cuerpo por encima de mi vestido.. El beso dura varios segundos, estoy bloqueado, hasta que de pronto Gonzalo aprieta su dura y latente virilidad contra mi cuerpo para hacerme ver su creciente deseo y soy consciente de lo que va a pasar si no lo paro.
Dios mío..., ¿qué estoy haciendo?
Ni él ni yo somos unos niños. No nos andamos con rodeos ni chiquilladas ante el sexo, y soy consciente de lo que estoy permitiendo en mis
plenas facultades. Pienso en Kook. Pienso en mi amor y en sus palabras el día que me dijo aquello de que, cuando ocurrió lo de Ginebra, él no era dueño de sus actos.
De pronto soy capaz de ver con claridad que lo que ocurrió fue algo que no buscó, que no propició como lo estoy haciendo yo ahora. Yo sí soy dueño de mis actos. ¡Soy un zorrón! Y, entonces, de un empujón me quito de encima a Gonzalo y,
mirándolo, murmuro:
—Lo... lo siento, pero no puedo.
Él me mira. Yo me pongo alerta por si tengo que soltarle dos guantazos y, sorprendiéndome, sin acercarse a mí pregunta:
—¿Y para qué me has traído aquí?
Tiene razón. ¡Soy un zorrón! ¡Soy lo peor!
Lo que acabo de hacer es el mayor error de mi vida. Pero ¿qué narices hago allí besando a ese hombre?
Mi cara debe de ser de total desconcierto, lo sé por su expresión cuando me mira, así que, cogiendo aire, digo:
—Gonzalo, lo siento. Es todo culpa mía. No estoy pasando un buen momento con mi marido y...
—Y quisiste vengarte conmigo, ¿verdad?
Oírlo decir eso me hace darme cuenta de lo sumamente gilipollas que soy, y asiento murmurando:
—Lo siento de verdad.
Durante unos segundos, ambos permanecemos callados, hasta que aquél rodea el coche y dice:
—Sube, que te llevo a tu casa.
Sin dudarlo, lo hago mientras me siento fatal. En silencio regresamos a Busan y le indico dónde vivo. Ninguno habla y, cuando para delante de la casa de mi padre, lo miro.
—De verdad, lo siento. Siento que...
—No te preocupes —me corta—. Tus razones tendrás para hacer lo que has hecho, pero ten cuidado, quizá la próxima vez te topes con un tío que no sepa parar y respetarte como he hecho yo.
Asiento. Tiene más razón que un santo. Luego sonríe y me dice:
—Venga. Ve a descansar y olvida lo ocurrido.
Mañana nos veremos en la feria.
Sin acercarme a él para besarlo en la mejilla, sonrío a mi vez. Abro la puerta del coche y me bajo. Cuando cierro, Gonzalo acelera su coche y se va.
Desmoralizado por lo idiota que soy, cuando camino hacia la puerta de mi padre lo encuentro esperándome allí. Veo que observa el coche que se aleja y, mirándome, dice:
—Me tenías intranquilo. Cuando he visto a tu hermana regresar con el mexicano a rastras y no te he visto a ti, me alarmé.
Entramos en casa, me siento junto a él a la mesa del comedor y, al ver su gesto preocupado, respondo:
—Tranquilo, papá, sé cuidarme.
Mi padre asiente, se rasca la coronilla y, mirándome, por fin pregunta:
—¿Qué te ocurre, Lobito?
Al oír eso, sin que yo pueda evitarlo, mis ojos se llenan de lágrimas. ¡Me ocurre de todo! Pero, tragándomelas, intento sonreír, me levanto, le doy un beso en la mejilla y respondo:
—Nada, papá. Sólo que estoy cansado.
Y, sin mirar atrás, desaparezco del salón. Paso a ver a mis niños y veo que están dormidos como angelitos. Cuando me dirijo a mi habitación, me desvío a la de mi hermana y, entrando en la oscuridad, me acerco hasta ella, le doy unos toquecitos en el hombro y murmuro:
—Hye..., Hye.
Mi hermana rápidamente abre los ojos y, llevándose la mano al corazón, susurra:
—Ay, leches, trompu, ¡qué susto me has dado!
Acto seguido, comienzo a llorar. Me desmorono.
¿Cómo puedo ser tan cabron?
¿Cómo puedo haberle hecho eso a Kook?
Mi hermana se asusta y, sentándome en la cama junto a ella, me consuela, mientras oímos a mi cuñado roncar como un bendito. En décimas de segundo le cuento a Hye que Kook y yo estamos mal, lo de mi embarazo y la tontería que acabo de hacer esa noche con Gonzalo. Omito el motivo de nuestro problema. Si Hye se entera del porqué, no sé cómo puede reaccionar. Vale que asumió en
México lo que vio, pero contarle la verdad sé que la va a descuadrar.
Ella me escucha, me abraza, me da aire con la mano cuando ve que me acaloro por los lloros, me retira la mano del cuello para que no me lo rasque cuando se me llena de ronchones y, en el momento en que mi estómago me avisa de que voy a
vomitar, corre conmigo al baño y sujeta mi cabeza mientras de mi cuerpo sale de todo, excepto mi pena.—
¿Qué ocurre?
La voz de mi padre nos alerta y, al volverme, lo veo en la puerta del baño mirándonos. Siento que lo estoy decepcionando también a él, y mi
hermana se apresura a contestar: —Tranquilo, papá. Tu Lobito sólo ha bebido
de más.
Mi padre no dice nada. Me mira, sacude la cabeza y se va, y yo me alegro porque Hye me guarde los secretos y mi padre claudique y no pregunte más.
Pocos segundos después, de nuevo aparece mi padre en el baño y, entregándole a mi hermana una manzanilla, dice:
—Que se la tome. Esto le templará el cuerpo.
Su gesto serio me rompe el corazón. Sé que intuye que me pasa algo con Kook, pero yo no puedo contarle qué es, y me echo a llorar de nuevo otra vez. Hye suelta la manzanilla y, sentados en el suelo del baño de la casa que adoro, me abraza.
Cuando me tranquilizo, juntos vamos a mi habitación, donde durante horas y entre susurros hablamos. Hye rápidamente saca sus conclusiones y cree que estamos así porque Kook ha elegido el trabajo antes que a mí.
Con mimo y paciencia, mi hermana, la gran dramática de la casa, sabe relajarme y hacerme sonreír. No reír con Hye y las cosas que dice es imposible; pero entonces cuchichea:
—Jimin, tienes que decirle lo del embarazo a Kook. Asiento. Tiene razón. Me siento fatal por mil cosas, y afirmo:
—Lo haré. Pero también tengo que contarle la cagada que acabo de hacer con Gonzalo.
—¿Estás loco? ¿De qué va a servir contarle que te has besado con él?
Sé que tiene razón. Contarle eso sólo va a servir para liar más las cosas, pero yo no puedo mentirle a Kook. A Kook, no.
—Servirá para sentirme bien conmigo mismo
—afirmo—. No puedo ocultarle algo así. Mi hermana menea la cabeza y suspira.
—Tienes razón, trompu ante todo, sinceridad.
Suspiro yo también. Si he hecho algo mal, tengo que ser adulto y asumir mi error. Un gran error que quizá pague muy... muy caro.
Tras esas últimas palabras, los dos nos recostamos en mi cama y nos quedamos dormidos cogidos de la mano.
 
 
 
El miércoles, en Múnich, Kook estaba sentado en la silla de su despacho mirando al infinito. Sin decir nada a nadie, había hecho un viaje relámpago a Chicago y acababa de regresar.
Allí, se había encontrado con algo que no esperaba: Ginebra estaba hospitalizada, puesto que su dura enfermedad había dado por fin la cara.
Pero Kook, que no tuvo ni un ápice de piedad por el hundido Félix, se lo llevó aparte y le soltó con dureza todo lo que tenía que decirle. Éste no habló, sólo asintió y, cuando Kook terminó, sin esperar a que aquél abriera la boca y
demostrándoles el odio que les tenía, dio media vuelta y se marchó.
Agotado, el alemán intentaba olvidarse ahora de sus problemas y centrarse en el trabajo. Pero era imposible, sólo podía pensar en Jimin. En el omega al que adoraba y que no lo estaba esperando en casa.
Vestido con su imponente traje gris y una camisa blanca, giró su silla para mirar la calle a través del ventanal, mientras en su cabeza sólo había espacio para una persona: su pequeño Min.
Antes de su viaje a Chicago, cada tarde, cuando llegaba a su hogar tras trabajar más horas de las que debía y veía a Bam, una sonrisa le iluminaba el rostro. Aquel animal era el orgullo de su pequeño y, con cariño, lo mimaba todo cuanto podía ahora que el no estaba, e incluso lo metía en la cocina para darle Kimchi, o en el salón para que le hiciera compañía.
Desde que se marchó Jimin, cuando por las noches Mike se iba a dormir y Jeen y Víctor se retiraban, Kook paseaba por la casa buscando algo que no estaba allí. Era increíble lo vacía que estaba sin el.
Salía al garaje y, sentándose con una cerveza en la mano junto a Bam y camaron, observaba con detenimiento la moto de Min e, irremediablemente, sonreía al imaginarlo con la cara lleno de grasa o saltando como un loco.
En cuanto entraba en casa, los recuerdos lo mataban. Cuando había llegado allí, Jimin la había transformado por completo. Antes era una casa gris y aburrida como él, y el, sólo el, la había llenado de risas, amor y color.
Min le había enseñado a confiar en las personas, a dar segundas oportunidades y a escuchar a los demás. El era todo. El era su vida. Aquella tarde, mientras observaba la calle sentado en el sillón de su despacho, Kook miró el reloj. Eran las ocho, pero no tenía ningún aliciente para regresar a casa. Entonces, su teléfono móvil sonó y, al ver que se trataba de Tae, contestó con una sonrisa:
—¿Qué pasa, tío?
Desde Eurodisney, mientras Mel duchaba a Sami y Peter jugaba a la GameBoy en la habitación del hotel, Tae preguntó:
—¿Cómo lo llevas?
Kook suspiró y murmuró:
—Bien..., bien...
—Bien jodido, ¿no? —insistió aquél.
Kook sonrió. La preocupación de su amigo por él era increíble y, haciéndole saber que estaba bien, bromeó:
—Tranquilo. De verdad que estoy bien.
—¿Qué tal en Chicago?
Necesitado de hablar con alguien, Kook se sinceró con su buen amigo y, cuando terminó, sin ganas de seguir metiendo el dedo en la herida, Tae preguntó:
—¿Dónde estás?
Kook miró a su alrededor. Pensó mentir, pero ¿para qué? Y, observando unos papeles que tenía sobre la mesa, respondió:
—En la oficina.
Rápidamente, Tae se miró el reloj y gruñó:
—¿Y qué narices haces todavía en la oficina?
—Kook resopló y Tae añadió—: Vamos a ver, no me cabrees, que estoy de luna de miel y...
—Eh... ¡Relájate! ¡No seas pesadito!
El abogado, al oír eso, sonrió: esa frase era de Jimin, y entonces oyó que su amigo añadía:
—Ya hasta hablo como el.
Su voz desesperada le hizo saber lo mal que estaba e, intentando hacerle olvidar sus problemas al menos durante varios minutos, Tae comenzó a contarle cosas divertidas de Sami en Eurodisney. Kook lo escuchó. Saber de todos ellos al menos
lo hacía sonreír; pero entonces dijo:
—Te dejo, Tae. Besa a Mel y a los niños de mi parte.
Y, sin más, colgó dejando a su amigo descolocado al otro lado del teléfono.
Una vez Kook soltó su móvil, estaba tocándose el cuello cuando de pronto el teléfono volvió a sonar y, al ver que era el padre de Jimin, contestó extrañado:
—Hola, Jin; ¿pasa algo con Min o los niños?
Jin, que había esperado a que sus hijos se fueran con los niños a la feria, respondió sentado en un sillón de su comedor:
—Tranquilo, Kook. Jimin y los niños están bien. Su respuesta hizo que el alemán volviera a respirar y, acomodándose en su sillón de cuero, preguntó:
—¿Lo estan pasando bien en la feria?
—Sí, muchacho. Increíblemente bien, aunque creo que mi hijo lo pasaría mejor si tú estuvieras aquí. Al oír eso, Kook se incorporó en su asiento, cuando aquél prosiguió:
—No sé qué ha pasado entre ustedes, pero sé que algo atormenta a mi Lobito y no me gusta verlo así.
Kook, tocándose su pelo rubio, cerró los ojos y murmuró:
—Jin, escucha, yo...
—Kook, no —lo cortó su suegro—. No llamo para que me cuentes qué ha ocurrido entre ustedes. Sólo llamo para decirte que, si lo quieres, debes hacérselo saber. Sé que mi Lobito puede llegar a ser irritante y con seguridad te sacará de tus casillas, pero el...
—El es lo mejor que tengo, Jin. Lo mejor.
A Jin le gustó oír eso.
—¿Y qué haces que no estás aquí, muchacho?
—preguntó entonces.
Kook suspiró, sacudió la cabeza y respondió:
—El no quiere verme, y no se lo reprocho. Me lo merezco por..., como diría el, por
gilipollas.
Jin sonrió y, dispuesto a que su hijo fuera feliz, dijo echando un poquito de leña al fuego:
—Yo que tú, me movería antes de que otro más listo lo haga sonreír.
Oír eso fue el revulsivo que Kook necesitaba y, cuadrándose en su silla, murmuró:
—¿Qué estás intentando decir, Jin?
Con una sonrisa de experiencia y sabiduría, éste, tras dar un trago a su cervecita, respondió:
—Yo no digo nada. Pero mi Lobito es un muchacho muy bonito y salado y, si lo ven solo en la feria..., ya sabes, bailecito por aquí, rebujito por allá y...
—Mañana estaré allí —sentenció Kook.
Jin asintió y, antes de colgar el teléfono, musitó:
—No esperaba menos de ti, muchacho, y, por cierto, esta llamada nunca se ha producido, ¿de acuerdo?
Kook sonrió y replicó con complicidad:
—¿Qué llamada, Jin?
Cuando la comunicación se cortó, Kook respiraba con dificultad. Imaginar a Jimin con otro alfa le resultaba inconcebible. Miró la foto que tenía en la mesa de el y murmuró:
—No puedes haberme olvidado, corazón.
Al decir eso, sonrió sin saber por qué. Esas palabras sólo podía haberlas aprendido del amor de su vida, de su pequeño. Y, dispuesto a recuperarlo, cogió el teléfono y, tras marcar, dijo:
—Frank, mañana después de comer volamos a Busan.
Esa noche, cuando llegó a casa, fue a ver a Mike a su habitación. El chico miró a su padre y sonrió cuando lo oyó decir:
—Mañana avisa en el colegio de que el viernes no vas. Nos vamos a Busan.
—¡Guay, papá! —aplaudió el crío.
En Busan, esa noche Jimin se divertía con sus amigos. Sin embargo, sobre las diez, se sintió cansado y regresó con los niños y Pipa a casa. Tanto baile y tanta juerga agotaban a cualquiera, y más a el, que estaba embarazado.
Tras acostar a los niños, que llegaron reventados, Jimin se quitó su ropa y, al mirar por la ventana, vio a su padre sentado en el balancín del jardín, junto a las preciosas flores de hibisco que había plantado su madre muchos años atrás.
Después de ponerse ropa cómoda, pasó por la cocina, cogió una coca-cola de la nevera y, saliendo al jardín, sonrió al ver que su padre la miraba.
Al acercarse a él, cuchicheó divertido al comprobar que éste estaba escuchando música:
—Vaya, papá. No sabía yo que utilizaras el regalo que te hice para Navidad. —Y, al oír quién cantaba, rio—....,
Jin sonrió y, haciéndole hueco a su hijo en el balancín, preguntó:
—¿Qué tal en la feria?
—Bien. Como siempre, genial.
—¿Y tu hermana?
Tras dar un trago a su lata de coca-cola, Jimin respondió:
—Se ha quedado con Juan y los niños en la feria.
—Y tú, que eres el fiestero más fiestero de todos, ¿qué haces en casa tan pronto?
—Kook y Emily estaban cansados, y prefiero guardar fuerzas para el fin de semana.
Jin asintió y, mirando a su hijo, añadió:
—¿No me vas a contar lo que te pasa con Kook? Al oír eso, Jimin puso los ojos en blanco y, cuando se disponía a decirle de nuevo que no le ocurría nada, vio cómo la miraba él y finalmente respondió:
—No es grave, papá. Es sólo una discusión.
El hombre asintió y, tras dar un traguito de su copa de coñac, apoyó la cabeza en el balancín y murmuró:
—Estoy convencido de que a Kook no le gustaría saber que la otra noche te trajo en coche un hombre en vez de regresar con tu hermana.
—Papá, no me seas antiguo. No ocurrió nada
—protestó el al oírlo y sentirse culpable.
—¿Sabes, Lobito? Tu madre y yo discutíamos todos los días. Había momentos en
que me sacaba tanto de mis casillas que... ¡Ofú, qué cabezota era! —Sonrió—. Y, cuando no era ella, era yo. Nuestros temperamentos chocaban continuamente. Imagínate a una de seul y a uno de Busan. —Ambos sonrieron por aquello y luego él susurró—: Pero daría lo que fuera porque ella siguiera a mi lado con su cabezonería y sus desplantes.
—Papá...
—Escucha, cariño, la vida en pareja se compone de malos y buenos momentos. Si los momentos malos son tan terribles que eres incapaz de salvarlos, lo mejor es cortar por lo sano y dejar de sufrir por mucho que te cueste; pero si nada es realmente tan terrible, mi consejo es que no desaproveches ni un solo día de tu vida porque, por desgracia, nuestro tiempo en este mundo es limitado y, el día que te falte esa persona a la que adoras, maldecirás por haber malgastado esos momentos con enfados y malas caras.
Jimin sonrió. Sin duda, su padre siempre daba en el clavo.
—Sé que tienes razón, papá, pero en ocasiones, aun sabiendo que no puedes vivir sin esa persona, el enfado te bloquea y...
—No permitas que el enfado te bloquee —lo cortó Jin—. Sé listo y disfruta cada instante de tu vida, porque cada instante perdido es un instante que nunca... nunca volverás a recuperar. Tendrás otros instantes, pero esos perdidos nunca se
recuperan, mi vida. Mira, no sé qué ha pasado entre Kook y tú, ni quiero saberlo, pero sí sé que se quieren. Sólo tengo que veros juntos para darme cuenta de la conexión tan especial que hay entre ustedes. ¿O acaso ya no lo quieres?
Jimin suspiró y, sonriendo, murmuró:
—Papá, yo a Kook lo quiero con locura.
Al oír eso, Jin se tranquilizó. Si él lo adoraba y el a él, el problema tenía solución y,
sonriendo, cuchicheó:
—En ocasiones, los hombres somos complicados, hijo. Dicen de los omegas, pero
nosotros también tenemos nuestras cosillas. Y ¿sabes qué? No hay nada que le guste más a un hombre que un omega que presente batalla. Cuanta más batalla nos presente, más nos gusta y nos atrae. Aunque, cuidado, tampoco te pases con la batalla porque podrías perder.
—Desde luego, papá —murmuró Jimin divertido—, como consejero matrimonial ¡no tienes precio!
Ambos rieron, y el joven, aprovechando el momento, preguntó a continuación:
—Bueno, ¿y tú qué tienes con la Pachuca?
Al oír eso, Jin se puso rojo como un tomate. Su hijo lo miró riendo y musitó:
—Escucha, papá. Sé que amabas a mamá y que la amarás el resto de tu vida, pero ya ha pasado mucho tiempo desde que ella murió y entiendo que rehagas tu vida. Por tanto, tengas lo que tengas con la Pachuca, me parece bien, y te aseguro que a Hye también. Eso sí, hazlo público o Hye, en su faceta de inspectora, se mete cualquier día en la cama con ustedes.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now